Pregón de San Ginés 1987

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     POR   MARIO ALBERTO PERDOMO

 1987-Mario Alberto PerdomoSan Ginés, una reflexión

Las personas, ilustres todas ellas, que han acometido antes la lectura del Pregón de las Fiestas de San Ginés han glosado a la perfección las excelencias del Puerto del Arrecife y de Lanzarote todo. La historia y la literatura se han dado cita siempre en la antesala de las fiestas, invitándonos a encarar lo divino y lo humano de la más grande celebración de la isla al abrigo del santo patrón, hoy sin un lugar donde cobijarse siquiera. Como ni una cosa ni la otra, historia o literatura, se dejan embaucar por este pregonero de urgencia, no queda otro remedio que relegar la lección magistral y el rígido academicismo. No queda otro remedio, insisto.


El Puerto, sí, ha sido cantado con profusión y nada nuevo hay que añadir so riesgo de caer en el recurso fácil, en el tópico archirrepetido. Además, siempre me ha parecido un solemne aburrimiento el acto con el que, tradicionalmente, se inician las Fiestas de San Ginés; un aburrimiento en toda su solemnidad, por lo que me asaltan las ganas de huir de su asfixiante corsé y tratar de incidir en una evidencia que se nos ha ido de las manos: Arrecife es un puerto. Sólo desde el recuerdo de esta evidencia postergada se puede invitar a todo un pueblo al sano regocijo y a la participación de la mayor de las celebraciones insulares.
Hay que recurrir a todos los pregoneros de las Fiestas de San Ginés para que nos recuerden qué es Arrecife, ahora sí, desde el más riguroso de los análisis y masticar ese mensaje antes de sacarlo a la calle para ponerlo al alcance de todos cuantos han de vivir las fiestas. Lo más inmediato, a juicio de este pregonero de urgencia, es rescatar el auténtico sabor del puerto, al cogotazo limpio; desempolvar archivos y bibliotecas, construir nuestra historia para volver a saborear el auténtico San Ginés; que las mentes más nítidas liberen de una vez, se les permita liberar, todo su conocimiento. Resultaría obvio recalcar lo imprescindible del concurso de las instituciones públicas para este cometido. Y todo para que, ya es hora, nos apercibamos de que Arrecife es un puerto. Sólo así podremos entenderlo y saber quiénes somos y dónde estamos. Sólo así podremos querer al Puerto.

El campo, redimido
No es fruto del azar que estemos perdidos. Las fiestas de las últimas décadas se han desvirtuado con la introducción de los modos y maneras del campo. Nos empeñamos en insistir en el recurso al volcán con el campesino como baluarte, olvidando los orígenes del Puerto. También el campo requería un cabo y Arrecife se lo ofreció para contribuir a su propia redención. Y de tanta insistencia en los indudables valores que alberga nuestro campo comenzó Arrecife a encerrarse sobre sí mismo, avergonzado, ocultando la tibieza de la marea vacía.
Arrecife debe consultar a un sicoanalista. Su tradicional complejo, agudizado en las últimas épocas, ese intentar ocultar el mar y lo marinero, como si de algo deleznable se tratase, ha alcanzado tales cotas que aconsejan un tratamiento de choque, aunque siempre he pensado que sobra un sicoanalista cuando se es capaz de reflexionar sin ayudas externas.
Solapamos el olor de la sardina y los cuentos de roncotes, las juyonas y los sargos. Lo marinero no era más que un mal olor que se trató de enterrar alegando la referencia al camello y a la cebolla, al malvasía, a los granos del norte, al cinturón dorado que bordea un Zonzamas convertido en vulgar vertedero, al tomate y la era. Imágenes bucólicas esculpidas a golpe literario de volcán y fotografías en color de la faena agrícola. Arrecife ofreció la redención del campo como una salida al visitante a través de unas fiestas de interés turístico nacional. Fatal.
Obsérvese la disposición arquitectónica y urbanística de Arrecife: casas chatas. Sólo la Calle Real parece encarar la marina del puerto. No hay una calle que, dignamente, se plante ante el mar. Callejuelas y callejones, retorcidos y menores, pendientes de sumideros que para sí quisiera Süskind, mueren en el litoral, como tratando de evidenciarnos que el mar siempre ha sido algo secundario, cosa de marinos con sabor a tripas de pescado, buches rotos por la Parranda golpetona y enmascarada.
Aún en el 87 parece que no tenemos muy claro, es pasto de debates apasionados, que Arrecife no pueda convertirse en la Venecia del Atlántico cuando la tenemos servida en bandeja. Es nuestra única vía de escape.
Al abrigo del viejo quiosco de la música hurgamos entre imágenes tintadas de un amarillento olvidadizo que tratan de mostrarnos que el Muelle de la Cebolla se erigió en la excusa para que los porteños permitiésemos la presencia del campo en el Puerto. Demasiado acostumbrados estábamos a la presencia del rofe como para que nos pareciera algo exterior, ajeno, durante los días de fiesta. Bajaron parranderos y camellos y los porteños presenciamos una manifestación campesina, y otra. Y otra….

Náufragos de nuestra historia
La Virgen del Carmen, entonces, exigió pinturas de guerra. La Reina del Mar, relegada en Valterra, ¡por Dios!, se negó a competir con el santo obispo, San Ginés, quien nunca osó arrebatar la hegemonía del mar, embaucado como estaba por los altavoces de la feria, la tómbola, el cochito y la canción boom del verano. Cuando nos dimos cuenta, no éramos más que meros espectadores de nuestra fiesta, en nuestra propia casa, consumidores de una fiesta que se nos fue de las manos y que nunca logramos entender. Nos enfadamos; aquello no estaba hecho a nuestra medida ni en base a nuestras necesidades de celebración, pero fuimos incapaces de dar una respuesta a toda aquella avalancha que alguien quiso definir como cambio social.
Nuestra propia ambición por construir la gran celebración insular relegó a la Virgen marinera. Así estamos viendo hoy la posibilidad de reiniciar el noviazgo. Sin sal jamás revivirá el Corpus Christi cómplice de la noche. Sin marineros no tiene sentido una gran fiesta, una gran celebración, en un puerto. La obsesión por lanzar la isla a los circuitos internacionales del turismo nos cegó. Y la lanzamos. El precio pagado no es otro que la intención de organizar una fiesta, en los últimos años, importada como hemos importado una gran cantidad de valores que no somos capaces de asimilar. Y así nos va, náufragos de nuestra propia historia.
Más tarde una vez redimido el campo, glosado y cantado, éste volvió grupas y trató de construir en su propio medio su propia fiesta. Lograda la redención a través del Puerto, el campo pasó de él y trató de competir en calidad, siempre campesina, con la capital. Y lo logró, construyeron sus fiestas en sus pueblos, de donde nunca debieron salir, aunque se nos revele hoy necesario que salieran, vital que se manifestaran en el puerto para fortalecerse. Y dejémoslo aquí.
Cada vez menos reflejo de lo nuestro, ¿cómo tratar de que los porteños participen en una fiesta que les resulta ajena, televisiva? ¿Cómo pretender una gran celebración de lo cotidiano cuando eso mismo, lo cotidiano, le da la espalda al mar y a lo marinero? Desde ese mismo instante nos convertimos en espectadores pasivos de una fiesta cabreante, ajena. ¿Pero, que es lo nuestro? Retomo las palabras iniciales, que nuestros pensadores definan lo nuestro y démosles cauces para que así sea. Debe volcarse el Ayuntamiento, sí, con el apoyo incondicional de un Cabildo que ha de erigirse en cómplice afinando la vista hacia la marina de Arrecife, mediante un plan urgente de actuación que permita traspasar el umbral de suburbio madrileño de los años sesenta en el que nos hemos convertido.

De espaldas al mar
No es este el momento ni la persona adecuada para apuntar qué es nuestra cultura. Sé que es marinera y tiene ambiciones cosmopolitas. Sé que Naos me invita a hinchar los pulmones… Y los hincho. Sé que los cabosos y los barcos de madera conformaron un carácter guerrillero a la pedrada limpia, un carácter ensalitrado y húmedo. Sé que a la pedrada limpia, pero aplicando agua oxigenada con amor infinito, hemos de construir nuestro tiempo. Lo voy a decir de otra manera; que quien sabe de esto, quienes lo saben, nos lo pueden explicar. Reivindico también, que las instituciones públicas se mojen, como un guincho al pescar. Sólo sé que la capital de Lanzarote es el Puerto del Arrecife, por mucho que nos empeñemos en que se convierta en un aeropuerto con pasaje cerrado hacia la nada, con billete seguro hacia la desesperación. Arrecife, de La Bufona a Naos, de castillo a castillo, un puerto hijo de los genes de la naturaleza. Fue Arrecife puerto desde mucho antes de su nacimiento, antes de que nadie inventara historias de marinos y veleros audaces. Anduvimos perdidos. Quisimos construir una fiesta grande para un pueblo chico; una fiesta moderna para un pueblo reacio a abandonarse y despegarse de sí mismo; una fiesta vieja, también para un pueblo que evolucionaba. Intentamos llevar el campo a las calles angostas y no sé qué olía peor, si la sardina mal conservada en salmuera o las salidas de tono urbanas de las bestias de la faena agrícola, camellos que extraíamos del contexto claro y preciso de Espinosa, con sable incluido, como de su propio contexto arrancamos las palmeras, una ruleta que quiso girar entre los molinos y molinas del puerto.
Siempre de espaldas al mar. Siempre.

La hipertensión isleña
El mar quedó, entonces, reducido a la balconada a la que nos alongamos para tratar de descifrar el delicioso centelleo de los voladores de la madrugada, el brillo del día siguiente, con los ojos clavados en el cielo adivinando los reflejos de un mar parsimonioso y quieto, un mar que nunca quiso arrugarse. El mar siguió aguardando hasta que alguien volvió a hablar de aula abierta, de debate y de cultura, de paseos a su vera, de juegos marinos, pausadas tertulias continuamente silenciadas por su arrullo. Naos, más lejos, continuó soportando las bofetadas del mal olor. ¿Cómo hacer una fiesta de tan dura tarea? ¡Qué no sé cómo! Sólo sé que sigue siendo una agradable sensación rozar, furtivamente, sin que nadie se aperciba, el tacto rugoso de los cantos cargados de historia de los castillos del Puerto. Porque allí sí que hay historia, de la verdadera, de piratas e intentos de invasión al son de una campana alertadora. De chinijos lo aprendimos. Entendida estaba.
El Puerto del Arrecife, como nunca debió dejar de denominarse, el corazón de Lanzarote, debe hoy tratar de serenar la hipertensión isleña, la locura de las fiestas de nuestro tiempo, el enorme despilfarro sin recogida de cosecha que, bajo la etiqueta de “NUESTRA CULTURA”, pretende olvidar la forma tradicional y armoniosa con que nos hemos relacionado entre nosotros durante siglos, sobre este mismo espacio, reducido y frágil. Arrecife debe tratar de aplacar las iras, que es ira, de la vorágine de un crecimiento desmedido, apostando por nuestra cultura; buena, mala o pasable, me da igual, pero nuestra.
No se trata hoy de repartir víveres entre los pobres, coma contemplaba el programa de los actos del año 53. Que no sea San Ginés la cuesta de agosto a la que hacía referencia Casiano en sus entrañables mano a mano con Ego Sum, hoy reducido al nombre de una biblioteca…. Es la fiesta, sin olvidar los orígenes, con los filtros adecuados. Los hijos del progreso fulgurante no podemos hacer otra cosa que reclamar que se nos explique dónde estamos. ¿O es Arrecife hija de la heroína y de las luces de neón? ¿Es acaso el Puerto hijo de la uva y la higuera chata? Ombligo sí que debe ser, por una vez y ahora, loable ombligo del caballo saltador. Sólo para saber dónde estamos.

Ni el timple, ni U2
Ferial, verbena y alcohol. Días de estreno. Tómbolas y niños, muuuchos niños… ¡Tanta humanidad aferrada de espaldas al mar! El pulso entre el timple y U2 sobre un mismo escenario y cuatro hojas de palmera, cuatro brazos arrancados al tiovivo perenne. Nunca nadie ganó esa batalla porque el dirigismo cabezota trató de imponer el timple a destiempo sin crear, durante el resto del año, las condiciones para que el timple pudiera atinar con sus desgarros. No pudo, tampoco, U2, a pesar de las esfuerzos de Bono, solapado por la municipal.
Ni una casa ni la otra, pero ambas a la vez. Durante el año, el fuego intermitente y el ritmo fuera de tono del decibelio impusieran su hegemonía sobre San Ginés, y que la Comisión de Fiestas trató de relegar. Hay que aprender a amar, a diario, la rutina, en la monotonía, conscientes, para poder hacer de los instantes de celebración unos momentos mágicos. Que no nos coarte la aparente solemnidad de la fiesta durante dos semanas al año. Que se nos permita amar Arrecife, ¡caramba!
Abrimos, ahora, un pasillo hacia la esperanza, un gran callejón hacia el mar, cuesta abajo, a donde no van a parar ya nuestros despojos. El mar, agradecido, se nos revela manso y lúdico, sudoroso también, y nos devuelve una bocanada de aire con mucho salitre para pringar unas pestañas que no se lo acaban de creer Arrecife, sí, como siempre, sabe a mar. Aguardó siglos hasta que desentrañamos sus tonos marinos, puerto y marea. No es sólo arena y aceite de coco, ¡uf! … Es nuestra infancia y nuestra adolescencia, nuestra vida y mucha nostalgia. Y allá queda el campo con el campesino en el otro Lanzarote, que baja al Puerto por San Ginés para sentirlo tal cual es, como nunca debió dejar de ser. Un Puerto que depende sólo del rescate pronto de su marina, a diario, para posibilitar el Arrecife de dentro de un rato.

San Ginés, callejón abajo
Allá va San Ginés, el obispo macho, relegado también de la fiesta. Tiró el bastón grandote, se arremangó las faldas y allá va, callejón abajo, deseando que arrecie el viento, que despierten las olas y el mar vuelque todo su descaro contra su rostro. Atrás dejó el gorro obispal, ese puntiagudo. Quiere San Ginés jugar a piratas y pasear entre los cabosos de nuestra niñez. Tras él, José María, quien rifó su bastón de mando, aquel que lo define como alcalde. Deseoso está de saltarse todo protocolo para iniciar un Pleno con los pies en remojo en el charco más próximo. Celso, Antonio y Fefo cerraron la Casa de la Cultura. Calle abajo van tras el Obispo y el Alcalde, a ver quién llega primero. En una mano, las naylas de la infancia… al varadero, en donde yace la fiesta, sometida a una cura de urgencia….
Desde este preciso instante me disculpan, que me voy tras ellos, callejón abajo, sí, hasta el mar, en busca del garete imaginario del Puerto del Arrecife.
Si me acompañan, dispongámonos a vivir las fiestas del Puerto en toda su intensidad.

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