POR AGUSTÍN DE LA HOZ
Nos congregamos una vez más, señores, para rememorar el punto de partida desde el que solemos dar paso a cuentas que son balance y eslabón del afianzamiento y continuidad de este nuestro Arrecife.
Henos de nuevo cara al progreso, pues ésto y no otra cosa es la índole de las nuevas generaciones que, con parabién y definida labor, están labrando desde los puestos representativos la estructura estricta que corresponde a una ciudad caracterizada por sus indelebles derechos a la capitalidad. Somos ya los ciudadanos de Arrecife una tradición inteligente que pone sus plantas -como Anteo para tomar fuerza de su madre la Tierra- en el fruto pobrísimo de sus propios recursos; pero que no por eso -contra todo evento- pone asimismo fijos los ojos en el porvenir, sea cual fuere la lontananza desde donde se vislumbre.
En nuestro Arrecife hemos sabido aprender a distinguir el vario deporte novedoso de la singular prehistoria; y distinguimos también lo anacrónico de lo genuino y social. No antojamos que se nos den imaginadas esperanzas, ni tampoco suspiramos por escalar cimas que no tenemos en el sueño.
Nuestro Arrecife, señores, ha demostrado saber en qué consiste su viril pujanza hacia el destino, quizá porque sus jóvenes rectores sobrellevan con ancho hombro la fatiga de anteriores esfuerzos, para darse cuenta exacta de lo que significa una comunidad que depende de la mejor actuación. Pero, sea como fuere, en nuestro Arrecife, no se oyen los lastimosos e interminables ayes de desazón, precisamente, cuando en el mundo entero no reina sino el terrible anatema del desastre. Sí; también sabemos dar justo desprecio a la desgana, y así entre nosotros hemos hecho familiar esa sombra que nos pesa -nos la impone la geografía- y que disiparemos con esfuerzos de superada constancia, ora con unos ora otros, cargando con las limitaciones a que Natura nos ha sometido desde el principio del Verbo. Más que decirlo es preciso: Arrecife es la definición aquilatada de lo que, en psicología, entendemos por personalidad. Y ésto -tan sólo esta particularidad del alma nuestra- ya es una compensación ilustre y postrimera del porvenir que propios y extraños auguramos a esta ciudad que sabe encontrar -coyuntura por coyuntura- su destino azulocéano, que se proyecta indefectiblemente en todas las gestiones e iniciativas que se propone desde su lecho atlántico.
Ya se sabe que los ríos van al mar, y que esos ríos no necesitan ser enormes para ser famosos o, cuando menos, catalogados en la agenda que nos hace saber quiénes van en el concierto humano aparejados hacia el futuro, o quienes se rezagan en ese deber ineludible. Son como las ciudades, justamente. Más por tales dimensiones, por tales angosturas -lejanía de isla atlántica – solemos caer desmayados o tremebundos, con la más noble y buena voluntad, ante el continuado «no» que, de vez en vez, asoma debajo del desgarrado tapete de nuestros primordiales problemas. Y he aquí, señores, nuestra personalidad señaladísima: no encontrar los hijos de esta ciudad mesura alguna, sino hacer distinguir con tino desusado el «por qué» y la razón.
Nuestro Arrecife posee el don de las buenas formas: un bien personal que hace de sus individuos seculares ejemplos de relación humana. No somos aquí como quienes dicen creer en todo y luego dejan entrever que no creen en nada. No; en nuestro Arrecife la amistad y el amor en quiebra se refugian en la sociabilidad que, en mí decir, no es otra cosa que la superación de todas las tristezas. Por esta característica expresión de cívica existencia, la ciudad de Arrecife logra grandes y pequeños privilegios que construyen, por impulso de íntima energía, un escudo frente al daño moral o material que de esa ciudad pudieran suscitarse.
La templanza con que estamos afrontando este año de verdadera crisis -optimismo que aventa como alisio desazones y quebrantos – define claramente esa falta de tristeza con que solemos entrever nuestras más neluctables trascendencias. Y, como es natural, dicha templanza se nos torna premio y castigo, como en las tierras fieles, que son pocas y no mueren nunca, ni siquiera cuando su soma físico ha dejado de latir-pálpito por la emoción de una prebenda – en aras de continuas decepciones. Nuestra templanza, es virtualmente nuestro sino; pero, también -como circunstancia misma del «ser»- es nuestro destino que se alimenta cada día de la mesura y la esperanza.
¿Tradiciones? No somos otra cosa que tradición, porque lo contrario sería anticristiano y sería torpe. No; nada contra lo natural, porque lo primitivo no nos abandona. Está aquí, con nosotros. ¡Dentro de nosotros! Arraigada como los cuentos que nos llevamos a la boca: aquel milagro del volcán, o el «roncote» que estuvo nadando cuarenta días (ingenua exageración) sin haberse fatigado, o aquel otro, tan espeluznante como sabroso, en que mataron a Crucita. Cuentos que no están escritos, pero que perduran como la devoción al rezo vespertino del Santo Rosario.
¿Y qué son estas solemnes Fiestas de San Ginés sino el repetido congreso anual que enlaza a nuestro presente, en idéntico sentido y entendi¬miento, con aquellos otros pasados que sobreviven en actas y camerinos, mostrándonos con la picuda letra de secretario ochocentista todos los feli¬ces aconteceres de aquellas fiestas patronales de San Ginés de Arrecife?
Señores, loado sea el Santo Patrono que nos intercede en el Cielo amén de que nuestro Arrecife no sea retrógrado, sino sencillamente tradicional, de suerte que el historiador que pretenda dar un orden racional a los hechos y derechos de nuestro acceso al futuro, no vea salto ni pirueta intempestivos en el gráfico de nuestra carrera hacia la verdadera ciudadanía a que se hace acreedora nuestra insoslayable capitalidad. Quiera Dios -y ésto es lo importante- que el Santo Patrono, de quién en sobremanera apreciamos la abogacía que nos ejerce, obtenga del Cielo la perseverancia de nuestra humana y distinguida condición, que para ciudadanos del mundo nos sobraría.