POR DIMAS MARTÍN MARTÍN
(Leído por Celso Betancort)
Mis primeras palabras tienen la obligatoriedad del agradecimiento, pues es para mí un honor y un auténtico placer estar compartiendo este rato con ustedes en una barriada que ha sido mi barriada y de la que guardo los suficientes recuerdos como para que siga siendo mi barriada: un lugar levantado y mantenido por el sueño, las ilusiones y la esperanza de gente humilde y trabajadora; gente que le dio el sentido de habitado al generoso océano y extrajo de él los alimentos con que paliar el hambre de toda la isla, en aquellos tiempos duros en los que la secular sequía se adueñaba de los campos y los carbonizaba, matando todo incipiente verdor y reduciendo los frutos de la tierra a la nada más angustiosa.
Así que hemos de agradecer a los hombres del mar su entrega sin límites y recordar a aquellos que en ese empeño sufrieron y a los que nunca pudieron volver, pues el mar los llamó a su seno y los convirtió en habitantes del fondo oscuro y desconocido.
Y cuando hablo de mar estoy hablando de nuestro litoral, nuestra orilla ornamentada de pequeños pueblos costeros y especialmente de Valterra, pues aquí se asentó la más importante población marina de la isla y de trabajadores de las factorías conserveras. Si a esta barriada le hubieran puesto a una calle de una esquina el nombre de proa y a la opuesta, popa, se hubiera removido de los cimientos y encaminándose hacia Portonao se hubiera echado al mar, y estoy seguro que no habría mejor barco y mejor tripulación en todo el ancho océano.
Pero hay algo que a mí me gustaría destacar de este barrio, de una forma muy especial, y es su espíritu social, su grandiosa capacidad para colectivizar. Aquí nadie hace las cosas a solas, sin apoyo, sin comprensión, aquí por el contrario la gente se une y pone en marcha lo que sea, por recordar puedo recordar asuntos tan sencillos como el reparto de hilo y papel de colores para elaborar las banderas con las que engalanar la barriada para recibir a la Señora del Mar, nuestra Virgen del Carmen, que en este lugar siempre fue recibida con el mayor entusiasmo y devoción. Difícil era no aprender de ese espíritu, pues se derramaba por el aire la voz del barrio, no la de fulano o mengano, sino una voz única, salida de las gargantas de todos. Es desde ese momento y, probablemente de manera embrionaria, cuando comienza a habitar en mí el deseo de participar en la construcción de un Lanzarote que tuviera en cuenta la importancia del esfuerzo y del sacrificio de las gentes humildes, marineros y campesinos, auténticos forjadores de la sociedad que hoy disfrutamos, alejada del espectro del hambre y de la miseria, pero en la que hay que estar en constante alerta, sobre todo para que estas condiciones que hemos obtenidos no puedan ser puestas en peligro por desaprensivos y por los egoísmos. Es importante que cada uno de nosotros pensemos y actuemos como si fuéramos la isla, de esta manera no permitiremos que nos lleven por caminos oscuros y nos metan de nuevo en el saco de la emigración. La primera tarea de un lanzaroteño consiste en amar a su tierra y a su gente, en disciplinarse en el comportamiento de respeto a la naturaleza, el medioambiente y la calidad de vida, pues son ésas las cosas que aportamos al mundo y especialmente a todos los que nos visitan.
No hagamos, sin embargo, de la isla una religión cargada de fanáticos; no la tengamos como escudo frente a las otras islas. Ninguna es mejor que otra, todas son buenas y, además, son las casas de nuestros hermanos. El mar que nos separa puede ser convertido en el mar que nos une y así, practicando la solidaridad y el respeto, seremos capaces de construir Canarias, la meta más preciosa y necesaria a la que todo canario debe aspirar. Así he sabido entenderlo, y con el grupo al que pertenezco hemos elaborado un proyecto cuyo objetivo principal es la edificación de un Archipiélago dotado de una economía y una cultura sana, que quede garantizado y preservado para el disfrute de las generaciones venideras. Hace escasamente un mes que se han cumplido los cincuenta años desde que el primer avión de pasajeros, un junkers de la compañía Iberia, aterrizara en la pista de Guacimeta; desde ese momento, en que los tres pasajeros pisaron tierra lanzaroteña, hasta la actualidad, en que recibimos cuatro millones de visitantes al año, en esta isla han ocurrido muchas cosas y hemos despertado el interés de muchas personas de distintos y distantes países. Lanzarote se ha convertido en el destino ideal de un gran contingente turístico. Y todo ello ha sido posible no sólo a manos artísticas, sino a un pueblo sencillo que entendió que debía apostar por huir con toda rapidez de la miseria. Y lo supo hacer bien, pues no sacrificó su territorio practicando una política de tierra quemada y destrozos irreversibles, sino que por el contrario creyó en el potencial de su cultura y su paisaje y se planteó conservarlo como industria, un acierto que supuso un avance económico importante y permitió una tranquilidad que nunca se había tenido.
Los resultados han sido generosos y variados, el más importante ha sido, sin lugar a dudas, la abolición de la sociedad de privilegios que empujaba fuera del plato y de la educación a todos aquellos que no pertenecían a su familia. Hoy tenemos una sociedad más sana, más equitativa, más justa y por ahí están ejerciendo las profesiones que quisieron tener de propia voluntad, aquéllos que estaban, exclusivamente y sin remedio, destinados a Cabo Blanco o al arado. Y no estoy diciendo que estos trabajos no sean dignos, sino que para ejercerlo se ha de tener la voluntad y el deseo, y si es por obligación, la obligación diseñada desde la supervivencia, entonces es una forma soterrada de esclavitud y de trabajos forzados que hace más ricos a los dueños y menos felices a los obreros y, además, es un paso atrás que no nos merecemos después del enorme trabajo realizado para obtener dignidad y respeto.
Desgraciadamente, algunas cosas buenas también quedaron atrás, en el olvido. La ventaja que tenemos es que desde nuestro tiempo, desde el aquí y ahora, somos capaces de reconocerlas y por lo tanto podemos rescatarlas. Hablo de nuestra tradición, de aquello que nos sujeta al territorio y a la familia, lo que hace que tengamos una cultura del entorno. Evidentemente invito a los jóvenes a que asuman ese compromiso, ha de hacerse un rescate, antes de que sea demasiado tarde, de todas las costumbres y modos de vida de nuestros antepasados, de sus aportaciones en el campo de la música, el baile, el canto, los diferentes trabajos artesanales, herramientas, útiles de pesca y de labranza, formas peculiares del lenguaje, anécdotas, vivencias, creencias, y el marco donde se desarrolla todo lo expresado como es el territorio y todo lo construido sobre él, salinas, molinos, viviendas, maretas, caleras, etc. Y digo: «antes de que sea demasiado tarde”, porque nadie ignora que esos conocimientos habitan en la memoria de los miembros más ancianos de nuestra sociedad.
Ya no somos un pueblo ingenuo y encandilado por las modernidades consumistas que hizo que cambiáramos los muebles de caoba por la fría formica; Ahora tenemos mejores y más sanas interpretaciones de la cultura propia yeso ha hecho que se eleve nuestra auto estima, pues a nadie le ofende, por el contrario lo enorgullece, que seamos hijos de costeros y de campesinos que no conocieron de las palabras y de las letras otra cosa que no fuera una oración fervorosa, aprendida de memoria, para sobrevivir en los momentos de angustia, frente a un mar embravecido o frente a la sequía continua.
Palabras a la Virgen del Carmen, en los momentos en que el mar se hacía extraño y golpeaba a las embarcaciones hasta hacerlas naufragar. Oraciones encendidas para que el manto protector de la Señora del Mar los arropara y les quitara el frío del miedo y del, a veces, tenebroso océano. El marino perdido en el inmenso mar alza sus manos hacia el cielo en busca de la cálida ayuda de su Patrona y luego, salvado milagrosamente, en tierra y al soco del abrazo familiar, espera con impaciencia estos días que hoy celebramos, para agradecer a la Virgen su protección. Por eso esta fiesta tiene sentido y seguidores, por eso se mantiene viva en el seno de nuestro pueblo, en cada trozo marino de nuestros municipios.
El gremio de marinos, los de la cercana orilla y los del amplio mar, portan a la Virgen y también la embarcan, para que la Patrona conozca el lugar del trabajo, así, ese día, se sale a pescar en el mar de la creencia y los barcos se engalanan y muestran mil colores y el cielo es cruzado por cohetes de fiesta y todo es júbilo y alegría.
Valterra es como un Santuario del Carmen, aquí siempre están presentes y a la espera los seguidores de la Virgen. Fieles a la tradición y a la creencia, este año de nuevo se escucharán sus voces roncas gritando:
¡Viva la Virgen del Carmen!
Dimas Martín Martín