Pregón de Ntra.Sra. del Carmen (Valterra) 1986

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 POR  D. AGUSTÍN DE LA HOZ BETANCORT

 agustin hoz

 He crecido en el mar y la pobreza para mí fue fastuosa; después perdí el mar y todos los lujos se me volvieron grises, la miseria intolerable. Desde entonces espero…

Camus

I

No me es fácil venir a pregonar lo que ya está suficientemente pregonado. Perdóneseme, pues, esta salida aventurada y, por lo mismo, excepcional. En situación tal, confieso que llego a la palestra sin el más remoto ánimo protagonizador, supuesto que nada nuevo pretendo descubrir y, muchísimo menos, explicar. Evidentemente la tarea no es sencilla. En cada edad, si no en todos los tiempos, se venera aquello en que se cree verdaderamente, sin presiones ni anatemas inquisitoriales, ajustándose no más que a sentimientos espontáneos, como una antigua esperanza instalada en lo más íntimo del ser humano y, por tanto, al servicio de ese algo profundo y esotérico capaz de acallar los clamores de su corazón y llenar el tremendo vacío de su vida insignificante, pendiente del mendrugo y en perpetua indefensión. En los viejos textos que contienen los mitos «navegantes» y en aquellos que; abrumadora y soberana mente, exaltan la «cristiandad vasallística» en la mar -donde, por la fuerza de la fe y del sentir popular, se asumen cultos supersticiosos y hasta de signos perturbadores- todo está de antemano descubierto y aclarado. Estoy’ muy lejos de pensar, y lo pienso desde mi intimidad más secreta, que este obligado pregón ¬apenas organizado e iluminativo, pero de recta intención- pueda su» mar un ápice de relevancia a cuanto están exaltando todo el tiempo, todas las horas, noches y días, y con entera pureza, Ios arriesgados trabajadores del mar: su creencia sencilla, vigorosa y tradicionalmente conducida, muy útil y oportuna, sin, vacilaciones ni extravíos, en la milagrosa intercesión de la Virgen del Carmen.

Lo importante para la gente de mar es la fe sincera, no «falseada», apasionadamente segura, de significaciones reales, y todo lo demás añadiduras y folklores tardíos: también quizás, efusión interna -especialmente cuando se siente acechado por posibilidades dramáticas-, y una cierta, confusa mezcla de agónica desesperación y loca esperanza. Pero, lo que importa al buen pescador es la fe, que Dios es padre, mientras hierve y aúlla la mar como si demandara ese tributo anual de vidas humanas, que tos bravos marineros pagan inexorablemente al océano que les da el sustento.

Queda claro, en lo dicho, que no se trata de proclamar aquí lo que nuestros marinos, en aras de la experiencia y el sacrificio, están glorificando desde el fondo de las edades, en transmisión milenaria, anticipándose, claro que sí, a sus inveterados temores y ansiedades: la soledad, la queja y hasta la imprecación. Nuestros viejos lobos de mar, convencidos de la inutilidad del propio esfuerzo contra el destino adverso, buscaban desesperadamente otra eficacia en que apoyarse; alguien a quien encomendarse, de manera que así fortalecían la creencia y el fervor, cómo acto de fe y de esperanza, a la vez que sentían la seducción -y casi nada más – del resplandor de una luz protectora, cuyo poder, se extendía más allá, mucho más allá, de los luceros y de la rosa de los vientos. El marinero navegará desde entonces bajo su amparo: «Si tu barco amenaza zozobra, mira la estrella del mar… » Solo, en la oscuridad y en la turbulencia, sin esa luz, se hallará desanimado y dramáticamente perdido, y, en rigor, nada podría inspirarle más confianza que el punto donde su fe, contempla la maravilla, exactamente allí donde surge la iluminación tras la singladura peligrosa. Sí, y desde ese instante, la gente de mar encontró la compañía, que, en adelante, y para siempre, demandará en las tragedias del mar y en el último aliento de su vida. En este sentido, no creo necesario rememorar aquí la vergonzante cenefa de luto, digna de llanto, donde periódicamente se inscriben las crueldades e indefensiones que han padecido en carne propia, y aún padecen, los esforzados pescadores nuestros, tan brutal e injustamente sometidos a su destino ineluctable, sin más intermediario ni esperanza que su buena fe confiada a la Virgen como valedora, siempre al ritmo vital de su existencia menesterosa, apabullada, en grave quiebra, y del .vacío latente y destructor que les queda -insolente e insultante- entre las ideas de su razón y el trabajo de sus manos.

El pregonero puede ser también -¿por qué no?- un creyente a machamartillo, simple y confiado, por supuesto, y, como cualquier pescador de alma candorosa y transparente, tener muy arraigadas sus «experiencias» desengañado ras -a las que su pesimismo incorpora, a veces, «ambientes» legendarios- y, por lo mismo, sus propias «razones» en que apoyar realmente los sentimientos de su fe -más real que todas las «realidades»-o, si se quiere, la necesidad razonable, muy humana, de no dejarse anegar por la zozobra, tanto si vuelve sus ojos hacia la incuria del pasado -auxiliada únicamente por la «caridad suma», a quien recurre con apasionada seguridad-, como si alcanza a identificar, en la luz incierta del lejío, los broncos e incontenibles maretazos del futuro, en cuya cresta desmesurada é inestable ya no le será posible mantenerse.

Los trabajadores del mar, qué duda cabe, están pagando muy caro su antiguo heroísmo en la diaria aventura de a bordo, supuesto que jamás pretendieron colocarse al frente de nada, sino más bien detrás de todo, -me parece indispensable decir que al socaire del talan- te marinero maduró la incipiente burguesía-, disminuyendo su vida en pro de la comunidad y contribuyendo, sin tregua, a que ésta alcanzara su normal proceso evolutivo; más aún, si nuestro pescador no se hubiera abierto paso en Ia mar, desviviéndose, soltando cabos y tantísimas energías esperanzadoras, sin discutir nunca las virtudes de su abnegación, muchas realidades recientes sería hogaño muy distintas y otras, tan actuales y aplaudidas, habrían retrocedido fatalmente por la vía «renovadora» del caciquismo embrutecedor e implacable. Sin embargo, su grande y sublime entrega nada recibió, a cambio, siendo como fue protagonista decisivo e indispensable en los logros iniciales de nuestra economía y, por tanto, de las transformaciones sociales, que, como característica de un pueblo embarcado en la mar -resistente a muchas dentelladas-respondía siempre mayoritaria mente a todo tipo de actividad que creyera le pertenecía, y no a una minoría, como así había ocurrido en ciertos sectores anquilosados y negativamente sostenidos por la rutina «ilustrada» de muchos años atrás … Los trabajadores del mar supieron salir a sus duras faenas y salieron para poder sobrevivir -y de qué manera singular- en un suelo pobre y aislado, enraizándose no en la ambición sino en el riesgo, en su actitud estoica y en su estilo ético de la vida, que, hoy por hoy, se echa por la borda y se diluye sobre un mar extrañado, turbulento, que ya no es el suyo, y donde todos, absolutamente todos, actúan con oportunismos y hechos consumados. El fuerte oleaje del presente, plagado de tiburones y aves de rapiña, arbola de fachendas, y terrores aquellas azules praderas fronterizas y provoca, a más de sensaciones pavorosas, todo ese turbio arruaje que nos llevará amedrentados a donde quiera y no adonde habíamos estado afirmando, durante siglos, y en noble acto de fe; nuestra propia personalidad ante la mar amiga, la mar pacífica de nuestros antepasados, siempre azarosa, siempre renovada; donde toda semilla daba su fruto.

II

En este fin de siglo iconoclasta, aunque muy devoto de ídolos menores, que todo lo quiere transformar y atomizar, creo conveniente acreditar un hecho cierto, que nadie Iiberalmente me puede negar: los trabajadores del mar fueron siempre, y siguen siéndolo, .en su mayoría, hombres de bien, de sólidas costumbres y de grandes devociones. No hará falta ningún alarde de raciocinación ni alegatos teóricos para demostrar que, a pesar de la inquietante época actual -uno de tantos dientes de sierra en la historia de la Humanidad-, la creencia verdadera del pescador continúa siendo un acto de fe y de esperanza, una animación constante, necesaria, frente a su personal e intransferible tendencia a la orfandad y al desánimo. Lo iremos viendo.
Pero vayamos antes, como de pasada, a la historia de la religiosidad en la mar. Ya con anterioridad al Cristianismo, los navegantes púnicos y griegos, románicos y nórdicos, ilíricos y orientales, rendían ofrendas y oraciones para que les fuera propicia la gran aventura de la primitiva navegación. El simbolismo bíblico de la travesía de Jonás se identificaba con la misma idea e incluso, sobre la ballena del profeta, se llegó a esculpir una figurita iluminada, como norte y guía… Durante el periplo de Hannon, cartagineses y gaditanos fundaron frente a estas islas varios santuarios. Los exvotos a Isis, Hera y Poseidón o Neptuno, constituían en la cuenca del Mediterráneo tesoros de muchos talentos de plata y oro. Magos y alquimistas, que en tierra habían realizado «maravillas» de racionalización del absurdo, fallaron estrepitosamente cuando se acercaban a bordo de monstruos marinos (“islas vivas»), a los misterios del mar … Y en las sagas escandinavas, tal vez las más bellas estrofas son las dedicadas al ubicuo y multánime Odín, luz y guía de los vikingos.

Después del Cristianismo, la piedad mareante se dirige a las Vírgenes y los Santos de la nueva fe. San Erasmo -el Sant Elmo o San Telmo castellano, que fue un obispo itálico del siglo V- atrajo en seguidas las devociones de los marineros. A lo largo de quince siglos, muchas veces se le ha presentado en tablas y estampas con un barco en una mano y una luz en la otra. El barco era la marina, y la luz -guía y amparo a la fosforescencia que a veces cabrillea en los topes de los mástiles, que por eso se llama «fuego de San Telmo». Pero este San Erasmo, o Elmo, fue confundido por la indocta piedad de los navegantes medievales con un santo español, San José González Telmo, natural de Galicia, y enterrado en Tuy, que fue varón ejemplar y confesor de Fernando III, el santo Rey que en el siglo XIII ganó Sevilla para la Cristiandad con la ayuda de unas pocas embarcaciones galaicas, vascas y asturianas.

La Virgen -dentro de la gran tradición mariana de los pueblos evangelizados- fue también ven eradísima por los hombres de la escota y el remo. Santa María, la madre de Dios, la gran Madre, será primero la patrona de los «navegantes», extraños sujetos que tenían mucho más de esotéricos que de marineros, y después protectora de la auténtica gente de mar … «Mira la estrella, invoca a María». Y la Virgen fue invocada por los pescadores en peligro, que ofrecen curiosos exvotos, réplicas de las embarcaciones que habían escapado milagrosamente al naufragio gracias a la intervención de la Señora, y la Virgen recibe el sobrenombre de “Estrella Matutina», que Se convierte, en seguidas, en Stella Maris, verdadero Norte de la esperanza marinera. Ello está demostrado, documental y plenamente, a escaso tiempo de este hecho, es decir, en el reinado de Alfonso X el Sabio, cuyo «Códice de las Cantigas» denota el deseo de que las popas de los barcos de cierto porte estuvieran asocadas, como doseletes, para resguardar la imagen de la Virgen, «Maris Stella», de que eran devotos los mareantes y ante la que cantaban la Salve todos los sábados.

Así surgieron esas Vírgenes litorales, cuyos santuarios florecían como plantas de recia piedad a lo largo de las quebradas costas europeas y en los refugios playeros -«marcas» de salvación- de las islas atlánticas: Virgen del Buen Aire, Virgen de la Guía, Virgen de la Luz, etc., y nuestra sorprendente Virgen del Buen Viaje, una preciosidad humilde en su altarcito del Mojón, y, sobre todas, la Virgen del Rosario, o de La Naval, la más venerada por los antiguos mareantes, la que llevaba en su galera el príncipe don Juan en la batalla de Lepanto, «la ocasión más alta que vieron los siglos», al decir de Cervantes, que peleó en ella.

Pero la Virgen del Carmen no aparece durante mucho tiempo entre nuestros marineros. Es una devoción tardía en la península ibérica e islas atlánticas, y ello a des-pecho de las andariegas fundaciones carmelitanas. Hay que llegar al siglo XVIII para encontrar los primeros antecedentes. Fue por entonces -mediada ya esa centuria¬ – cuando la Virgen del Carmen se incorpora a las nobles y buenas costumbres de la gente de mar, y se instala tan fuertemente en sus corazones sencillos y limpios que llegan a invocarla -permítaseme la expresión -más que el mismo Dios.

III

¿Cuándo llega a Canarias, a Lanzarote, el culto a la Virgen del Carmen? Nadie podrá saberlo. Pero es razonable suponer que arribaría a bordo de los barcos en ruta, cuyos patronos y nostramos impulsaban y difundía por todos los puertos la nueva y bienhechora devoción. Hay que reconocer -y no si asombro–, según cuentan las viejas crónicas, el altísimo lugar que, dé repente, otorgan nuestros pescadores a la Virgen del Carmen en sus imploraciones. Hasta no hace muchos años las Cofradías lanzaroteñas estaban llenas de exvotos, desde el valioso arcón de roble y plata, hasta la hermosa goleta, adredemente desarbolada, y que representaba el suceso de la milagrosa intercesión. Y «Aleluyas del Mar», toscas oraciones y fervorosas promesas -exageradas las más-, mediante las cuales los hombres más extraordinarios se encomendaban a la Virgen para que les sacara de los innumerables peligros del mar. Tengo ante mis ojos unas notas de un viejo patrón:

«Cuando había mal tiempo no podíamos pescar, y todos nos reuníamos a bordo para rezarle un rosario a la Virgen del Carmen», Y añade, haciéndome más vivo su recuerdo de personaje admirable: «Muchos marineros de otros barcos canarios y palmeros venían al nuestro (lanzaroteño) porque decían que lo hacíamos con más devoción y mejor que ellos”

Por eso con ser tanto, no fue todo. Sabido es que la Virgen del armen se representa gráficamente sacando a los “pobres difuntos” del Purgatorio. Y la devoción a las ánimas – a los muertos – era común y arraigadísima entre los pescadores y marineros. Aquellos intrépidos lobos de mar, que vivían en constante riesgo -a veces, manejados por la ignara superstición- se ocupaban mucho del «arduo negocio de la salvación», como diría el clásico. Se preocupaban, además, de la llamada «Santa Compaña», o almas en pena, cuyos cuerpos habían desaparecido en las profundidades marinas y que, sin tiempo ni arrepentimiento, vagaban por el océano en pecado mortal, en un puro lamento, confundidas sus fúnebres demandas con el ronco mugido del mar… Y la Virgen del Carmen, que ya tenía su escapulario, tendía hacia ellas su prenda salvadora, a modo de escala, para rescatarlas del Purgatorio. Así se fue propagando por puertos y embarcaciones la devoción a esa Virgen nueva, que abogaba por las Ánimas de los marineros muertos a golpe de ola o a golpe de traición.

Arrecife sería, qué duda cabe, el eslabón maestro donde se apoyaría el culto a la Virgen del Carmen, supuesto que el Puerto de Naos, a más de ser por entonces el mejor refugio de las Islas Canarias, era también invernadero de las flotas españolas y el punto de partida hacia la costa frontera.

En 1874 se funda en Arrecife, en la Iglesia de San Ginés, la Cofradía del Carmen, cuyos Hermanos Mayores, don Rafael Pérez y dña. Concepción Martinón, comenzaron a exteriorizar la devoción a la Virgen con éxito notorio, de manera que muy pronto superaron la antigua tradición de las Fiestas de la Naval del Rosario. En 1881, la Cofradía ya tiene sede propia, sito en la Plaza de la Iglesia, núm. 8, en una propiedad de don Gonzalo Carrasco. Pero será a comienzos del presente siglo cuando las Fiestas del Carmen alcanzarían su mayor rango y popularidad, de suerte que su» procesión entre las «barras» y calles del Puerto, según’ consta, ya era la más famosa «bullanga» marinera que conociera en toda su historia el Arrecife. En 1884 se aprueba su Reglamento, según el mandato episcopal firmado por don José Pozuelo y Herrera, pero, en cambio, cuando fue «Hermana Mayor doña Guillermina Topham, Secretaria, doña María Antonia Ramírez Hernández, y Tesorera, doña Braulia García de Miranda, la Cofradía del Carmen hubo de suspender la «Sesión de Hombres», inicialmente nutrida por más de un centenar de cofrades. Ausencias y filosofías que, al parecer, venían de muy lejos…

Digamos, por último, que Teguise tuvo una bien trabada Cofradía del Carmen hacia el año de 1729 y que contribuyó eficazmente a la difusión del nuevo culto. También, hoy, en casi todos los pueblos costeños de Lanzarote -incluido el de la octava isla- existen ermitas dedicadas a la Virgen del Carmen y sus procesiones marítimas adquieren cada vez más importancia y, sobre todas las cosas, más sincera y fervorosa adhesión.

Quede aquí este obligado pregón, ya digo, apenas organizado e iluminativo, pero, de todas las maneras, no quisiera acabar sin proclamar que Valterra, el antiquísimo Lomo, es la barriada marinera por antonomasia, la que más ha sentido las tradiciones, las alegrías y las penalidades de los trabajadores del mar. El Lomo, el viejo barrio, es algo así como un retablo marinero de varios matices y tonos. En él veo multiplicidad de ellos, como en diorama, porque, en todo caso, será siempre un relicario de recuerdos en la historia de la ciudad.

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