Pregón de San Ginés 1959

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 POR AGUSTÍN DE LA HOZ

 agustin hoz

Arrecife es una ciudad literaria. No tanto porque en ella se ha escrito mucho, sino porque también se puede escribir y se escribe mucho de ella.

Vosotros conocéis su nombre. Yo sé que lo conocéis porque, a fin de cuentas, cuando Arrecife es visitada realiza su más exquisita exportación de luces sólidas como medallas, de hospitalidad hidalga y señorial, de confianza y simpatía sorprendente. No en balde la pequeña Venecia del Atlántico es cabal antesala de la renombrada Isla de Los Volcanes, donde quizás exista el enigma más discutido de la vulcanología científica. Por eso la conocéis y ya la señaláis sobre el mapa con índice seguro, porque para vosotros aquella vieja categoría de mito de San Balandrán, con que se definía al Puerto del Arrecife, se ha deshecho ante la evidencia de su cada vez más apasionante interés. Interés que se manifiesta en todos los órdenes de la vida en derechura al merecido descanso, pues su clima y su exotismo le abren camino expedito por el mundo universo, amén de las preocupaciones que suscita la Esfinge de Timanfaya, poderoso imán que atrae a los sabios e intriga a los más exigentes investigadores.

Vosotros conocéis su nombre, porque también en cualquier restaurante habéis oído hablar de la belleza clásica de sus playas, gozo de íntimo recreo, sobre, las que surgen las casas blancas, típicamente graciosas, abiertas de par en par al sol y a la mar. Acaso sea la ciudad de Arrecife la mejor abastecida para curar esa cirrosis del alma, que es el «spleen», acarreada por las brumas del Septentrión. Para tales brumas tiene Arrecife sus tránsitos solares, ese su peculiar verano en continua anualidad de refulgencias, que abrasa a las arenas y convierte a las olas en montones de joyas preciosas, donde las velas latinas se hinchan encima del cobalto como peplos de Victorias.

Vosotros la conocéis, sí, porque de algún modo habréis catado la ambrosía de sus «sabrosos jugos», que os habrán puesto en la mesa cosmopolita más de una vez: valga la «etiqueta» del de La Geria, inmortal desde que un rey de Francia lo solicitó para bien morir. Pero la ciudad de Arrecife es algo más que el vino de la Isla. El vino puede ser su sangre, más nunca su fisonomía.

Comienzos no distantes son los del Puerto del Arrecife, con sus almacenes solitarios, su pícaro y sagaz Rejón, sus castillos y sus puentes de grande fama. Don Enrique III aceptó la isla como quién recibe higos en porreta, pasando Lanzarote de mano en mano tal si se tratara de un objeto perdido. Así, centenarios… entre Adelantados y marqueses, hasta que el gran Carlos, el «Alcalde de Madrid», apadrinó a la ciudad y a la Isla derramándoles agua viva de prosperidad y comprensión.

Está Arrecife enclavada en plena llanura ribereña, con caracteres más castellanos que aborígenes. Fue bastión de la Corona de Castilla y, a priori, abastecedora en la Conquista de la Gran Canaria. Por desavenencias económicas y políticas con la Villa de Teguise, donde residía el entonces único Concejo de Lanzarote, el Puerto del Arrecife elevó escrito petitorio de capitalidad, que el Reino decretó favoreciéndola por propio derecho y privilegio. Esta es la historia de Arrecife.

En la actualidad es una ciudad de nuevos jardines y bellos edificios, que sustituye con flores lo que le faltó de historia trascendental. Su paisaje es luminoso y apacible, acá de las pardas montañas de coronas lapislázulis, y de cara al padre Atlántico que le renueva el aire y le transporta benéficas salubridades. El caserío, sorprendentemente colonial, sueña la égida de una iglesia manca de torre, que estando inacabada recrudece la pía ilusión de vede pares capirotes.

La bahía de Arrecife, con sinnúmero de islotes pintorescos, es la gran piscina natural en medio de la aridez volcánica de la Isla, siendo apoteótica la azulada laguna de San Ginés, dentro de la urbe, y a donde el turismo acude atraído por la pleamar que lame las casas y se encamina por las calles, cómo queriendo formar verdaderos canales venecianos.

Pero los días esplendorosos de Arrecife se acentúan más y más, a medida que el calendario aproxima la fecha de sus fiestas patronales. Fiestas que son, sin duda, paralelas a esas dos o tres excepcionales con que la región Canaria se gana un prestigio universal de alegría, de salud y de buenas costumbres. El 25 de agosto celebra Lanzarote las Fiestas de San Ginés, porque por este tiempo la Capital hace nuevas nupcias con el Sol y el Atlántico, festejándola la Isla entera sobre las aguas tremelucientes, acaso queriendo así expresar al visitante que se ponga en un estado de ánimo como de alegre y confiado espectador. Para el forastero las Fiestas de San Ginés son siempre una fuerte impresión de sereno y clásico contento, que parece brotarle de su luz mágica, tan inmaculada y plástica.

Así es la ciudad de Arrecife, la capital de la Isla de Los Volcanes, cuya fuerte personalidad todos acusan y todos ponderan, como grande especial «don» del Creador que, valiéndose de los minúsculos Ammonites y Orbitolines, dio formas de verdadera joya a esta Isla maravillosa. Porque en Lanzarote, o su Capital, se hace posible, más que el gusto de la visión primera, el regusto de la revisión enamorada de sucesivas visitas, para captar ese detallismo de luces y ambientación climatológica que perfecciona a los «eternos veranos» insulares.

Vosotros conocéis su nombre, sí, porque os han contado que las Fiestas de San Ginés son uno de los espectáculos de más fama de las Islas Canarias. El chispazo que lanza la mitra gloriosa del santo arlesiano, iluminando el cielo de estrellas multicolores para caer sobre las aguas como manchas de sol, o partículas de luna, resulta ser la exacta medida por la que Arrecife, en su ininterrumpido triunfo de la alegría, juega y se recrea consigo, entregada desde el alba a la noche a sus tantas distracciones y metamorfosis festeras. A este mágico conjuro de felices luminarias acuden toda las gentes de la Isla, los forasteros del Archipiélago, y turistas, que se confunden amical e íntimamente para romper el secular silencio de la urbe. La escena es vistosísima por el cambio continuo de colores y luces que invaden el ferial desde las vísperas.

En las Fiestas de San Ginés se hermanan lo sublime y lo beatífico, lo apolíneo y lo dionisíaco, porque las hermosas mujeres de la Isla con sus elegantes atavíos del país, o con legendarios vestidos de seda y oro, entronadas en las diversas figuras de las carrozas, con escolta de música y pueblo, en un desfile alegre e innumerable, recorren las calles llenas de palmas y grímpolas, mientras la voz alada de los timplillos revuela alrededor de la comitiva como mariposas de plata.

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