POR FÉLIX MARTÍN HORMIGA
La primera imagen de Valterra, me vino por la voz, era en aquella época una palabra extraña que todos pronunciaban y escribían corno dios les había dado a entender. Sabíamos, eso sí, que sobre el llano terroso y ensalitrado, en las cercanías de los faros de marcación de la entrada sur de Puerto de Naos, se estaba fabricando una barriada para los marineros y al poco tiempos vimos, y era difícil no verlo, varios bloques de viviendas pintados de encarnado, un rojo intenso que se veía desde muy lejos. Y efectivamente, allí fueron a vivir un gran número de hombres de mar y personas vinculadas a las factorías, que era el mar en tierra.
Pero vayamos más atrás. El municipio de Arrecife, probablemente el antiguo Elguinaguaria, la Bahía de los Islotes, tenía dos importantes puertos, con condiciones idóneas para el fondeo y carenado de naves. Uno de ellos denominado Arrecife o Puerto Caballos y el otro, Puerto de Naos, refugio ideal frente a los vientos del sur o majorera Si bien el primero contaba con asentamiento urbano, embrión que fue del actual Arrecife, el segundo, Puerto de Naos, sólo tenía talleres, salinas, herreros, calafates, etc., y una pequeña hilera de edificios destinados a estas profesiones. Así que, cuando surge Valterra, ésta viene a ser la ciudad de Puerto Naos.
Por ser una barriada gremial, distinta a otra de las barriadas de la misma época, como Titerroy, en Valterra, desde muy temprano, se pone en marcha un dispositivo social muy importante: el nivel de participación de los vecinos en cuanto evento tuviera lugar, era envidiado por todos los barrios. La gente de Valterra era callejera, en el buen sentido de la palabra. Tengan ustedes en cuenta que este humilde pregonero, nacido en el Callejón Liso, se fue a vivir a Titerroy y, sin embargo, pasó buenos momentos de su vida en Valterra, acogido por una parte de la familia. Así que la porción de vida que corresponde a la juventud, la pasé entre dos barrios muy queridos. Barrios que, luego, descubrí, se complementaban culturalmente, en uno el callejero atendía a los topónimos de la isla: Tisalaya, Tinache, Timbayba, etc., en Valterra se hacía manifiesto homenaje a intelectuales de la talla de Clavijo y Fajardo, Benito Pérez Armas, Dr. Alfonso Spínola., Fernández Bethencourt y Adolfo Topham Martinón, sin lugar a duda lo más exquisito de la isla y el orgullo de la cultura canaria.
La última calle «El Malacabado», un nombre de barco, marcando la línea marina del barrio.
Encierra Valterra uno de los tesoros más preciados de la cultura porteña. El hecho ya mencionado, de la reunión de marineros en un barrio, ha mantenido vivo grandes aspectos de la vida en el mar, sus usos y costumbres, algunas tan importantes como es la trasmisión de la memoria de un pueblo que vivía en el mar y gracias al mar. Valterra, fue el primer barrio de la isla dotado de un parque acuático, ahora que están tan de moda los acuapark. Y tenía uno de los mejores de Canarias; vuelvo a Puerto de Naos, al muellito, al carenero, rodeado de armazones de embarcaciones, de cuyas cuadernas colgábamos improvisados columpios, sogas que nos permitía trepar hasta las desvencijadas cubiertas y retarnos a los juegos de piratas, abordajes y demás peripecias de niños criados bajo la insistente mirada del océano aprisionado entre los islotes. Allí aprendimos geografía naval, los nombres de cada parte y piezas de los barcos: babor, estribor, amura, aleta, camareta, roda, codaste, aparejos… Su tripulación: patrón, contramaestre… Era como una escuela de verano, un constante recreo, un ir y venir de marea, salitre, golpes de los herreros y de los fundidores…Y nosotros, pequeñas criaturas de cabello revuelto, oxigenado, y piel encachazada de tanto sol y tanto baño, aprendiéndonos las lecciones, que a muchos les sirvió a la hora de esgrimir su profesión en aguas de Cabo Blanco. ¡Lástima que no supimos guardar esos espacios, para que las actuales generaciones conocieran no sólo el lugar de nuestros juegos, sino uno de los más bonitos puertos de Lanzarote! Hace poco tiempo han descubierto el muelle de Puerto Naos y, sinceramente, da angustia verlo así, rodeado de una raquítica porción de agua y fronterado por hormigón, más bien parece que le han quitado la tapa del cajón al muerto para que al verlo certifiquemos que está muerto de verdad. Un muelle siempre tiene vocación de atraque, si no tiene utilidad, si no se puede bajar por sus escalinatas para embarcarse, si ninguna embarcación puede colocar la estacha en el noray, entonces, no sirve para nada, no es un muelle, es una especie de decorado. Y nosotros queríamos que el muelle volviera al mar o que nos acercara el mar a nosotros, poder alongamos y ver el agua viva y rodeante golpear sus piedras.
Valterra, encarnada como una llamarada, sobre el llano de tierra polvorienta, acunada por el murmullo de un mar preñado de blancas velas y por la arquitectura, también blanca, de la sal amontonada.
En cada zaguán el oscuro fresco se dejaba arrullar por las voces roncas y distorsionadas de la costera…, las palabras del barco: navegando sin novedad. Y luego salir al llano y mirar hacia el lejano horizonte a esperar que los triángulos de lona se vieran destellar allá por Fuerteventura.
Pregonar, por lo tanto, a Valterra es como pregonar al mar, su fiesta íntima de olor profundo de mares inmensos, el gorgoteo musical del agua retenida en pequeños charcos del litoral, el subir y bajar del agua que como una lengua lame las escalinatas basálticas, el agua retenida en la geometría perfecta de las salinas, esclavizada allí, bajo el implacable sol, hasta convertirse en riqueza blanca y salada, alquimia que garantiza la perdurabilidad de los alimentos.
Traigo del pasado un recuerdo fabricado de banderitas de papel, banderitas de colores saltones, fabricadas en diseño de gallardetes náuticos, echadas al aire, pegadas con harina al hilo de bala que zigzaguea entre los bloques formando un túnel de colores y vibrando bajo la siempre presente brisa. Cada casa recibía un ovillo de hilo y una generosa manilla de papel, y cada miembro de la familia recortaba, pegaba y ordenaba las banderas. Y unos días antes de que la Virgen llegara, la barriada estaba perfectamente decorada, con el altar para ser recibida, con los versos de los niños… en una ocasión, recuerdo, que se habilitó un estanque, decorado como un trozo de mar, en aquella época en que se construía la Casa del Mar.
Y a la llegada de Nuestra Señora del Carmen, se congregaba todo Valterra y gente venida de cada pueblo de la isla, reunidos para celebrar y, sobre todo, agradecer la protección de la Virgen a quienes se aventuraban a la penuria y la tragedia del mar. Cada hogar llevaba clavado en lo más hondo el diario vivir con el mar. Y el mar siempre es desconocido, se mueve por leyes incomprensibles para nosotros; a veces está calmo como un plato de aceite y otras veces está alterado, violento, y se sube por arriba de sí mismo y hace naufragar las frágiles embarcaciones, dejando tras su paso una estela dolorosa de luto, prendido en las mangas de las chaquetas y en los corazones. Celebrar, pues, la onomástica de la Virgen, es también rendir homenaje sincero y doloroso a aquellos que un día fueron a vivir al fondo oscuro y fresco del amplio océano, dejándonos sólo la memoria de sus gestos de cuando vivos, de sus caras queridas, de sus palabras y de sus amores.
Valterra es como un barco que realiza la tarea de puntón, anclado en la orilla espera la llegada de los marineros, cansados de las duras zafras, agotados y rotos de tanto trabajo, de tanta penuria. Pero que al llegar aquí encuentran el descanso, el reposo esperado, y las voces de los chicos que cada día crecen más y más rápido.
Siempre he tenido un interés patente por la memoria de los marineros, he escrito infinidad de textos sobre ellos, en ocasiones los he fabricado a partir de algunos trozos de palabras y recuerdos, propios o de otros. En mi libro «El Rabo del Ciclón», intenté capturar una parte de la odisea del mar y su gente, y corno espero que este pregón no sea simplemente un grito de viva la fiestas, deseo leer alguna parte del libro, con la seguridad de ser trozos que también tiene que ver con la memoria de los que están aquí presente. Quiero, sin embargo, antes, animarles a seguir con la tradición, no sólo con la que tiene un carácter de relación religiosa sino también con aquella que se significa en el campo de la transmisión oral, con el aporte de la memoria y recuerdos del pasado para que las actuales y futuras generaciones se vean obsequiadas con la historia de su pueblo, pues la tradición es, en definitiva, lo que enlaza lo pasado con lo porvenir, garantizando que un pueblo tenga su historia y no pueda ser borrado del mapa.
Aquel antiguo barrio encarnado, ha crecido, se ha desparramado ocupando los llanos vacíos, arrimando sus casas a las que antes eran la última casa de Arrecife, formando un todo con el casco antiguo. Así, se podría decir, que Valterra hizo ciudad a Arrecife, creándole la zona Este.
Han pasado muchos años, unos treinta y cinco, desde aquel asentamiento. Las familias han crecido, los hijos se fueron de la casa materna para crear nuevas familias… aquel rebullicio de chinijos hoy peinan canas, algunos se han convertidos en abuelos y abuelas. Se ha pasado por épocas distintas, unas más alegres que otras. Mucha gente querida se nos ha ido para siempre, dejándonos un dolor profundo. Pero aquí queda Valterra, para llenarnos de recuerdos, para compartir tardes alegadoras de café; y es una maravilla contemplar a los chinijos corretear por el parque, o emprender camino en el llano hacia la playa de la Arena, a la que íbamos antes trotando entre salinas, con los gritos de los mayores para que los chicos no se acercaran al hoyo o corral de los cochinos.
Hoy estamos aquí rememorando algunos pasos por el tiempo. Algunos recordarán las antiguas y primeras fiestas, las caminatas hacia la Explanada para embarcarnos y casi pelearnos para ir con la Virgen, el asomarnos para comprobar por qué parte de la calle Pérez Galdós, venía acercándose el cortejo, subiendo la cuesta; ir a los actos de la Casa del Mar o al ciclo de cine y conferencias en la Escuela de Pesca; la deslumbrante llegada al muelle Comercial y la entrada ala Boca del Muelle, entre lágrimas brillantes de fuegos artificiales y tracas y casi todo Lanzarote allí reunido viendo como Valterra entera desembarcaba con la Virgen, podríamos decir su Virgen, y se adentraba por las antiguas calles de Arrecife.
Honremos pues a Valterra por su vocación marina, por su buena gente, por su participación plena en la construcción del Arrecife moderno. Yo lo hago ami modo, recordando los alegres y buenos momentos vividos aquí y terminando, como ya dije, leyéndoles un relato que tiene mucho que ver con la infancia y los recuerdos de lo que fue un hogar lleno de costeros.
(Lectura del «Sancocho»)
El sancocho
El olor al sancocho llega hasta el zaguán, un olor caliente que despierta el apetito. Batatas nuevas, de corteza roja, casi violeta, y pulpa blanca como las sábanas sin estrenar; y el cherne, que, hasta crudo, da ganas de llevárselo a la boca.
La cocina, al fondo del patio, con la puerta mil veces pintada, disimulada bajo la escalera que da a la parte alta. La claridad del patio con los muros albeados obliga a engruñar los ojos.
Es septiembre, el mes del Pino, con sus mareas grandes, cuando da gusto mariscar y traerse a la casa unas buenas docenas de almejas.
Mi hermano mayor ha dado petróleo a las vigas y al piso de la alcoba grande, y ni tan siquiera ese olor tan penetrante es capaz de robarle protagonismo al aire caliente del sancocho.
Hoy comeremos en el patio; los chicos lo hemos limpiado y las losetas rojas parecen recién puestas. Sobre la estera grande se colocarán las viandas, el queso de Femés con su sabor sureño, las frutas pasadas de Testeina y el vino que un conocido de San Bartolomé le regaló a mi padre, un tal Gil, que navega con él y que siempre nos tiene bien avituallados de un buen garrafón de caldo áspero, pero gustoso, con sabor a madera y color de coñac.
En el lebrillo melado mi madre ha vertido el sancocho, después de tirar el agua sujetando bien con un paño la tapa de la caldera y echando la cabeza hacia atrás, para que el humo caliente no le queme la cara. Siempre echa el agua en una esquina del traspatio, lejos de una hilera de hojas manchadas, para que el calor no las atufe.
Sentados alrededor de la estera, damos buena cuenta de los manjares. Los grandes relatan sus cosas, hablan de sus trabajos y de asuntos familiares, todo entre bromas. Mi padre asiente, habla poco; debe de ser una imagen del poder: él es quien manda y no tiene necesidad de hablar. Mi madre, atenta, le sirve las mejores partes del pescado y nos mira severa cuando los más chinijos hablamos. Nosotros no tenemos ningún poder, pero debemos estar callados.
La familia es grande, pues también están mis tíos y sus hijos. Mi tío ejerce su parte de poder con los suyos. Mi tía, igual que mi madre, también le selecciona la comida.
Es hoy un día especial, ya que en la madrugada, con la marea, zarpará mi padre para La Costa, así que ésta es la última comida con él hasta que vuelva de nuevo.
Ayer por la tarde, poco después del mediodía, fuimos al muelle para ver el barco. Estaba fondeado y nos acercamos en una de esas lanchas sin quilla en las que hay que singar. El barco olía a marea más que el propio mar, como si de tanto navegar le hubiera robado el espíritu amplio al océano. No es un barco un objeto construido por trozos, es algo íntegro como un animal que se ha dejado domesticar; todo tiene vida en él, hasta las capas de óxido de las cadenas y las manos de pintura de la camareta. Bandea suavemente, da gusto ver esa danza de toda la flota, cabeceando por los débiles rizos del mar de la bahía.
Estuvimos sentados en la popa. Los mayores bebían café en unos potes grandes de aluminio, invitados por el cocinero, un hombre grueso con pinta de bonachón, casi calvo y totalmente viudo, que, a su vez, hacía de guardián.
Hacia La Pescadería se pueden ver las cachuchas de Ginés Fuentes, cargaditas de chopas. Cada mañana, tempranito, Tomás se acerca a ellas y abastece el mercado. Al final del sancocho, y como algo especial, mi madre nos ha dado la sorpresa con un aromático bizcochón, de esos que tienen un agujero en el centro. Trae también los envoltorios de la mantequilla que usa para que no se pegue a la caldera y los pone en la estera porque sabe que a los chinijos nos encanta raspuñar la película que se queda adherida. El bizcochón está en flor en su parte alta y más requemadito y duro; es todo un placer el sabor como a fuego de esa cáscara dulce.
Luego, vino el café, tostado en casa. Hasta los más chinijos bebemos café, y nos gusta meterle dentro trocitos de queso para sacarlos con la cucharilla y comerlos al tiempo que sorbemos la bebida oscura y olorosa.
Mi padre se ha ido a la alcoba; a partir de ese momento cualquier ruido es castigado severamente. Los mayores han vuelto a sus trabajos y los pequeños nos vamos a sentar en las escalinatas del Muelle Chico; desde allí contemplamos la flota y construimos mil historias sobre el mar.
Triste mirador, la popa
¿Para qué el tiempo vivido? Ya ni vale la pena mencionar los momentos de sombra, cuando alegremente se espatarraba al cobijo del muro que circundaba el aljibe.
Este territorio nuestro es hijo del sol, que muestra, en forma de requemadas lavas, las costras de su nacimiento, como cuando nuestras madres guardaban en una caja de fósforos, envuelto en gasa, el trocito seco del cordón umbilical, la parte que se nos quedaba en el ombligo.
Los años pasan. Es una música que a veces parece rompernos los tímpanos, y otras hay que aguzar el oído si queremos escuchar algunos compases. Hemos vivido amargamente, sujetos a la naturaleza, como una broma del día de los inocentes. Para variar, hemos cantado en ocasiones y en ocasiones hemos defendido nuestra felicidad.
El vaso de vino, arqueología frente a los «cubalibres», «gintónics» y demás, apenas le resuelve a nuestro hombre su amargarse, su viaje a través de la memoria de los malos recuerdos, «de la vida», dice.
Apenas con doce años conoció el inmenso mar, marea sin costas, azul, azul, azul… Un muchacho despuntando a las preguntas y, sin embargo, callado, con aquellos sus ojos, grandes como el continuo balanceo y como cuando la mar en calma aleja al horizonte y lo funde con el cielo, en ese momento en que a él le parece habitar en una bola de cristal y siente miedo de que alguien la agite y haga volar su cuerpo sobre la cubierta del barco y le estampe contra el vidrio del firmamento.
Un fuerte temporal los cogió por medio cuando faltaba un día, si acaso, para llegar a puerto. Habían salido con buen viento de La Güera y comenzó a ponerse mal apenas avistaban Fuerteventura. El velamen cantaba su sufrimiento y parecía que los maderos saltarían de un momento a otro. Mar abierta en profundos colores y leche hirviente, espumerío de la rabia de Poseidón. El buque cortaba el mar hundiéndose en él como un cuchillo, estallando en cada golpe de quebranto.
Haciendo no se sabe qué historia de arranchamiento, tarea peligrosa, estaba el padre en la popa. Todos observaban desde la camareta. De pronto, un golpe de mar, que más que golpe parecía mar entero, lo cubrió de espuma rabiosa y lo sacó limpio sobre su cresta, dejándolo caer en la estela, como una semilla en un surco. Se paralizaron los ojos y la boca se agrandó en terror y los gritos habitaron los cielos, pero el barco, sordo, siguió su marcha violenta. El patrón, temeroso, calló su corazón. La tripulación bajó la mirada y se tragó el llanto. Él se fue a la popa y se mantuvo, sin agarrarse, viendo a su padre hacer señas, pedir ayuda. Oía las voces de los hombres llamándole a la cordura y cada voz le obligaba a cerrar los puños en gesto impotente de rabia; el mar salpicado le confundía las lágrimas, pero no el dolor rojo de los ojos. Al poco, el padre dejó de’ ser, se trazó como punto oscuro del tenebroso mar.
Al socaire de Fuerteventura y más amainado el viento, la embarcación recobró su seguridad. El patrón quiso consolarlo alegando el peligro que hubieran corrido todos de haber hecho la maniobra de rescate con semejante temporal, y, él, a cada sonido de las palabras, asentía, como si entendiese. Jamás le habían, en todo el tiempo de la zafra, tocado tantas veces la cabeza y rebujado el pelo como ahora; pero no había consuelo, la mudez lo habitaba y en su alma se había abierto una herida que jamás cicatrizaría: «Dejé ahogar a mi padre».
Ahora, ¿cuánto tiempo ha pasado? Lo sabe perfectamente: cada día ha sido un martirio, una lucha contra la pesadilla única. Estaba recordando el frescor del muro del aljibe y ese alegrar de las lerdas del verano y la escuela… los pocos instantes que recuerda con cierta felicidad, todo ocurrido antes de su primer viaje a Cabo Blanco.
Contrario a la lógica del consejo y a lo de que «para muestra, un botón», él no dejó su oficio y después de cada zafra de la corvina, cuando navegaban a la altura de aquél triste y lamentable suceso, se sentaba en la popa y como desde un balcón contemplaba la estela de la balandra, esperando, tal vez, encontrar una entrada al tiempo o despertar de un sueño que le devolviera, ya con los ojos abiertos, el rostro de su padre, aunque estuviera con su característica seriedad.
Envejeció en la mar, arrullado por el botar insistente. Fue testigo de la modernización de la flota. Llegaron los motores, las nuevas pescas, maquinarias sofisticadas, jóvenes patrones salidos de las escuelas que no sólo sabían leer y escribir, sino interpretar grafiadas cartas marinas y hacer cálculos trigonométricos. Y él navegó con ellos, hasta envejecer. Aquellos tripulantes de la navegación de la desgracia se jubilaron y la mayoría murieron.
Hoy es un misterio para casi todos que «El Viejillo», como lo llaman, se siente en popa, allá por un cacho de mar antes de Fuerteventura, y sus ojos se abrillanten de lágrimas.
Y terminar como terminan siempre estas cosas: Que pasen unas felices y alegres fiestas y que sean unos buenos anfitriones y amigos de todos cuantos se acerquen a celebrarla con ustedes.
¡Viva Valterra!
Antonio F. Martín Hormiga Valterra, julio de 1995.