La primera visión de Titerroy habilitó en mí un sentimiento de pesar que tardó en borrarse justo el tiempo que tardé en hacer amistades en el nuevo barrio, venía mi familia del Callejón Liso, lugar casi frontera con el mar. Desde nuestra casa, en las noches apacibles se podía oír el jadeo de los motores de los barcos y en las noches del sur se oía con total claridad la violencia del mar contra las murallas. Titerroy era un lugar lejísimos, allá tras un llano terroso y una cuesta empinada, en la ladera de la cual nos atrevimos con los años hacer un campito de fútbol con un desnivel considerado, más o menos donde hoy está la cancha bajo el instituto Blas Cabrera Felipe.
El primer día que visité la casa que había de convertirse en nuestro hogar durante muchos años lo hice acompañado por mi hermano el mayor. Desde la esquina de los Ramos, al lado de la tienda de Isabel Rojas, en La Vega, nos adentrábamos en un camino bajo, fronterado por un teste de arena y piedras, que había sido antaño trayecto del agua hacia las maretas. Un poco más arriba cruzábamos la calle el Norte entre una hilera de casas y una mareta, después ya no había nada, sólo la certeza que tras subir la cuesta y atravesar un nuevo llano entraríamos a la nueva barriada, alegremente pintada, con sus adornos geométricos en la mediana de las viviendas.
Aquel primitivo e ingenuo Titerroy cuyas calles estaban sin asfaltar y que en cada puerta de vivienda había un canto de rofe blanco haciendo de chaplón, era como una barriada de juguete. Las casitas limpias y nuevas olían a cemento, a cal y a vacío, que no a soledad, pues no tenían tiempo para el abandono, eran criaturas recién nacidas, esperando a quienes iban a ser sus habitantes, su pálpito de sangre, su voz y olor.
Cuando mi madre fue a verla por primera vez, acostumbrada a una casa de piedra y de muros de casi un metro de grosor, nos recomendó que no gritáramos, pues temía que las paredes fueran a quebrarse, probablemente no pensaba eso y más bien era una estrategia para que los más chinijos no estuviéramos dando gritos y molestando a los vecinos de los que apenas nos separábamos por unas paredes de 25 ó 30 centímetros. Recuerdo que al regreso al callejón Liso mi madre le comentó a alguien que le había tocado una vecina con unos ojos grandes y bonitos, vecina de puerta con puerta, vecina que yo recordaba de aquel primer momento: su rostro amable, alegre y su mirada inmensa, como las mareas de septiembre.
Mi madre nos enseñó a querer la casa, a sentirnos seguros y arropados en aquellas habitaciones nuevas. Estoy seguro que cada una de las familias que nos instalamos en aquel inicio del actual Titerroy habíamos hecho de la casa un lugar desde donde volver a asomarnos al mundo. Teníamos al fin algo nuestro que a lo largo del tiempo se iría pareciendo a nosotros como los hijos se parecen a los padres y como los hermanos se parecen entre si.
Titerroy fue además la primera barriada que se hizo en Lanzarote cuando éste ya tenía fe en el futuro, cuando se había dispuesto a saltar hacia el vértigo jugándoselo todo a una sola carta. ¿Cómo si no se explica que fueran las primeras viviendas sin aljibe? ¿Acaso teníamos resuelto el problema del agua? Pero esta barriada fue premonitoria, todo se andaría y así fue.
A Titerroy acudió gente de distintas zonas de la isla, venía cada una de ellas con sus sueños y su ligero equipaje de esperanzas, venían a poseer un hogar, a pintar sus propias paredes a guindar hasta la azotea su propia agua. A que le nacieran los hijos y así poder transitar el tiempo, llegar más allá, primero cuidando al abuelo, luego educando a los hijos, después criando a los nietos, así, navegando así, sobre el mar de los tiempos. Viendo cómo cambia la vida, las modas, los gustos, los alimentos, las cocinas … las cocinas, porque aquella primera de carbón o leña incrustada en el pollo con sus ridículos fogones, no servía más que para emporcar de cenizas el salón, así que fuimos avanzando, primero con las de petróleo o belmontina, ¿recuerdan?, mitad media cuarta de petróleo en casa de Manuel Tejera, bueno, aunque sería más correcto decir en casa de Magdalena que era quien estaba siempre y tenía una sonrisa para todos y para los más chicos hasta una espléndida jícara de chocolate. Pepe Parrilla competía puerta con puerta y en la esquina el bueno de Plácido Machín nos invitaba a pan calentito mientras daba fin a una manilla de plátanos maduros, más amarillos que el rabo de unas tenazas. Luego pusimos, con cierto temor la cocina plana de tres fogones de Corberó que venía hasta con su tapita blanca que daba gusto verla tan brillante. El temor era por el gas, pero todo estaba bajo el más estricto y celoso control: apagar en la perilla y desconectar la bombona. El mantenimiento un poquito engorroso, pero nada del otro mundo, los fogones se ponían en vinagre y luego con un estropajo se le restregaba bien y quedaban sin aquella grasa que parecía pegamento pegajoso. Acostumbrados como estábamos a llevar las calderas a arenar en la playa este trabajo era casi un entretenimiento, parecido al de moler el café con el molinillo entre las rodillas y da le que dale a la manivela que, a veces, un grano se malcolocaba entre el engranaje y saltaba para el aire el molinillo completo volando también la gavetita y volcando parte de las ganancias ¡con lo que había de aguantar de moretones en las rodillas!
La barriada fue creciendo de voces, desde Tilama hasta Tinamala empezaron los vecinos a entablar amistades y los chiquillos y chiquillas a recorrer las calles y a llenar las escuelas, en la de los muchachos los sábados se apilaban los pupitres contra la pared del fondo y tras decorarse con una enorme cortina granate y un crucifijo se dejaba preparada para la misa. Culto que anunciaban por todas las calles básicamente tres muchachos en la mañana del domingo con una campana que entre dos llevaban alzada en un palo mientras el tercero la repicaba. A la escuela fui yo un poco antes de tener la edad que se precisaba, como iba acompañando a los chicos y luego me quedaba sentado en los chaplones amarillos hasta que un día el maestro me preguntó que por qué no entraba y yo le dije que porque todavía no tenía la edad y me dijo: «Pues ven mañana, si quieres, y traes una libreta de una raya y un lápiz». ¿Cómo no iba a querer si todos mis compañeros estaban allí dentro? Fui al día siguiente con una libreta y un lápiz de carpintero, del que siempre me pregunté porqué eran ovalados si
antes todos teníamos las orejas abanadas.
En la escuela, como todos, aprendí el arte del afilador, no nos duraba un lápiz un asalto, lo afilábamos hasta que se convertía en un pajarito en el nido de nuestra mano, un pajarito que asomaba su pico negro de carbón y llenaba las libretas de palotes. En la escuela tuve conciencia del amor de mi madre, pues aprendí a escribir palabras cargadas de emoción: mi mamá me ama. Por primera vez yo confirmaba por escrito esta realidad familiar, ignoro si a todos los demás chiquillos les pasó lo mismo, pero para mí la frase que parece tan manida tuvo el efecto exacto de la afirmación que contiene.
Aquel primer encuentro con la escuela me vino a confirmar el pensamiento de que la infancia es la patria, aunque Max Aub defendiera también, con acierto a mi parecer, que la patria es el instituto.
Mi patria consiste en un trozo de memoria clavada en la primera línea de mar de Arrecife, reforzada y enriquecida por mis primeras vivencias y amistades de Titerroy. Prefiero esa patria que aquella que es señalada con banderas, porque sólo creeré en ellas, en las banderas, cuando las fabriquen los panaderos. Cuando tengan la humildad de los obreros, la sencillez de la artesanía, la franqueza de los vecinos. La patria a la que aludo es la memoria y la memoria es la construcción de lo social lo que hace posible una comunidad a través de los recuerdos compartidos, Por eso no se puede silenciar el pasado, aunque sea en ocasiones doloroso, ya que nos ha de servir como guía, como referente. El conocimiento del pasado nos librará de repetir los errores, al tiempo que hace de nuestros aciertos, es decir las cosas que aceptamos como buenas y útiles la seña identitaria de nuestra comunidad.
La memoria ha sido para mí una herramienta útil, preciosa y sé que para mis deseos de crear, de escribir también la memoria es un género de ficción. Me divierte deslizarme por ella, por cierto, ya que hablé antes de las banderas quiero leerles un relato de mi libro Enigmas que tiene que ver con ellas y con el barrio, justamente el relato se la llama así: La Bandera.
Mi hermano, el tercero, fue uno de los chicos mandados por el maestro a buscar a una escuela del centro de Arrecife/ una bandera española y su mástil. As/; nuestra pequeña y periférica unidad la enarbolaría/ en fechas conmemorables.
La comitiva salió del barrio/ cuando apenas eran las nueve de la mañana.
A las doce/ los chicos se asomaron a la puerta y tras pronunciar el correspondiente «con permiso»/ ocuparon sus asientos. Tanto el maestro como el resto de los alumnos nos preguntábamos dónde estaba la bandera. Pero ellos se sentaron como si hubieran venido del urinario.
-¿La bandera? preguntó don Manuel. Y ninguno de ellos levantó la cabeza ni se sintieron aludidos.
-¿Qué pasó con la bandera?- volvió a repetir el maestro.
Entonces ellos comprendieron que era inútil seguir manteniendo la postura y al unísono exclamaron «iAy, la bandera!». Y se miraron entre ellos/ con un gesto probablemente ensayado/ tratando de decir algo así como « ¿no la traías tú?».
Explicar/e al maestro cómo habían perdido la bandera y su mástil de más de dos metros/ fue tarea ardua/ contradictoria e inútil. Sin embargo/ y dado el mutismo en el que se encerraron los chicos/ todo quedó en una pérdida irreparable.
La tardecita del sábado/ tiempo escogido por los chiquillos para celebrar sus guerrillas con los barrios vecinos/ estábamos apostados en lo alto del camino que nos une con La Vega. Todos los chiquillos de Titerroy útiles para la guerra, habíamos comenzado a reunirnos apenas pasado el mediodía y ya, a eso de las cuatro, hora convenida entre los jefes, estaban preparados los montos de piedras adecuadas para ser lanzadas, palos y demás artilugios bélicos.
A las cinco en punto comenzamos a oír la algarabía guerrera de los de La Vega, escondidos de nuestra vista por los muros de un aljibe.
Cuando aparecieron en el llano, traían delante de ellos a su abanderado, un personaje al que conocíamos como Chagüilla, al que le faltaba algunas lluvias. Ufano y ceremonioso portaba, en alegre desfile de gastador, una flamante bandera española izada en un descomunal mástil.
Gran parte de los nuestros andábamos asombrados. Los miembros de la comisión enviada por el maestro en busca de la bandera, reían como locos.
-La perdimos en una apuesta jugando a los boliches-, dijeron, casi asfixiados por la risa, al resto de la tropa.
Este episodio señala cuál era una de las ocupaciones favoritas de aquella pléyade de chiquillos que conformábamos el futuro de Titerroy. Pero no sólo nos dedicábamos a tirar piedras en franca justa con los otros barrios o zonas de Arrecife, en ocasiones quedábamos con la gente del Lomo, Valterra o Tahíche Chico para luchar y lo hacíamos en La Laguna, ese llano cercano al colegio Adolfo Topham, territorio de La Pedrera y de la gente de la calle El Norte. No recuerdo cómo se establecía el acuerdo de verse allí para bregar, pero lo hacíamos pacíficamente, sin heridos.
En los inicios a Titerroy entraba una guagua que tenía el techo de lona y que nosotros corríamos tras ella para colgamos e ir montados, total para luego tener que volver bajo un sol de justicia, el sol del llano que rodeaba al barrio. Nada Más aparecer la guagua cantábamos lo de:
«Ya viene la guagua, y viene el guagüero,
ya viene Perico
cobrando el dinero»
La Guagua entraba por la carretera desde los pabellones militares, esquina donde estaba el letrero que decía bien claro: Tite Roy Gatra
El territorio más atrayente que se mostraba en Titerroy era sin lugar a duda el que estaba hacia arriba, detrás de los morros de Maneje y los leves y bermejos barrancos de Argana Alta, la Argana de Arriba de Madoz. Allá arriba estaba la montaña de Las Tetas y la montaña Mina y hasta allí llegábamos nosotros y veníamos con los bolsillos cargados de balas y casquillos, pues por esa zona hacían maniobras los militares.
Desde las montañas se veía Arrecife, y el recuadro nuevito de Titerroy y el mar, el mar que siempre fue una presencia en cada familia, porque prácticamente todos dependíamos de su generosidad. Titerroy era como un barco inflando sus velas en un mar de tierras, azotado por remolinos que levantaban por el aire papeles y trozos pequeños de madera. Ya apenas se ven remolinos pero antes no había verano ventoso que no nos obsequiara con varios al día.
Durante un tiempo el barrio navegó solo, pero luego le fueron naciendo otras unidades alrededor, nuevas casas y nuevos vecinos. Los chiquillos frecuentábamos nuevas esquinas e inaugurábamos amistades. Cambió hasta de nombre el barrio, se le puso Santa Coloma y pese a que luego lo recuperó algunas instalaciones siguen mencionadas como Santa Coloma, por ejemplo el Centro de Salud. Creo firmemente que Tite Roy Gatra quiso ser erradicado como nombre por asuntos políticos, por no aceptar un nombre aborigen dentro de la nueva nomenclatura social o tal vez por haberse dado cuenta quien lo aconsejara que no era la forma más correcta de escribirlo y la forma de subsanarlo era haciéndole desaparecer. A mí me gusta que el barrio se llame Titerroy y también Tite Roy Gatra separado en tres fonemas o el también extendido y dado por más exacto Titterogakat. Me gusta ese sonido de palabras que una vez fueron extrañas pero, curiosamente, aceptables como si habitaran en nosotros desde tiempo inmemorial.
La barriada actual es tan Arrecife que Arrecife sin ella quedaría bien diezmada.
Arrecife le debe a Titerroy y a sus vecinos la construcción de un continuo social, al tiempo que un ejemplo de civismo que no se aprecia en el mismo centro de la capital. En Titerroy siguen los vecinos y vecinas, salvo casos insignificantes, atendiendo su trozo de calle, cuidando su vivienda. No sé cómo estará ahora mismo, pero recuerdo que mientras el ayuntamiento tenía que mandar limpiadores a las principales calles de Arrecife, Titerroy estaba limpio como una patena sin que se diezmara por ello el erario público. En definitiva se hacía visible aquello de que el lugar más limpio es el que no se ensucia. No recuerdo de niño haber tirado nada a la calle, romper un cristal sí que lo hice, por accidente deportivo, pero nosotros queríamos a esta barriada y estábamos orgullosos de ella y nos echábamos a la calle en parranda o juego o nos íbamos al circo cuando se instalaba aquí mismo en el llano frente a la tienda de Agustín Suárez y escuchábamos en aquella época la canción de Chaparrita y te he dar calabazas para que hagas una casita con dos terrazas, mientras los payasos hacían cabriolas y se hacían rifas y les decían a la gente que se ganaba algún premio que eran unos agraciados y yo era tan pequeño y tan poco versado en las palabras que preguntaba ¿por qué si se ganan el premio le dicen desgraciados? Porque la vida de aquella niñez era ingenua como la niñez misma.
Los vecinos más destacados de nuestra incipiente urbe eran los militares. En el cuartel y en los pabellones, que era una especie de residencial cuyas dos filas de viviendas podemos seguir viendo una a cada lado de las orillas de la carretera que sube a San Bartolomé, recuerdo que frente a la que daban hacia Titerroy había una pequeña barranquera plantada de mimosas que en marzo se llenaban de floración en forma de pompones amarillos no mayores que una bonitura Nosotros íbamos a ver las maniobras que hacían en un llano polvoriento frente al cuartel y en ocasiones sacaban los mulos y hacían trotes y carreras y, sobre todo, llevaban moscas grandes como pastillas de un lado a otro de aquel llano. Allí vimos a los tiradores de Ifni tocados con sus gorros de fieltro rojo que reciben el nombre de fez y en ocasiones vimos zapadores con sus palas a la espalda y tanquetas y uniformes que sólo veríamos después en las colecciones de soldaditos de plomo.
He transportado el sabor a Titerroy durante toda mi vida, Titerroy sabe a polo de limón, es una fijación particular, saben ustedes perfectamente que cada ser guarda de manera intransferible memorias de los sentidos, músicas o canciones, olores, sabores, que recuerdan momentos muy determinados y luminosos de nuestra vida. Pues yo cada vez que como un polo de limón me acuerdo de Titerroy, de la misma manera que el gel de manzana me trae recuerdos de Atenas, el comino y las especies olorosas me devuelven a las estrechas calles de la medina de Marrakesh, el jabón palmolive: el barrio de la Isleta en Las Palmas, el olor a tabaco de pipa. Santa Cruz de Tenerife, el olor profundo del mar cuando el sur rompe las olas contra las murallas me trae al viejo Arrecife y la lluvia me lleva a la casa en que nací y el sonoro tambor del agua brotando por las canales.
Me van a permitir que trate de dar forma a un pensamiento. Cuando arribamos a este barrio, cargados de esperanza, unos con más alegrías que otros en franca dependencia del lugar que dejábamos atrás, sabíamos que estábamos iniciando una nueva singladura junto con la isla. Hasta ese momento los barrios de Arrecife, salvo Valterra que tiene mucho paralelismo con Titerroy, estaban prácticamente integrados al casco primigenio de Arrecife, unos más cercanos que otros a las tres o cuatro calles principales de la urbe porteña. Arrecife tenía nomenclaturas como El Lomo, TahIche Chico, La Vega, La Florida, El Molino, La Puntilla, La Destila, La Barriada del Carmen, La Pescadería y una denominación más antigua o primitiva que era Puerto Caballo y Portonao.
Titerroy fue la primera y lejana gran barriada, la que para llegar hasta ella había que atravesar tierras vacías. El primer reto de Arrecife para extenderse lejos, ocupar los yermos, pedregosos y estériles campos de Maneje. La conciencia de ampliación y mirada futura de Arrecife la teníamos en la barriada, nos sabíamos especiales, colonos de nuevas tierras que había que domar y a partir de ellas seguir avanzando hasta convertir nuestra ciudad en una importante población. Al contrario que Valterra en Titerroy se dio cita gente de distintos y variados oficios entre ellos marineros, gremio que ocupó la práctica totalidad de la «barriada roja» y así como los habitantes de Valterra salían temprano rumbo a las fábricas y a Portonao, los de Titerroy se entreveraban con todos los oficios y en todos los lugares de Arrecife y de la isla. Era pues una representación exacta de todo el entramado profesional censado en la isla. Titerroy en sí misma era una pequeña ciudad, aunque en su inicio no tuviera ni agua corriente (tenía la instalación pero no el beneficio, por eso había que guindar el agua hasta la azotea donde teníamos el tanque) ni luz eléctrica, relegándonos al romanticismo de leer con luz oscilante de quinqués los libros de la infancia que iba a llenar nuestro imaginario, como los cuentos de Charles Perrault (nuestra bien amada y aprendida Caperucita), los de los Hermanos Grimm y el precioso andamiaje con que nos dotó para siempre el danés Hans Christian Handersen que en días recientes se han cumplido doscientos años de su nacimiento y aprovecho la ocasión para recomendar a los padres y a las familias que lean sus cuentos a los más pequeños, que es importante para fortalecer sus mentes y para dotarlos de un imaginario que vaya más allá del hecho simple y básico de pensar obviedades.
A la luz inquieta de las velas y las mechas y las linternas fabricadas con cacharros de leche condensada se movía la nocturnidad ociosa de Niteroi. A las calles se sacaban las banquetas y se arremolinaba la gente en torno a la palabra y se contaban las cosas, las más de las veces en tono de humor. Recuerdo en mi calle a Enriqueta y su capacidad para disfrazarse y reír y hacer reír, su humor era la bandera de Tisalaya. Y los chinijos podíamos estar en la calle, calle sin coches, sin peligros y nos untábamos la cara con salta pericos que humedecíamos con saliva hasta hacerle brotar un humo verde, fantasmagórico. E íbamos a la tienda y comprábamos, mira tú por donde, los polos de limón. Aquí arribar ocultos de la mirada del mar, los nuevos y flamantes habitantes del que aprendería a ser gracias a nosotros el nuevo y actual Arrecife.
En Titerroy, Arrecife, a 26 de abril de 2005