Pregón de San Ginés 1962

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 POR  FRANCISCO MORALES PADRÓN

 Francisco Morales Padron
QUISIERA yo hacer un retrato de Lanzarote. Trazar el retrato de una persona o de un pueblo no consiste en pintar sus rasgos fisonómicos. Es preciso rastrear su mundo espiritual que es, en último término, quien ha grabado o determinado el rostro.

Y ello es muy difícil. Mucho más sencillo es plasmar el retrato externo, lo que nos entra por los ojos del cuerpo. Pero este cuadro de nuestra isla ha sido mil veces pintado y en todos ha aparecido siempre la hospitalidad de Arrecife, el encanto de Teguise, la soberbia de Zonzamas y Guanapay, la sorpresa blanca y verde de Haría, la majestad telúrica de Famara, la mansedumbre arenosa y salada de la Graciosa, el asombro geológico del Jameo del Agua o de El Golfo, la arquitectura agrícola de La Geria, la blancura hiriente de Janubio, el horizonte leyéndico de Playa Blanca, la demoníaca belleza de Timanfaya o la Montaña de Fuego, el milagro, en fin de toda la isla. Pero tras esto hay algo más, hay una historia cuyo rastreo quizá nos permitirá acercarnos al alma de la isla. Pueblo sencillo, sin complicaciones, su alma tal vez queda reflejada en una sola palabra: lucha. Agonía diría Unamuno dándole al vocablo su auténtica acepción. Y esta lucha, contra agentes externos e internos, ha determinado el alma lanzaroteña cuya historia constituye un ejemplar capitulo.

Con harto error, la imagen que se tiene de las Islas Canarias es una, como si no hubiera variedad en ellas y dentro de ellas. Fueron las islas para Homero Campos Elíseos donde “fácil es la vida de los hombres”, para Hesiodo constituyeron Islas de los Bienaventurados «exentos de toda inquietud», para Solino fueron el Paraíso y las Afortunadas para San Isidoro, y para Plutarco el lugar que Sertorio esco¬gería para pasar el resto de la vida. Aún hoy sigue primando algo de esta imagen seductora.

Pero hay que conocer las Islas una a una, hay que llegar hasta Lanzarote para saber que allí no se puede vivir «exento de inquietud», que allí no «es fácil la vida de los hombres». Pero, sin embargo, no por ello deja de ser una isla mitológica, llena de exotismo y leyenda, de belleza y atractivo, donde bien se puede gastar el resto de una vida.

Occidente, es decir, la cristiandad, arriba a las Islas Canarias por Lanzarote. Era el año 1312. Desde entonces, sobre la figura de la isla va a ondear, y en la primitiva cartografía, la enseña de la Señoría: la cruz de gules en campo de plata. Desde entonces Titeroygatra, nombre indígena, pasará a llamarse, primero «Insula de Lanzarotus Marocellus» y luego Lanzarote a secas en honor del genovés mediterráneo y moreno, primero en clavar audazmente sobre el lomo de la isla un banderín símbolo de posesión.

Son estos los umbrales de la historia lanzaroteña, llenos, como todo gran nacimiento, de sangre porque sus indómitos indígenas ofrecen la muralla de sus vidas al invasor europeo. De éstos, otro rubio y atlántico, que se llama Juan de Bethencourt sustituye el airoso pendón de Marocellos por un fortín que hinca sobre el dorso isleño cara a Fuerteventura. El Mediterráneo ha dejado paso al atlántico en este relevo, pero serán hombres que por igual participan de los dos mares los que, una vez cerrado el ciclo normando de la conquista, apronten a Lanzarote en son bélico. Son los hombres y los barcos del infante portugués Enrique el Navegante, que sedientos de geografía y esclavos, sitúan una nueva divisa, donde campea la cruz de la casa de Avis, sobre la atormentada, Lanzarote.

No cesan las luchas y depredaciones a mediados del siglo XV hasta que Lanzarote “motu propio» rechaza al lusitano y sienta su voluntad de ser de Castilla. Pero también desde entonces se iniciada cadena de actos piráticos que una y otra vez machacarán a la isla a lo largo de los siglos haciendo de su quehacer histórico un combate perenne contra enemigos que envía el mar.

Lanzarote es de Castilla —está incorporada a la corona de la meseta— pero sobre ella se dejan sentir las apetencias de muchas coronas, de muchos barcos y hombres que desembarcan para saquearla. Los años han pasado y de Guardafía, último rey de Lanzarote, sólo queda el testimonio pétreo de Zonzamas, castillo y morada, sustituido por los hormones de la conquista de los cuales Guanapay es rompen, dio y símbolo. De Zonzamas a Guanapay, de Guardafía a los Reyes de Castilla, de un mundo a otro, la isla ha ido transitando en un vivir cuya constante histórica ha sido la lucha. Pero eso es la vida. Vivir es combatir, sostuvo Séneca. Y el hombre de Lanzarote, que sabe cuánta inseguridad le rodea, no da jamás por terminada la lucha.

Para que ese combatir no cese, el mar hace derivar hacia las costas lanzaroteñas a Cachidiablo y Clérigo», a La Testo y a La Motte, Y el mar deposita a los moriscos que azuzados por sus señores se proyectan de África, como otras plagas, dejando ya para siempre su huella antropológica. Otras veces son los lanzaroteños, capitaneados por. Diego García de Herrera o su hijo Sancho o Agustín de Herrera, los que saltan al continente para atacar y apresar al enemigo en sus mismos reductos.

Sigue la lucha. Los señores de alguna isla serán «señores de conejos» como peyorativamente dirá algún enemigo, pero no cabe duda que las islas, y Lanzarote la primera, constituyen una auténtica «frontera de moros». Frontera que atacan Dogalí y “El Turquillo»; y Morato Arráez «el Grande», un renegado albanés; y Cumberland y Sir Walter Raleigh y etc. Todos se llevan algo, todos sabrán del sabor de la malvasía.

¿Para qué proseguir? Sería repetir los sucesos. Cambiarían la enseña de los atacantes, las armas o la táctica, pero siempre existía el elemento constante de la vida insular: Lucha. Mas repetimos, luchar es vivir.

Y eso es lo que el hombre de Lanzarote sigue haciendo hoy cuando el mar no le trae enemigos.

Ahora lucha —también lo hizo antaño —contra la tierra, contra la naturaleza toda que no es su aliada y no le da cuartel. Sobre el asombroso suelo de Lanzarote prosigue pendulando la inseguridad. Sus habitantes saben que cualquier logro material peligra perderse y por ello jamás pone al esfuerzo por crear una tierra mejor.

En lo alto de Teguise continúa floreciendo un castillo que muerde el azul límpido del cielo, y desde donde se otea un campo, de tierra híspida, de geografía loca, que con tenacidad ha sido domeñada por la voluntad del hombre y obligada a dar su fruto. Desde Guanapay se otea el campo espléndido, donde navegan unos camellos, donde monta la guardia silenciosa un molino, donde yacen unas casas que albergan la vida de unos seres que no saben de ocio. Desde allá también se divisa mar, palestra igualmente de luchas, porque ya no es camino para enemigos sino ruta de riquezas que el hombre de Lanzarote extrae sin cesar.

Bendita Lanzarote, porque pese a los ademanes volcánicos de tu geografía, pese al dramatismo espiritual de tu existencia, tú eres una tierra que emocionas, ejemplar, que entras para siempre en el corazón, que admiras porque has sabido hacer que tu vida la exprese un verbo único: Luchar.

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