Pregón de San Ginés 1996

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POR    JOSÉ BORGES CABRERA

Jose Borges Cabrera 1996-

Cuando el alcalde de Arrecife, me comunicó su deseo de que las fiestas de San Ginés 96, fuesen pregonadas por Los Amigos de Portonao, un gran honor y una gran responsabilidad recayó en todos los componentes, y por supuesto, en este viejo folklorista, que no dudó un instante en escribir el pregón, porque el amor a mi pueblo viene dado no sólo por el hecho de haber nacido aquí, sino también por conocerlo, honrarlo y servirlo.

Agustín de la Hoz, dijo en una ocasión, que no es fácil pregonar lo que está suficientemente pregonado, pero, aunque atípica para un pregón, yo elegí la historia que silenciaron, destruyendo y sepultando todo lo que nuestros mayores construyeron y diseñaron, posiblemente porque eran los símbolos de una cultura que no entendían, o para ahorrarse el merecido monumento a los que hicieron posible la evolución y progreso de Arrecife.

Permítanme pues, remover la memoria y conciencia de nuestro pueblo, porque ante la vorágine social y política que todo transforma, conociendo nuestra historia podremos amarrar el futuro.

Son estos conocimientos del pasado, los que pueden llevarnos a la salvaguarda de nuestra identidad, y recuperar nuestra autoestima y dignidad. También, lo que nos permite distinguir lo conveniente de lo falso las intenciones del colonizador de los verdaderos intereses de Arrecife, y lo que puede hacer que nuestros hijos, se sacudan el dominio y yugo impuesto por medio de culturas atrayentes, que les incitan al conformismo y a la mansedumbre incolora.

La cultura, la geografía, la conciencia de la propia identidad, son la base del amor al pueblo del que hemos de estar orgullosos, y por el que hemos de luchar en la medida de nuestras fuerzas y capacidad.

Por todo ello, y para mejor entender las peculiaridades de nuestras fiestas, debemos remontarnos al origen del pueblo en el que han surgido, y, olvidarnos de todo lo acontecido después de la década de los 60, porque, es a partir de esa fecha, cuando la etérea procedencia de los no oriundos asentados en Arrecife, dio lugar a una diversidad de pensamientos y formas de actuar, que cambiaron el colorido y sabor marinero de los Sangineles.

Yo no puedo hablar de unas fiestas de San Ginés sin tradición, por eso, para enhilar mis recuerdos con la historia, quise enmarcarlas en su ámbito original, recorrí aquellos lugares donde siempre se celebraron, y me embargó la tristeza.

Aquel muelle chico con sus farolas, sus escalinatas, su quiosco de la música, su paseo y paseíto con bancos donde se fraguaron tantos noviazgos y matrimonios de la sociedad arrecifeña, era sólo un recuerdo en mi memoria.

Seguí deambulando, y mis pasos me llevaron hasta la punta del muelle donde atracaban los correíllos, que por estas fiestas, nos traían desde el hielo para hacer los polos, hasta las orquestas y artistas que amenizaban los festejos y veladas. Desde allí, pude contemplar mejor al nuevo Arrecife, no me gustó, porque en aras de un progreso que nadie discute, se sacrificó lo que más nos identifica, y lo más bonito de una ciudad porteña.

Sentado en mi viejo noray, contemplé largo rato mi tierra, de su entorno, sólo pude reconocer la fragancia de la sal en el aire, y las montañas que acunan la ciudad; este paisaje, me trajo a la memoria, una vivencia que me enseñó por qué los marinos de Arrecife, quieren tanto a su pueblo y a su isla, y también por qué Lanzarote, es una isla marinera.

Para gozar de las fiestas de 1960, salimos desde Port Etienne, en el pesquero «Monte Aloña», patroneado por el paisano Domingo Hernández de la Puntilla. Durante 4 días, navegamos remontando la interminable costa de África hasta llegar a Cangrejo, desde allí, arrumbamos a Arrecife, y después de 10 horas de travesía, las montañas de Lanzarote, surgieron sobre las olas coronadas de espuma. Fue un espectáculo grandioso, todos en cubierta, mirábamos emocionados la tierra, que como un barco se iba aproximando. Allí estaba el hogar, la familia, los amigos, y la Patria.

Desde entonces, sé que mi isla es un trozo del continente que prefiere vivir independiente en medio del océano, recibiendo para ella sola todas las caricias del mar, pero a los conejeros nos atrae conocer otros mundos, quizás para romper ese aislamiento, y desde siempre hemos buscado trabajo y fortuna mas allá de nuestro horizonte.

Lo hicimos de la única manera posible, en frágiles veleros, breves puentes que hicieron posible la comunicación con otras tierras, el enriquecimiento de nuestra cultura, y el hermanamiento con los pueblos de uno y otro lado del Atlántico.

Lanzarote, la más oriental de las Canarias, fue la más sufrida, la más pobre, y la más ignorada. Las continuas sequías causaban tales estragos, que en las capitales de provincia surgieron voces aconsejando despoblarla y dejarla como coto de caza.

Pero a principios del siglo XIX, Arrecife comienza una actividad pesquera, que abre nuevas expectativas y nuevas esperanzas en la diezmada población de la isla.

A partir de 1880, la pesca deja de ser un sector marginal, y al calor de esta actividad se instalan en Arrecife industrias de salazones y conservas, se draga y acondiciona Portonao, se construyen muelles, barcos, salinas, carreteras y avenidas, se exportan nuestros productos y la nueva capital, se convierte en el punto de referencia de toda la economía de la isla.

En este siglo, se funda la primera y única escuela profesional de pesca del archipiélago, que tanto prestigio dio a nuestros marinos, y aunque hubo posibilidad de industrialización a gran escala de los recursos pesqueros (tan abundantes en el área geopolítica del archipiélago), los acontecimientos postreros a la segunda guerra mundial, y el mapa de África ‘surgido a raíz de las independencias de los nuevos estados del continente, frustraron tales iniciativas.

Después de la descolonización del Sahara Occidental, nuestros derechos históricos no fueron bien defendidos, y nuestros puertos quedaron relegados a una simple participación de avituallamiento a las flotas extranjeras, técnicamente mejor preparadas, y que en pocos años han esquilmado nuestros caladeros tradicionales.

A partir de los años sesenta, la isla, comienza a recibir las nuevas caricias de la economía derivada del turismo, y todo el comercio se enfoca al servicio de esta nueva industria.

Pero, mientras en los pueblos del interior, se mantiene y se potencian las tradiciones y la arquitectura isleña, en Arrecife se aplica la piqueta indiscriminadamente sobre edificios históricos, muelles, islotes, salinas y puertos naturales, de tal forma que en pocos años no dejaron ningún vestigio de nuestra cultura porteña, las vistas al mar de las avenidas que iban desde Portonao al Reducto, quedaron vedadas y pasaron a ser coto cerrado y privilegio de unas minorías, que por ironías del destino, jamás se habían mojado los pies en un charco.

De la noche a la mañana, en aquellas orillas donde los carpinteros de ribera habían dado forma a barcos y lanchas, crecían hoteles casinos, y una tupida e impenetrable selva llena de laberintos intransitables, que impiden ver la luz de nuestro horizonte, un horizonte de mar y sal, que dio oficios y una intensa vocación marinera y emigrante a los hijos de la isla.

Hoy, cuando ya no queda sitio ni donde tender las redes, en la mente de los viejos lobos de mar, siguen navegando aquellos barcos que un día dieron vida a Lanzarote, y una lágrima de añoranza, asoma a sus ojos gastados por la sal y la luz del océano.

Cuando César Manrique fue enterrado lejos del pueblo que le vio nacer, a mí no me sorprendió, él había dejado este mensaje en el mismo corazón de la isla, cuando aburrido hizo las maletas y se llevó consigo los restos de nuestra cultura marinera, allí en el mismo centro de la isla, y sobre la peña de Mozaga, dejó ingeniosamente engarzadas viejas chimeneas y tanques de los barcos que un día dieron vida a Lanzarote. La interpretación de su arte, es otra cosa, él quiso dejar la huella de su pueblo natal por toda la isla, señalizó carreteras y caminos con viejas botavaras, mástiles, cangrejos y timones recuperados del antiguo Portonao, y construyó nuevos pueblos marineros a imagen y semejanza del antiguo Arrecife.

No se puede estar continuamente partiendo de cero, hay que preservar ciertos lugares y costumbres, tener apego a nuestra tierra, y al pueblo del que procedemos, respeto y cariño a nuestros mayores, a nuestras fiestas, a la música, a la flora y fauna canaria, y a todo lo que nos identifique como pueblo. Si no, ¿cómo podemos cuidar nuestro entorno y sentirnos a gusto con él?.

La ciudad nos mira, tiene vida, y hace que nos sintamos protegidos, podemos entrar y salir de nuestros hogares, descansar y abrigarnos, sólo nos pide un poco de cariño y cuidado.

En todo esto hay un orden universal, las cosas están aquí porque los que las pusieron, querían dejarnos su ejemplo y una vida mejor. Una ciudad con todo el bagaje de su historia es otra cosa, estamos a tiempo y podemos recuperarlo, hagámoslo pues, por el bien de Arrecife y de Lanzarote.

Para años venideros y para estas fiestas patronales, debemos recuperar EL DÍA DE LA NAVAL, con procesión marítima, las regatas de botes a remos y por supuesto las avenidas para poderlas contemplar.

Termino diciendo que aunque es difícil mantener la alegría recordando estos desdichados episodios, éste, ha sido un momento de mucho júbilo para nosotros, por tener el honor de poder demostrar nuestro amor y lealtad al pueblo de Arrecife, como dijo Cervantes: «Tiempo vendrá donde anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta», mientras, disfrutemos de estos Sangineles y entre todos hagamos que nuestros visitantes, se lleven un grato recuerdo de nuestras fiestas y nuestra hospitalidad.

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