POR FACUNDO PERDOMO RODRÍGUEZ
Digamos de Arrecife. De él hagamos su semblanza. Llevemos nuestra pluma con fiel andanza por toda su figura: tracemos sus rasgos nobles con el sincero pincel que pide su modestia. Y empecemos partiendo de su cuna: de sus primeros pasos.
Arrecife nació en el mar y vive del mar. Es una ciudad marinera: siempre hay velas blancas en su azul. Siempre hay mástiles. Gaviotas. Pescadores. Todo forma una bella marina digna de Sorolla. Una hermosa estampa distinta cada hora se brinda por la capital isleña a quienes sepan verla así cambiante. A quienes pongan vista y sentido en cuantas mañas se dé el Sol para pintarla.
Nació Arrecife de la espuma. De la espuma blanca de las olas que en un ayer lejano fueron en el juego amigas de los niños. De aquellos niños que hoy peinando platas lo ven distinto: trocado en flores y palmeras. Es el Arrecife joven. El Arrecife que se forja en el yunque de su esforzado resurgir. De ese resurgir que motivaron la ruda tarea de sus hombres ya casi olvidados por la impiadosa mano del progreso. Y sin embargo, en él siguen sus venecianos puentes, sus castillos siguen: es eterna la piedra como es Dios.
Arrecife nació de una batalla ganada al mar. Y el mar vencido le dio sitio de victoria: castillos y puentes: fortaleza, amor. Y sobre la victoria cobrada a la espuma bullente brotan los claveles: aparecen flores.
Derrotó Arrecife al Lucifer del azul, al Satanás de Lorca le ganó en la lucha. Y del triunfo emerge con resabios de pelea: sigue con su espada centinela de su cruz. De esa cruz que entona en sus almas canciones de fe. Canciones de paz. Canciones de unión.
Arrecife se cambia: no su olor a sal. No sus puestas de sol. No sus auroras. Siguen en él sus eternas gaviotas. Sus pescadores: su vida. Que se hace mayor, lo dice el tiempo. Que tiene el mismo corazón, también lo dice. Que su hidalguía es la de ayer lo dice la verdad. Pero Arrecife tiene algo más: un Lanzarote. Una isla que tiene nombre de caballero. Que evocando a una aterida tierra diciendo está de fuego. Febo y Eolo tienen en ella sus centurias. Y también Ceres.
Es la tierra que esparce por los aires cantos mitológicos. La tierra que esconde su presencia primera en el misterio de su parto: tal vez fueran las olas quienes la dieron el ser. Y… ¿no sería el mar el cielo? Porque Lanzarote es Luna, es tierra y sol: es un universo.
Un universo oculto en los dominios de las aguas. Neptuno lo aprisiona como suyo aunque Gea sea su dueña y señora. ¿De quién es Lanzarote?: al menos sus campos los labra el hombre: es el hombre quien incluso hace la tierra. Y es también el hombre de la tierra hombre del mar. Pero allí el hombre canta. Acaricia el timplillo y le hace soltar notas que le alivian. Después, canta folías. Entona isas. Más tarde duerme: antes se persigna.
El hombre de Lanzarote no protesta: calla. Y cuando habla lo hace como el mar: ruge como las olas. Sus voces se estallan en las orillas de su verdad. Su fiereza se entibia ante unos bellos ojos. Su intención se pierde al grito de su nobleza. Cualquier cosa hace acallar las quejas de esos seres vomitados por las olas o venidos del ignoto crear. Son como niños grandes que una vez cayeron para siempre en el campo de la resignación. En el campo sin agua. De la parcela seca.
También son alegres. Saben reír. Sus púdicos espíritus se estremecen de contento cuando se tropiezan con las artes de otros hombres. Son como infantes de una civilización de vanguardia. Pertenecen a un ayer recogido y celoso. Y cuando hay fiesta salen al mundo. Salen de su aparte para ver lo que han traído sus congéneres o su casa grande: a su isla. A la ciudad de su isla acuden todos. Se acercan los chicos, los grandes, mujeres, hombres: todos. Vienen aún con el polvo pegado a sus labios resecos. Tienen muchos las pestañas bañadas de tierrilla; mas sus ojos son claros. Llenos de paz. Ahora están risueños. Inquietos; como bolitas de amor. Ya vino la fiesta. Ya está aquí. Mira cómo corren al cielo las canciones de luz. Mira cómo ríen las estrellas porque ríes tú, labrador y marinero, moza y joven.
Es el San Ginés de siempre. De cada año: el que lo llena todo de sabor de feria. Es la fiesta insular. La más grande de Lanzarote. La que más se sostiene en el tiempo de la alegría. La que más regala esparcimiento y júbilo a los hijos de la lucha. La que depara mayor tregua en las escaramuzas de la vida por la vida.
Todo es alegría. Todo es renuncia. Se para el pensamiento. No lloran los corazones que tienen que llorar. Es un alto del cuerpo para dar paso al espíritu. Es una llamada de la comprensión. De la unión, de esa unión tan precisa para vencer, Que la alegría al encontrarse sea lazo que ate. Sea lazo que una en los pies de Arrecife, a toda la isla. Que quede impresa allí en las candilejas de sus marinas la promesa de un amor eterno: Que su castillo de San Gabriel sea símbolo y testigo de vuestra voluntad.