Pregón de San Ginés 1991

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POR   MANUEL PADORNO

Manuel Padorno  APUNTES PARA SAN GINÉS

En el año 59 al ser invitado el Grupo de Teatro y Poesía del Gabinete Literario de Las Palmas; del que formábamos parte, entre otras personas, Josefina y yo, precisamente para actuar, representar y leer poesías en las fiestas de San Ginés de dicho año, conocí Lanzarote.

Yo había pasado por aquí de niño, y joven – viajaba con mi padre – pero sólo había andurreado Arrecife. Me había gustado el silencio de la plaza de la iglesia, el ajetreo de su mercadillo, el Puente de las Bolas y el Charco San Ginés. Y había contemplado los volcanes que se ven desde el muelle como si fueran esculturas recostadas en el paisaje, esculturas que parecían mujeres tendidas, recostadas contra el azul del cielo.

Pero en ese viaje que hicimos en el año 59 todo fue distinto. Un amigo de Agustín Millares Sall, persona muy reconocida humana y políticamente clan-destina, del que ahora no recuerdo su nombre, puso a disposición del Grupo una guagua para que nos llevara a ver Lanzarote, sus campos, sus pueblos, sus playas. A él vaya mi reconocimiento, con toda mi gratitud, pues a tal gesto, en parte, se debe que Josefina y yo, ya casados, eligiéramos para vivir Arrecife desde el año 60 al 63. Descubrimos la emoción y la belleza absolutas del paisaje. Nunca un paisaje me pareció tan real e irreal.

Yo venía escribiendo poesía desde los 14 años. Escribía las cosas como las sentía. Pero alrededor del año 57, 58, comenzó a no gustarme cómo lo hacía -.el resultado final era compartido y estimado por mis amigos y colegas, poetas y pintores – pero yo pensaba que allí, en lo escrito, pasaba algo que me desasosegaba. Estaba bien escrito, pero no era eso, allí faltaba algo. Fueron años de reflexión sobre el lenguaje. Leía mucha poesía. ¿Pero qué pasaba con la obra de Per Abbat, San Juan de la Cruz o Luís de Góngora? En la obra de estos tres poetas, simplificando mucho las cosas, pasaba algo distinto, más intenso, que en la obra de los demás poetas de mis lecturas. Descubrí que era la intensidad, el modo de cómo estaban dichas las cosas, la intensidad precisa, el ajustamiento de las palabras, la forma ceñida y justa, que no sobrara ni faltara una sola palabra, esa tremenda precisión inigualable. Uno tarda muchos meses y años dándole vueltas a estas cosas, imbuido como uno está en su trabajo para sobrevivir, uno va arañando palabras que se parezcan a ese sentido del que estoy hablando, pero es difícil verlo, muy difícil.

Por esos años descubro también la obra de un poeta canario que casi no había publicado nada, unos cuantos poemas dándome cuenta por aquí y por allá: Domingo Rivero. Uno iba una y otra vez a esos pocos poemas dándome día tras día que habían sido escritos con ese sentido del lenguaje, en el mayor rigor poético. Por entonces su familia me da a conocer su obra inédita. Deslumbrante Rivera es¬cribe y corrige sucesivamente hasta dar, en la mayor justeza con el término exacto. Domingo Rivero se convierte para mí en el poeta del rigor canario. Con él empieza. Así lo creo desde siempre. La nómina se agranda al conocer mejor la obra de Manuel Verdugo, años más tarde, otro de los grandes poetas canarios del rigor poético. Nada sobra, nada falta, todo está dicho densa e intensamente, en la mayor justeza.
Por esos años, en Las Palmas, yo vengo escribiendo un libro que se titula Queréis tañerme, libro aún inédito, donde se vienen recogiendo estos problemas del lenguaje. Hay una expresión acuñada por mí en aquella época que me la vengo diciendo yo a mí mismo y convenciéndome de que si no es así no podré llegar a escribir como yo quiero: esta expresión es «cercarme». Este «cercarme» se agudizará precisamente cuando ya estoy en Arrecife. Uno tiene que ver, pensar muy bien, demoradamente, lo que siente y lo que ve, la realidad exterior. Ese es el gran problema. ¿Es qué tiene que haber una reflexión antes de ponerse uno a escribir un poema? No es eso. Uno trabaja con palabras solamente, con lo que piensa y con lo que ve, u oye, o gusta, o siente. ¿Pero qué pasa cuando uno está delante del mundo viendo y sintiendo todo? Hay un goce y la vida se vive tranquilamente, con emoción, con perplejidad. ¿Pero qué pasa cuando uno está contemplando el paisaje de esta isla?, ¿cómo decirlo? ¿Echándose uno a cantar, a contar, según los sentimientos? Podría ser. De hecho así lo hacen poetas que no quieren tener reflexión sobre el lenguaje. Y, a veces, salen obras magníficas, por supuesto. Ese camino yo fui abandonándolo poco a poco, a mi no me servía. Cuando uno está delante del paisaje tiene que hacer todo lo posible por llegar a verlo. ¿Cómo se ve? Hay que acercarse. Vamos a pensar únicamente cómo es y qué hace una gaviota, por ejemplo. Contemplarla día tras día, no de paso, no, hay que ir a verla, estar allí, ver cómo vuela, cómo se pone, hacia dónde mira, en qué peña se posa, cómo camina, cómo se queda inmóvil, cómo se posa en el agua, cómo chilla, o grazna, cuándo llega a la isla, cuándo se marcha, qué gaviotas se quedan por aquí, ya ancianas, viviendo su territorio, etc. Este es el «cercarme» al que me refiero. Yo no sé por otra parte si voy a escribir o no sobre la gaviota, pero estoy, pienso, intentándolo hacer, creo, con este acercamiento y cercamiento como reflexión y estudio.

En este tiempo, aquí, descubro lo que yo llamo las «estructuras» poéticas del lenguaje. Sólo tienen que ver con el lenguaje. Las «estructuras» están ya en el Poema del Mío Cid, en determinadas síntesis, por ejemplo, «Valencia la bella»; en San Juan de la Cruz, «Mi amado las montañas… «; en Luís de Góngora «nocturno lobo de las sombras nace… “Mi primer año en Arrecife, en Lanzarote, lo paso redactando «estructuras», lleno cuadernos y cuadernos. Contemplo determinadas cosas del paisaje y me pongo a pensar qué palabras las nombraría ajustadamente, en la mayor precisión.

Antes de seguir adelante debo aclarar ciertas cosas. Yo, en Las Palmas, en los años de que hablo, hasta el 59 seguramente, traté de cantar y contar no sólo lo que pensaba o sentía sino el paisaje en el que vivía. En expresión popular podría decirse que «los árboles no me dejaban ver el bosque». Infinitas cosas te llaman insistentemente la atención todas a un mismo tiempo y no puedes, no sabes cómo, o no quieres, prestarles atención una por una, una a una. Seguramente hay demasiado encandilamiento emocional. Vas entendiendo, además, poco a poco, que por muchas experiencias que tú tengas, por muy hermosas que sean, arrebatadoras y emocionantes, tuyas, personales, intransferibles, que con toda seguridad serán valiosas en tu oficio y vocación de escritor de poesía, de poeta, que a pesar de todas tus experiencias vas creyendo poco a poco que el único material que posees, el único con el que vas a expresarte son las palabras, el lenguaje. ¿Cuánto tarda un joven en ir comprendiendo esto? ¿Cuántos años? No me refiero a cómo y cuándo uno comienza a escribir, no. Me refiero a cuando uno comienza a darse cuenta que la única materia que casi uno no posee es la palabra. Comienza uno entonces a entender esa herramienta, a perfeccionarla, a verla con mayor claridad y nitidez, a personalizarla en una palabra. «Mi amado las montañas… “dice mucho junto, todo está muy prieto, muy intensamente junto, al mismo tiempo que dice tanto y tanto de todo, espiritualmente.

¿Y por qué comencé a «ver» en Lanzarote? Lanzarote es una isla que está delante de nosotros, delante y desnuda.

Nada más subir alguna de sus montañas o volcanes se ve toda, de un golpe de vista rápidamente. Uno si reflexiona sobre un sentimiento o una intuición de cómo se ven las cosas desde las Peñas del Chache, toma el coche desde Arrecife y se pone uno arriba en menos de media hora, o en cualquiera otra parte y lo contrasta con la realidad, con el paisaje. La isla, entonces, para mí, comienza a ser un lugar de trabajo, un lugar de confrontamiento con el sentimiento y con las palabras. De esto me doy cuenta y escribo «Hermoso taller el mío: la isla».

La isla está delante de mí, desnuda. Y yo puedo verlo todo, todo lo que vuela, todo lo que crece, cómo son sus campos, cómo es su orilla del mar, cómo es el mar, cómo son sus peces… Yo vengo con mi lápiz y con una libreta de papel aquí y trato de ir ajustando los nombres de las cosas a las cosas, las cosas al lenguaje, al sentimiento, a lo que se ve y a lo que no se ve, a lo invisible. Uno se da cuenta pronto que la isla tiene cosas reales que resultan increíbles, irreales, y cosas invisibles, o aparentemente invisibles que tienen su itinerario fuertemente marcado. Me refiero, por ejemplo, a las calles del viento. El bancal de arena de las de las islas de Alegranza, Montaña Clara y la Graciosa, emerge por la Rada del Penedo, justamente sube a tierra por Caleta la Villa y se almacena distribuida sobre Las Hoyas, formando la llanada que se conoce con el nombre de El Jable. El viento de la isla de Lanzarote tira continuamente de la arena, desde esa dirección, pero hay meses (septiembre, octubre, noviembre) que cunde con más fuerza conformando un alucinante río de arena que atraviesa la isla. Sube del jable, se encamina por un cauce invisible entre Teguise, ya muy alta, y Tiagua, pasa por Las Majapolas, ladera Mozaga y se dirige, por el llano de Zonzamas, a la ladera de la Montaña de Zonzamas, dejando a un lado San Bartolomé, donde casi no entra, baja Los Callejones y Los Goises, recorre los terrenos de Guacimeta (el aeropuerto) hasta caer en la playa de Matagorda. Un río, una calle de arena empujada y encajonada en la misteriosa orografía de la isla de Lanzarote. Yo he recibido la Montaña de Zonzamas bajo el intenso aguaje de la arena, sintiéndola todo mi cuerpo la continúa ráfaga, casi sin poder respirar y con los ojos cerrados, hasta dar un paso que, ya muy arriba de la loma, era el límite alto de la arena, el techo del aire. Seguir subiendo y contemplar desde la cima el terrible y concreto río de arena que atraviesa la isla, «la caminante arena» como yo la llamé.

Nunca serán los días tan propicios:
el aire alegrado,
la granazón de la ceniza, todo
lo que en un tiempo fue ternura.
Quede el amor por testimonio.
las montañas tendidas, los volcanes,
la amarillenta arena caminera,
tierra oscura atravesé callando;
la trabajosa viña, la hondura
del garbanzo, los sables relucientes
de la cebolla atravesé callando.

Las olas suben dentro de mis ojos,
el jurel afilado,
el rojo cantero.
Chillan las nubes, las gaviotas grises,
El cernícalo pasa encandilado
bajo celestes aguas luminosas:
Tiembla la luz por la caleta clara;
sobre peñas doradas, por las hoyas
blancas entra la luz temblando;
hermoso taller el mío: la isla.

En este poema pueden observarse mis «estructuras» poéticas; ya, según creo, absolutamente imbricadas en el texto. Estuve, como he dicho ya, un año redactándolas. Yo no sabía bien que iba a salir de aquello, pero cuando llegaba a concretar alguna y a escribirla y veía que se refería justo, en su relación, a una intensa concreción del mundo, sentía espiritualmente su beneficio: «mi casa el mar» o «la montaña tendida».

¿Cuánto tiempo tardé en ver la luz de Arrecife, la luz de Lanzarote?

Desde cualquier isla se ve la luz. Las islas son el territorio de la luz, de la claridad. Pero yo comencé a ver la luz y personalizarla en Lanzarote. El medio insular es terrible, los campos arden, los animales arden, los sembrados arden, las gavias humean:

Alguien siembra la luz entre los surcos. La tierra candeal se queda quieta, aquí, allá se ve azorado el grano ardiendo; florecen llamas, lenguas:
Alas de luz es lo que da la tierra ardiente brisa orea los sembrados, el oleaje de los trigos encendiéndose, el cabeceo de las brasas altas.

Arde el pan sobre la era solitaria; huele el aire a pan, la piedra, el agua.

¡Campos de luz! La arena bulle, rompe contra los muros blancos, se despeña desparramada por el suelo, vuelta.

Posados pájaros volando. Crece la luz a golpes, luminosos tallos: árbol de luz que sólo da la tierra. Desde mi puerta veo arando calma hasta la orilla, arar silencio hasta la cima, la bestia erguida lenta, al sembrador, al que siega, los altos pajonales; el aire huele a pan de luz, florecen oscuras, llamas: es lo que da la tierra.

Todo A la sombra del mar (ha sido editado en 1989, 26 años después de su primera edición, por el Cabildo Insular de Lanzarote, bajo la presidencia de Nicolás de Páiz), es el libro que escribí en mis años de Arrecife, de Lanzarote, y está recorrido por esta luz:

Suelen vivir los árboles, el hoyo
claro la mañana, el sol alto, el viento.
Suele la luz bajar, mirar oyendo,
bajar, echarse al suelo, oler, oler.

Suelen vivir los árboles, caer
la luz, olisquear las ramas,
roer los muros; va y viene luz mansa,
poco a poco se acerca, mira, huele,
picotea lo oscuro, amarillea
la arena, oscurece la tierra roja;
ve y viene mansa, oyendo mira, pace,
poco a poco se aleja; rumia
mis ojos, rúmialos.

Suelen vivir los árboles, el aire,
el sol bajo, el viento, el mar.

Esta marea es de la luz, cubre
las piedras, cubre
los cielos; esta
marea grande es de la luz. Rumia
mis ojos, rúmialos.

Más que hablarles de cómo fui construyendo las «estructuras» poéticas, quiero aprovechar la ocasión para contarles lo más brevemente posible al-gunas experiencias que fueron grandes acontecimientos de mi vida espiritual.

Yo vine a Lanzarote trasladado, a petición propia, de la fábrica de conservas de pescado donde trabajaba en Las Palmas de administrativo. Vine a Afersa, cuyo propietario, un lanzaroteño de alto corazón generoso, don Aquilino Fernández, a quien siempre estaré agradecido, confió en mí. Vine con mi mujer, Josefina Betancor Curbelo, quien trabajó por entonces, en el Instituto de Enseñanza Media de Arrecife, dando clases de Filosofía y de Inglés. Nos compramos un coche Volkwagen Sedan, con el que pronto re-corrimos la isla detalladamente, pocos rincones quedaron sin ver.

El asombro en Lanzarote está por todas partes. Es una isla mágica y maravillosa. Recuerdo el primer día que fuimos a Haría. Según se llegaba a Haría, viniendo desde Arrecife, se remontaba una pequeña colina y surgía, de pronto, el Valle abajo. Es una gran sorpresa. Paramos el coche y echamos pie a tierra. Es como un asombroso valle de Palestina, recoleto y espléndido. Las palmeras parece que han sido arrojadas, como desde donde nos encontrábamos, al azar. Es un valle y su ciudad crecidos como en el cuenco de unas manos bíblicas. Pero hay más. Según bajábamos el aire era más denso e irrespirable. Detuve el coche. No sabía qué pasaba. No podía respirar. No sabía si seguir adelante o regresar. A mí me costaba mucho respirar. Miré por sobre los muros de las gavias. Allí estaba el secreto. Inmensas extensiones tendían, en lo alto de los palos cruzados, la hoja del tabaco secándose al sol. Me quedé maravillado. A la emoción del paisaje se unía el hecho natural de la elaboración de uno de sus productos, el denso olor a tabaco me perturbaba, agrandando, en el arrobamiento, el espacio mágico de la contemplación del lugar.

Otro de los grandes asombros era el que nos sobrecogía al remontar la loma del Río y ver, abajo, la Graciosa, Montaña Clara y Alegranza. Una imagen súbita y arrebatadora, increíble.

O estar toda la mañana en las peñas del Chache contemplando la luz, Caleta la Villa abajo, los pájaros que cruzan y se hunden en el valle de Teguise, el cernícalo que pasa encandilado… La calma respirable y luminosa.

Otro de los asombros es el silencio de La Geria, un clamoroso silencio que no tiene fin, calmo y sobrecogedor, un enorme gong que resuena imperceptiblemente, que nos conmueve profundamente los sentidos.
Vivíamos al extremo de la ciudad de Arrecife, en un grupo de casas construidas para los enseñantes, para los maestros, frente a la playa del Reducto. Una noche leía cuando de pronto oí cruzar sobre el edificio una bandada de aves interminable, aves que abandonaban Europa y se dirigen costa africana abajo, al sur, o bien a Centro América. Un averío impresionante.

Las Playas, desde el Reducto a La Tiñosa, se llenaban de gaviotas, las pardelas. También las vi, a miles, procreando sobre las lavas del volcán, allá al otro lado, en Montaña Bermeja, donde también era asombroso contemplar los ‘bufaderos’ naturales de la costa, territorio virgen, único, emocionante.

O bien cuando iba a Playa Blanca, a Papagayo, como, de pronto, al atravesar el territorio de Las Breñas, hacia el sur, se levantaba de la ceniza un enorme pájaro pesado, la lenta avutarda, un ave que parecía que no podía remontar el vuelo más que para prolongarlo unos metros más allá, como si un trozo enorme de lava alada se moviera en el aire hacia un lado más tranquilo de la carretera, más adentro del volcán.

También vi el vuelo del garajao desde lo alto del Castillo de San Marcial, en las Coloradas. Qué asombro. De pronto un ave oscura del tamaño casi de una gaviota volando más quebradiza que ella, a toda velocidad, se hunde en las aguas luminosas y sale un poco más allá llevando un pez en el pico. No me lo creía. Me costó mucho creerlo. Hasta que lo vi una y otra vez. Asombroso.

No tengo más remedio que leerles, de A la sombra del mar, el poema “Pueblo en alto”:

Dentro del aire, bajo
muros del fondo,
alto especiero cuelga
por el suelo, arrastra
semillas olorosas.

Aquella noche viendo
las aguas estrelladas
llegar al mar, caer
la tierra.

Pueblo en alto
de aquel barco, toda
la vela las estrellas;
era el silencio quien
lentamente empujaba.

Dentro del aire, bajo
el muro, altas paredes
blancas, pueblo en alto
del camino de no
sé quiénes, de no sé
hacia dónde, de no
sé qué parte: allí
por aquel pueblo viendo
caer
las aguas estrelladas.

Este “Pueblo en alto” es San Bartolomé. Contemplar la noche estrellada en San Bartolomé es una de las mayores fiestas baratas de la isla. Como casi todas las fiestas del Archipiélago. El velamen de las estrellas arrastra la isla sobre el mar. Es entrar en la religión, en la mística, en el entendimiento del sin sentido. Pocas cosas hay tan arrebatadoramente bellas en Lanzarote, a no ser el talante humano de la mujer y el hombre lanzaroteños, como contemplar la noche estrellada, bajo los especieros de su plaza municipal, apagadas las luces, en la noche del silencio.

Lanzarote, símbolo del misterio y de la modernidad cultural europea, occidental (gracias, en parte, a César Manrique), pocas cosas hay en ti más maravillosas que bañarse desnudos y solitarios, con la mujer amada, un mediodía restallante de luz en la Playa de las Coloradas. Como Dios nos trae al mundo. Pocas cosas.

Querido San Ginés, queridas lanzaroteñas y lanzaroteños, que comience la fiesta. Muchas gracias.

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