De nuevo, San Ginés. Pero no un San Ginés local, donde lo religioso y lo festivo, como antaño, acaparaban casi exclusivamente la atención de los visitantes. Este es un San Ginés insular, que tanto el nativo como el foráneo han transformado en una participación íntegra, no sólo en los festejos, sino en toda esa otra gama de peculiaridades estéticas, veraniegas y espirituales que Lanzarote comporta.
El visitante, quizás, arribe a nuestra Isla como el propio cuadro del Santo, un poco a la deriva:
San Ginés que navegaba
un día y una noche toda
sin saber qué día era,
el día de nuestra Patrona.
Allá en medio de los mares
se les presentó una ola…
Y es, entonces, cuando ese turista toma contacto directo con nuestra verdadera problemática: el mar, la tierra, la isla. El mar arrecifeño, que ha acogido en sus orillas a la mayor parte de los campesinos, acomodándolos en las industrias conserveras o dándoles salida oceánica a la pesca o a la emigración; o el mar isleño, de cuyas playas todos disfrutamos. O tal vez ese otro mar del llanto, de la frustración, del no regreso, que tanto romancearon los viejos marinos o lamentaron literalmente nuestras abuelas:
Luchando con la tormenta
y luchando con la mar
por fin llegaron a tierra
a fuerza de navegar.
La tierra, la exabrupto tierra inundada de esterilidades y de lastrones, de gerias, donde el Romance, sin duda la más admirable manifestación popular, ha encontrado sus mejores raíces tradicionales. Una tierra dolorosa, profundamente épica y lírica, en cuyas escabrosidades palpita el amor, la pena del desamor, o las alegrías, sentimientos y peligros primaverales:
De paso cabe la fuente
la mañana de San Juan
iba el caballero al paso
y yo el cántaro a llenar;
doncella que va a la fuente
no debe jinete hallar.
Una tierra, por otra parte, escrupulosamente religiosa, que conserva en sus mismas raíces, confundidos con rigidez, lo religioso y la superstición, en un conglomerado de Rezados y de Curanderías salpicados con los más bellos Romances piadosos:
Jueves Santo, Jueves Santo
Jesucristo caminaba,
una cruz lleva en los hombros
de madera muy pesada,
una soga lleva al cuello
por donde el traidor tiraba:
cada vez que el traidor tira
Jesucristo se humillaba,
donde quiera que se humilla
deja la sangre encharcada.
Una tierra, también, carnavalesca, humorística y festiva, ocultando, tras el velo del esfuerzo, con frecuencia incompensado, esa moraleja del saber estar, del saber vivir, reflejada fabulescamente en los duros y resecos surcos de los rostros campesinos. Campesinos que, por esa misma crudeza laboral contra sequías, cenizas y lavas, logra mejor que nadie cantar sus momentos más felices:
Así se viste una chica
que me robó el corazón,
que lleva blusa encarnada
con ese mismo color,
y la falda tiene verde
como el tallo de esa flor.
Y al final, la Isla. Una Isla, que si en principio sufrió los avatares moriscos allende los mares, o en su propia carne:
Apeóse del caballo
y la apeó de la yegua,
tomándola por el brazo
donde hizo lo que quiso
de aquella triste doncella.
pasó luego, para salvar su penuria, a compartir sus nostalgias con los hermanos americanos, emigrando a veces dolorosamente, sin olvidar un ápice cuanto habían abandonado, padeciendo, con frecuencia, la ingratitud del exhaustivo trabajo:
Cogí una tarde el machete
para echar un semillero
y enseguida me pusieron
todos los moldes en brete;
con estos no hay quien “compete”,
dije empezando a “chajiá”,
pero de cualquier sembrar
tengo que sembrar tabaco;
y luego, ¿qué es lo que saco
con tanto desventurar?
y dejando, también, al otro lado del océano, las notas del más íntimo folklore insular:
Cuando en Matanzas supieron
lo dulce que yo cantaba
mil hembras se aproximaban
hasta que mi canto oyeron,
y al oído se dijeron:
“este cantor no es de aquí”.
Más yo que las comprendí
me llené de mucho gozo
y empecé a cantar sabroso
a orillas del “Yumurí”.
Y, todo ello, en unos bellísimos Romances en décimas, literalmente novedosos. Romances en los que incluso solían redactar sus cartas familiares.
El visitante, pues, el peregrino a San Ginés comparte las peculiaridades festivas con el disfrute de las playas, con el encanto natural de todo el paisaje, genial y concienzudamente mimado por César Manrique, con la recolección, en las gerias, de la exquisita uva lanzaroteño y, en su recorrido por los más dispersos y aislados caseríos, de ese sabor a añejo que aún en el recuerdo familiar. Sabor a velorios y a multitud de sanos juegos; a sobretodos, a pamelas, a bailes con gobernadores; a templeros, a misas pescadoras a base de silbos; a bolas de barro para curar el queso, a los apetitosos “ajogaos” de cerdo a pueblos comunitarios o tribales donde todo es de todos, y a las fiestas de San Juan. Fiestas de San Juan, donde las mozas jugaban a conocer el nombre de su futuro marido, los labradores el mes más fecundo del año, y los enfermos y los niños “quebrados” esperaban su curación.
Así pues, ya no es San Ginés una fiesta estrictamente localizada, únicamente arrecifeña, donde el foráneo se divertía al tiempo que participaba de la penuria local, y el campesino acudía a olvidar sequías, indigencias y lágrimas:
San Ginés es, ahora, un escaño hacia el progreso, una plenitud insular, y un número de esfuerzos y de esperanzas estéticos, espirituales y físicos que camina, con paso firme, con frecuencia sangrante, hacía la estabilidad económica, agrícola y pesquera de una de las islas más turísticas del Archipiélago. De ahí que los peregrinos hayan identificado definitivamente la fiesta de San Ginés con San Ginés con Lanzarote, y a Lanzarote con el descanso, la belleza, el trabajo y el progreso. Con todos los problemas propios de una Isla entre mareas, pero que ha apuntalado las jarcias y arriado los estays contra los siempre caprichosos vientos seculares.