POR AGUSTÍN DE LA HOZ
Premiado por unanimidad en el Concurso «Pregón
de las Fiestas de San Ginés» del presente año.
I
Pulsar el sentimiento interior, involuntario y trémulo, de Arrecife significa poseer el don singular de Etálides o, cuando menos, estar en la certidumbre de que Manes redivivo tutela el alma de la ciudad. Y como es deber de todo pregonero, según las reglas del felibrismo, me tendréis dispuesto a sostener que Arrecife ha nacido bajo dos importantes evocaciones seculares: la vid y la mar, La vid, que antes de ser manto para el vino, fue mínima sombra para la casta desnudez de la primera madre; y el mar, que antes de ser fabulosa despensa de los pueblos, fue sima divina desde donde emergió Atlas con el mundo sobre el hombro.
Por muchas razones el nombre de Arrecife es un nombre universal, desgajado del típico accidente geográfico, Y nada le da, un prestigio tan duradero como la hermosura de sus mujeres, la arrogancia de sus naves y el linaje de sus vinos,
La ciudad de Arrecife es netamente occidental, y nació castellana cuando más romántica, más helénica, era la cultura y proyección de Castilla, y solamente en la nebulosa de la leyenda y de la poesía andan flotando los caudillos aborígenes. Con sangre de ésta, con sangre de Castilla y sangre de Timanfaya, está aleada la estirpe de Arrecife, humanidad esforzada y optimista que se encara con el sol y los alisios, incluso al que platea el azul de su bahía y aventa las cepas de su nobleza, Para dar gracia a esta nueva sangre, la Historia púsole el aderezo de la sangre nórdica de Avendaño, de la normanda y católica de los Bethencourt, y la de la Casa de Herrera, brotando de la vieja vida insular nuevos capullos rubios como topacios.
II
Cuando pronunciamos el nombre de Arrecife es como si dijésemos un piropo a la tierra y a la mar, al aire y al cielo, a lo que plásticamente percibimos en torno al recinto ciudadano. Porque la ciudad es respirada y contemplada con deleite y es, sobre todas las cosas, un bello piropo convertido en deliciosa urbanidad.
Arrecife, mientras la costa de la isla estuvo amenazada por moros y piratas de toda índole, no pasó de ser eso: «arrecifes». Con el tiempo y con la ordenación de los mares, el Puerto acabó por atraer la capitalidad que poseía Teguise.
Lo primero que tuvo hecho fue su castillo, medio islamita y medio normando, con señaladas insinuaciones preisabelinas en su complementario Puente de las Bolas. Tiene el Castillo de San Gabriel una airosa silueta que es célula viva del panorama local. El famoso Puente une el Castillo con la ciudad; su camino almenado y los altos pilares terminados en pétreas esferas pónenle una extraña majestad, siendo dignos de admiración los curiosos lanteones que aguardan levantar la gran tabla, bajo la que rebulle el mar, casi sin fondo, y por donde de vez en cuando pasa, sin ruido un barquillo pescador.
Desde las bolas del Puente vése como una laguna, de plata el pintoresco Charco de San Ginés en el que, a falta de góndolas, se mecen humildes y graciosos botillos entre el doble azul del cielo y del agua, por su orilla de herradura las albinas y zancudas garzas pescan anguilas, entretanto multitud de gaviotas evolucionan sobre las barcas, donde alguna moza canta recuerdos de singladuras encendiéndosele la belleza de rojo clavel.
III
Impresionados por estas estampas nos adentramos por las calles, rectas y estrechas, limpias y de graciosos perfiles arquitectónicos, hallándonos íntimos recovecos, diminutas plazuelas hoy florecidas y donde los niños suplen la falta de canoras fuentes. El Parque Municipal, triunfo de jardinería, que antes de ser seno materno de verdor, fue cuna antañona de los musgos marinos. Sobre la urbe surge el blanco capirote de la Iglesia y desde su sonoro campanario salen vuelos de palomas que zurean y se confunden con los palmípedos que tejen amor sobre las humeantes factorías. Y allá donde cabrillea el sol, vése la hinchada vela en victorioso rumbo.
Como ciudad joven que es, Arrecife no tiene que sustentar sobre si la pesadumbre del pasado, antes bien, está investida de un dulce modo de vida, que le alienta la voluntad en el trabajo.
Arrecife, puerto, se abre como una cruz de trébol, cuyas extremidades son sus personalísimos barrios: La Destila, La Vega, El Lomo y Puerto de Naos.
LA DESTILA, barrio marinero, que vive del mar y en éste encuentra su deleite; sabe del marisco y se enerva como ciclópeo poeta ante el aroma y el sabor de sus marinas; todos trabajan en floreciente acción hacía adelante, sin la nostalgia de la ambición, porque este barrio se siente feliz gozándose en las olas perfumadas.
LA VEGA es el brazo de la ciudad que no sabe donde comienza el campo, con sus despensas, y donde termina Arrecife que no le pone puertas al campo ni a sus olores agrícolas. Barrio éste de gente emprendedora, capaz siempre de borrar las ancestrales supersticiones para sentirse comunidad creadora que sigue el haz de los caminos a un idéntico horizonte.
EL LOMO es tan original como una isla. El broche que lo une a la ciudad es el mojón de la Plaza de España, y partiendo de aquí comienza una gran familia donde se dan más patrones que marineros. En el Lomo es casi un culto oír el mensaje de la telefonía que llega desde Cabo Blanco. Por eso han logrado hacer, cual regalo de la mar, un caserío de extraña estampa aunque el mar de vez en cuando les cobre el tributo de sus hijos o de sus barcos perdidos.
PUERTO DE NAOS, hogar de la flota, en el que se ejerce un gran amor al barco, ese ser de madera que parece tener vida en cada corazón de marinero. En su aledaño superior retiene el ímpetu oceánico su castillo de San José, playa de verano y otero de Los Mármoles, donde ya luce un poco más claro el destino de Arrecife. Esta cala preciosa está abrazada por la tierra, con el blanquísimo lazo de las salinas y el arrorró de sus molinos. Allí hay una palpitación alegre, tráfago industrioso, que surge al unísono de los vapores y trepidación de con conserveras y serrerías; hay olor a brea de los calafateros que se entremezcla con las suaves exhalaciones de las ricas marismas.
IV
Esta ciudad que hemos recorrido está en Fiestas; la mágica ciudad de Arrecife tiene la raíz de todo un largo y embriagador festín donde pueden enajenarse los sentidos de los hombres. Por eso, en Arrecife, la tradición popular no ha sufrido grandes adulteraciones ni hay noticias de que fuera a perder su natural alegría columna esencial de su artificio festero.
¡Fiestas de San Ginés! ¡Fiestas ya inmortales en la memoria de los romeros! En estos días hasta los peces no desovan ni los pájaros hacen nidos, y es que suspenden sus particulares afanes por festejar los días más luminosos de esta ciudad. ¡Fiestas de San Ginés! ¡Fiestas de propios y peregrinos, alegres Fiestas en las que hasta la moza, inesperadamente, recibe tumbagas de pedida!
Carruseles, tiovivos, ventorrillos, turrones y mil y mil sonrisas, en medio de la auténtica y feliz concepción de la pirotecnia. Siempre han fascinado estas tres monedas de oro que son el Sol, el Cielo y la atrayente honestidad de las mujeres. Y nunca en mejor fecha para encontrarlas que en estas Fiestas de San Ginés; todo en medio de grandes espectáculos, y se citan en el ferial para derramar mucha alegría sobre el forastero, llenándole enseguida de emociones y recuerdo entrañables.
Isleño, forastero: venid a la ciudad de Arrecife que está en Fiestas. Para ti, viajero, se ha vestido los más ricos abalorios y, para rendirte pleitesía y hospedaje, luce sus mejores virtudes de amistad y enhorabuena.
Venid, venid cuantos queráis, que la alegría está abierta.