POR FÉLIX MARTÍN HORMIGA
Parece ser norma general, a la hora de pregonar unas fiestas, que el que lo vaya a hacer haga un recorrido por la historia del lugar donde se celebra las fiestas. Motivo por lo que es de mayor reconocimiento y valoración si el pregonero no forma parte de la comunidad, es decir: es un foráneo. Porque se le admirarán los conocimientos que tiene sobre la ciudad, pese a no vivir en ella.
De lo que se ha de suponer que la historia y los avatares diarios de una comunidad son materia de obligado conocimiento entre la vecindad. Sin embargo, dirigiéndonos a la realidad comprobamos que tal asunto dista mucho de ser verdad. Hemos de admitir que hasta hace muy poco ni siquiera en los programas educativos se incluían materias relativas a la historia local y que, en la actualidad, las carencias de estos contenidos señalan la deficiencia en la enseñanza. Es decir: lo local, o sea lo inmediato, a juicio de algunos, no posee historia, no la merece. Ésta, desgraciadamente, no es una afirmación gratuita. En ocasiones se ha tenido que discutir y batallar bastante para lograr que se declare un edificio de interés histórico o bien de interés cultural, pues frente a los argumentos a su favor siempre ha habido quien alega que de ser así habría que declarar también ciudades enteras de tal y tal sitio, pues nuestras construcciones son nada comparadas con cada una de las casas de esos lugares, plagados de peculiares e importantes edificios. Si tal fuera el criterio habría que buscar un primer referente y comenzar a descalificar el resto, evidentemente al final sólo tendríamos una raquítica muestra del patrimonio de la humanidad, una huella que sólo registrará el paso de determinados seres humanos por un sitio en concreto. Frente a las vías que desde Roma, por poner un ejemplo cuyo conocimiento está bien extendido entre todos, comunicaban un imperio, poco significarán el resto de los caminos, pistas y senderos que han vinculado a distintos pueblos, al comercio, a la cultura y a un sinfín de actividades humanas que nos han dejado vestigios y herencias que son hoy grandes tesoros. Lo más increíble, sorprendente y maravilloso es cómo un pequeño resto, un trozo de hueso, una cuenta vidriada, un fragmento de cerámica o varias líneas grabadas sobre las rocas pueden decirnos tanto de unas gentes que miles de años antes ya eran polvo confundido con la materia del planeta. La importancia es un registro que no está definido de forma absoluta, así tenemos que sobrias viviendas de dos plantas, sin mayor arquitectura que unas escuetas molduras, sencillas guarniciones marcando los límites del edificio y una carpintería ajustada a las necesidades básicas, pueden ser la parte importante del patrimonio de un grupo humano que tiene a estas edificaciones como un referente social, económico y cultural y registro del paso de este colectivo humano por el tiempo fabricador de la historia. Si no fuera así ¿qué sentido tendrían todas las normas de protección de unos restos arqueológicos cuya manifestación física es tan sólo un trozo de pared, o unas líneas en una piedra? Al parecer, frente a la existencia del Partenón, o las pirámides, tendríamos que pasar una pala mecánica sobre los yacimientos arqueológicos de nuestra isla. Y respecto al patrimonio documental, ¿tendríamos alguna posibilidad ante las tablillas de barro sumerias que relatan la magnífica epopeya de Gilgamés?
Cuando desde el consistorio municipal contactaron conmigo para que fuera yo quien pregonara estos últimos sangineles del siglo XX, pensé en varias cosas, una de ellas es, evidentemente, la responsabilidad y el honor que supone a un muchacho nacido en el Callejón Liso, hijo de marinero, dirigir las palabras que den apertura a unas fiestas que supusieron tanto en la niñez y cuya magia perduraba durante muchos meses como si de una enfermedad febril se tratara. Más adelante mencionaré mi particular iconografía, mi colección de imágenes congeladas para el culto, secuestradas del bullicio y del gentío de la fiesta. Otra cosa que también pensé fue plantearme el si acaso ya sólo celebramos un reintegro doloroso de la identidad, una constatación de los últimos estertores de un pueblo cuya cultura se ve amenazada. La otra cosa en la que pensé fue en darme una vuelta por las zonas del viejo Arrecife, bueno, realmente no tan viejo, pues me refiero al Arrecife de mi niñez. Y esta cuestión la resolví con cierta premura, pues se trataba de una condición que me había puesto a mí mismo antes de contestar al ayuntamiento si aceptaba la invitación de ser pregonero.
Volver a caminar los viejos límites de Arrecife embargó mi espíritu de antiguas sensaciones, miles de historias vinieron hacia mí y como un particular Virgilio me acompañaron. Recorrí el cielo y el infierno del Arrecife, pues de las dos estancias había presencia. Señores y señoras bien trajeadas convivían con muchachos ajados por la precoz incorporación a la actividad laboral, niños portando cargas, empujando pesados carros cuyos mulos se habían declarado en huelga indefinida, niños con pantalones cortos y raídas chaquetas enlutadas en los brazos, que más que vestirlos pregonaban la desnudez, ejerciendo así un efecto contrario. Celadores que mucho más tarde fueron guardias, marineros agrupados al pairo del desembarco, alrededor del bar La Marina, El Parral, del bar La Alhambra, regentado por Antonio Lorenzo, conocido, por evidente manifestación física, como «El manco»; del kiosco, con seña Teodora y seño Juan Prim al frente; del Costa Brava, con don Ricardo, y que antes se había llamado Los Alicantinos, regentado por los tíos de Katia, «La mujer sin cuerpo» que tanta expectación había creado a los lanzaroteños cuando veían, en una barraca por San Ginés, sólo su cabeza sobre una mesa, hablando como si nada. Familia que más tarde atendió El Refugio, en cuya pared se anunciaba un escueto «Casa de Comidas Camas»; La Vasca, que pasó de su primer emplazamiento en la calle Quiroga, al ladito de donde poco tiempo antes había estado el cafetín de Bonilla, de cuyas mesas circulares de mármol existe aún en casa de mi madre un ejemplar de las dos que mi abuela Carmela le compró a Antoñito cuando cerró el cafetín. También al lado, el Casino, con los hombres sentados afuera, los mismos que fueran denominados por García Escámez como «los moros notables». El Bar Billar de Diego, en la trasera del cine Díaz Pérez y luego en la trasera del Atlántida.; donde hoy está el bar Andalucía había habido un lugar para merienda, con unas sillitas tapizadas en tela azul, que terminó siendo un bar al que llamaban La Capilla, por la afinidad de sus propietarios con la Iglesia, y al lado, separado por el Callejón de Titi, el bodegón de Rafael con suelo de rofe y barricas decentemente apiladas.
Cercano a las fechas de San Ginés todo el mundo estaba en la calle. Era una novelería, pues llegaba el correíllo y se bajaba gente que cada año visitaba Arrecife, digno de mención el conocido Pepe Cañadulce, de obligada presencia, con su tambor y su megáfono, ejerciendo de auténtico pregonero, como las normas y casi me atrevo a decir que hasta Dios manda. Aunque pregonero, lo que se dice pregonero: Bartolo el celador, habrá quienes recuerden aquello de «sigue meneándote querida Irene, sigue meneándote que ya me viene», la provocativa canción que pretendió prohibir (dicen que por coincidencia con el nombre de su hija) Pepe Miranda siendo alcalde, y que Bartolo, tal como era su obligación lo iba pregonando cantándola, de tal manera que jamás se había oído tantas veces la canción de marras como cuando estaba prohibida. La Boca del Muelle y la Calle Real se iban poco a poco preñando de gente y, sobre todo, de betuneros. Mujeres recaderas iban de un lado a otro con canastas plenas de compras y con ropas desde las casas de las costureras. Crucita llevaba la más valiosa canasta, tapadita con un paño a cuadros azules y blancos, su mercancía era el paraíso de los chiquillos y de los golosos, pues Crucita vendía dulces, por la calle y casa por casa. Hablando de dulces no hay que echar en el olvido los de Margarita Toledo, esposa de Antonio Bonilla, el del cafetín, ni los de Rogelia, cuyos hojaldres bañados con fondán, los dedos de coco con cobertura rosa, las yemas y todo lo demás, que no recuerdo ninguno con mal sabor, eran una auténtica delicia. También abría su canasta a la chiquillería seña Pepa, sentada en una silla negra junto al chaplón de la trasera de la casa de Domingo Lorenzo, más o menos donde ahora se encuentra la tienda de Sam. Seña Pepa con la canasta cargadita de garbanzos tostados, mimos, chochos y chuflas y al lado, en un cesto, usando una batata como singular expositor mostraba, clavados en ella, los pirulines, las cucas, es decir la fruta pasada forrada de caramelo y las criaturas, que así llamábamos a las precursoras de la actual paleta.
El Lomo, La Vega, Tahiche Chico, La Florida, La Destila, La Molina, La Barriada del Carmen, El Norte, La Pedrera, La Puntilla, La Pescadería y las lejanas Arganas, la de Arriba y la de Abajo, rodeadas de la dinámica del jable que cruza la isla de norte a sur … Así mencionábamos a los primeros límites, antes de que existieran las primeras barriadas populosas, me refiero a Tite Roy Gatra, y aclaro, para no entrar en baldías discusiones toponímicas, que la menciono tal como aparecía en un cartel que colocaron cuando entregaron las viviendas, y la de Valterra, cuyo nombre completo en letras en relieve en la esquina de uno de los dos primeros bloques hacía alusión al Marqués. La primera Valterra era encarnada, brillaba como el exterior de un ostrón. Roja como una ciudad de sangre, Valterra dio población a una de las zonas más importantes de Arrecife: Puerto de Anos. La barriada fue como un barco atracado cerca del Carenero, pues todos los habitantes eran marine¬ros o tenían mucho que ver con el mundo del mar: fundidores, mecánicos, carpinteros y trabajadores de las factorías conserveras. Con esta barriada los llanos aledaños al mar de Naos se llenaron de voces y de una chiquillería que era el parvulario del mar, chinijos aprendices de marineros pululaban entre los talleres y las herrerías, entre los montos de redes violetas y entre las cuadernas desvencijadas de las embarcaciones que varadas esperaban ser reparadas. Por medio siempre estaban aquellos chiquillos pelados a la moña y con las orejas abanadas, con el cabello de puntas rubiáceas por la excesiva oxigenación, encachazados de la marea y el sol, salitre y ardor del eterno verano de la isla. Naos olía a brea, a hierros oxidados, a maderamen y a pegajosa ropa de agua. Y sonaba a golpes sordos y cantarines del marrón y del martillo sobre el yunque de las herrerías.
Se hace necesario hilvanar todo este mundo de memorias, fragmentado por la explosión que suponen distintas voces hablando, rememorando. Porque, he de decirlo, en mis palabras no sólo habitan mis recuerdos personales, además están los de aquellos que han compartido conmigo la palabra, el tiempo y, en los casos familiares, la sangre. Todas las voces son válidas, pero se van acumulando y terminan necesitando un mapa donde se registren a tenor de la época, habida cuenta el multiuso que un único espacio puede tener a lo largo de la historia. Esta es una tarea pendiente para poder entender cómo ha ocurrido la transformación del suelo y de la actividad en la ciudad de Arrecife. La tienda de Antonio Páez, en Luís Morote es-quina José Betancor, con su miel de melaza, espesa y dulce provoca recuerdos a niños que hoy tienen cincuenta o sesenta años. El bar de Javier el panadero, los distintos hornos de panadería, la tienda de María Morales, donde podían comprarse las piedras explosivas que en el Callejón Liso sonaban como disparos y las bolas de cristal llenas de cisquitos blancos que al agitarse parecía que nevara en el mundo lejano que reflejaba su interior. Los Pérez, los Guerra, lsabelita avecinada, por la carretera de Tías, por el negocio de ferretería y textil de Ramírez y Ferrer y, por la calle Alfredo Cabrera Tavío, antes Porlier, por aquel primer Salón Rosa de Bruno y Mauro González de Chaves y González, en cuya inauguración fue toda una novedad un tablerito exhibiendo unos modernos lazos de plexiglás de colores, que muchos, erróneamente, denominaban de tal forma a todos los plásticos transparentes o translúcidos, negocio que fue luego y hasta la actualidad de Jordán Bethencourt y que montó en la calle Real, justo donde estuviera la tienda de comestibles de Manuel Melgarejo. La Plaza o La Recova, el mercado principal de Arrecife, con su trajín de carros con los productos del campo desde la madrugada. Sandías de Soo, olorosos melones carraqueños, batatas de San Bartolomé, yerbas, hortalizas, granos y una multitud de gente. Al otro lado de la ciudad, por el poniente, La Pescadería, en solar ocupado hoy por la Dirección Insular de la Administración del Estado, como se dice tan largamente a lo que hasta hace muy poco se conocía como La Delegación.
Era Arrecife una realidad física partida en dos por la calle Real que tenía, pese a no ser ajena a las dos zonas, su propia imagen constructiva, producto de confrontarse lado con lado y de vigilarse los respectivos progresos. La calle Real, en el tramo desde la farmacia Tenorio hasta la Boca del Muelle, es el resultado final de la incorporación del interior de la isla al negado del puerto. Un centro alrededor de la iglesia, donde muy cerca existía un muladar público; donde documentalmente se habla de un teatrito en la esquina de la manzana de la recova, justo en la calle que hoy llaman de Manuel Miranda y que llegó a mencionarse como «Callejón al Mar», «Calle de Cabrera» y «Calle Salazón»; por aquí cerca la calle Disimulo, la actual García de Hita, y que era del disimulo por su función, porque por ella debían transitar las viudas recientes para acercarse a la iglesia sin mostrarse, por respeto de luto, y los pobres que no podían pagarse trajes dignos de la calle Real. El otro centro se aglutinaba en torno a la plazuela, que como un patio de armas estrechaba sus apéndices de contacto con las calles aledañas.
Arrecife ha tenido a lo largo de la historia todas esas cosas que construyen a una vecindad, comercios, bares, almacenes de grano, de cal, de materiales de construcción, barberías, una plaza mercado, con carnicería y pescadería, pensiones, consignatarios, agentes de aduanas, factorías conserveras, talleres representativos de los diferentes gremios artesanales y profesionales, una flota dedicada a las capturas en el banco Canario-Africano, entidades bancarias, escuelas, cementerio, servicios sanitarios, campo de fútbol y sociedades culturales y recreativas. Es decir: un asentamiento con una actividad socioeconómica. Lo cierto es que hasta casi los años cincuenta del todavía presente siglo XX, esta actividad económica poseía pequeñas señales vitales y no existía mayor horizonte de esperanza, para la mayoría de la población, que tratar de cambiar su destino escapando del rigor de una isla en la que era muy difícil hacerse un hueco en otra clase social distinta, por más privilegiada., que la que le tocó por nacimiento. O lo que es lo mismo, siempre hablando de la relativa generalidad, los hijos de marineros estaban condenados a ser marineros y los de los campesinos a lo propio. A ello habrá que añadirle que determinadas pautas políticas ralentizaron todavía más el enganche con la modernidad y sus capacidades liberadoras.
Con este recorrido o fragmentación he tratado de liberar un poco mis palabras de los lastres siempre presentes de las efemérides, las fechas notables y los personajes, de tal forma que mi pregón busca un camino más cercano a la rememoración y a lo coloquial, aunque también tenga que mencionar determinados hitos. Ahora mismo sólo pienso en dar palabras con contenidos espaciales que provoquen en quienes oyen, el encuentro con sus propias vivencias. Sé que si digo Molino del Cabopedro, muchos recordarán que ese promontorio que corona la Pedrera era la atalaya ideal para otear en el horizonte la señal inequívoca de las triangulares velas, la esperada arribada a la isla de los barcos. Si digo Bodegón de Micaela, recordarán aquel asunto del animal mitad gato, mitad conejo; el loro que gritaba «borracho, borracho», los chochos y las parrandas al calor del buen vino. Si digo kiosco, recordarán los paseos bailables, la banda de música, y hasta recordarán que estaba bien entero cuando lo demolieron. Lo había construido Ildefonso Lasso y se había inaugurado el 24 de agosto de 1895 y el pobre, el kiosco me refiero, no aprobó el examen de los nuevos tiempos, ni él, ni el propio Muelle Chico o de Las Cebollas que había sido el primer relleno, el primer trozo de suelo ganado al mar, allá por 1792. Se canjeó ese significativo espacio por una insulsa pista de patinaje y un jardincito japonés con puentito para paseo de inexistentes geishas de pies diminutos. Jardincito que fue diseñado para nadie, pues durante años una cadenita en cada entrada prohibía transitarlo. Si nombro las casas de la calle La Marina, los datos irán amontonándose. La primera manzana, hacia el mar: el bar La Marina, Juan el dulcero, la barbería de Modesto, el Parral; hacia la calle Real, el Café Exprés, el bar La Alhambra, más conocido por «el del manco» y hacia Quiroga la tienda de Guadalupe. Y cómo en San Ginés era casi imposible transitar por allí, las mesas del bar la Marina jamás estaban desocupadas. La especialidad de la casa: calamares. Frente, El Teide, con las voces adulzadas de los Huaracheros, Famara y el kiosco y el ferial repartido desde el relleno que luego sería el parque viejo hasta el campito de fútbol de La Punti¬lla. Circo, teatro, exposiciones en las aulas de la escuela de la recova, ventorrillos, juegos, tómbolas, aquella tómbola grande de la Boca del Muelle con el enorme cajón sorpresa para la última rifa, el día último de las fiestas y el suelo lleno de papelitos numerados y los gritos de ¡Una torre de calderos! ¡Una máquina de escribir a mano!, así se bromeaba cuando el premio era un bolígrafo o un lápiz, como si con la máquina no hicieran falta los dedos para escribir. Y, lo principal, el motor de toda esta actividad, un río de gente de un lado a otro, estrenando zapatos, trajes, esperanzas, alegrías. Recuerden el telegrama de «Manda dinero, las chicas desnudas, San Ginés encima». El bullicio de miles de personas y el olor penetrante de los adobos. Todo Lanzarote apretuñado en la estrecha franja de la avenida litoral. El ritual anual en el que cada yo se convierte en un nosotros y territorio, sueño y gente desfilan como un único ser.
Quiero ahora irme muy lejos: donde iba a nacer la ciudad de Arrecife, mirando desde la montaña al sur de Ajei, es una ensenada dulce con suaves lomas y unos leves barrancos que en la estación de las lluvias transportan el agua hasta la orilla del mar, formando gavias naturales y vegas encharcadas. Lo mismo ocurre en las cercanías del litoral cuando las mareas son grandes, el agua penetra hasta muy adentro formando lagunetas y grandes charcos, donde una multitud de aves encuentra comederos ideales. Las pocas y discretas elevaciones dan musicalidad al suelo, definiendo mejor aún las zonas lisas que llegan hasta el mar convirtiéndose en radas de fina arena y en una vital franja intermareal. Por el Naciente la costa es cortada aunque no muy alta; un tramo hacia el Poniente existe una gran caldera náutica, más alta su orilla por barlovento, que casi queda cerrada por una línea de isleos, le sigue a ésta una bahía que termina en una playa en cuyas arenas proliferan grandes médanos móviles, algunos afloran dentro del mar.
Es esta zona un continuo de calidad para el refugio y limpieza de navíos, por sus radas de suave arena, hasta donde fácilmente puede llevarse la nave a media marea o a marea alta y luego tumbarla de costado y comenzar a laborarla aprovechando la bajamar.
Posee dos puertos, el de Naos, que se perfila como el principal, y el de Caballos, llamado también de Arrecife.
Esta definición podría ser perfectamente la que hiciera en 1764 George Glas. Cuando habla de Naos le da importancia frente a la bahía de Arrecife a tenor de la posibilidad de que en Naos pueden entrar naves de mayor calado y dice de este puerto: «No hay ciudad ni pueblo, pero sí algunos almacenes, en donde se deposita el maíz [pronúnciase millo] preparado para la exportación». Lo que admira Glas de los dos puertos es la protección natural de las barras y los islotes, pues luego de traspasarlos pueden los buques quedar al remanso, lo cual facilita la labor de limpieza y reparación. Informa este traficante que una buena cantidad de naves usan el Puerto de Naos, «al no haber ningún otro lugar conveniente en ésta o en otra cualquiera de las Islas Canarias.»
Pese al grado de principalidad de Naos a ojos y conocimientos de Glas, la población se encontraba en Arrecife, la pequeña población de aquella época, pues 12 años después de la visita de Glas, según el «Compendio brebe y fasmosso, histórico y político, en que (se) contiene la cituazión, población, división, gobierno, produziones, fabricas y comercio que tiene la Ysla de Lanzarote en el año 1776», dice de Arrecife «que antes era un lugar muy reduzido y como de quince a veinte vezinos se adelanta aprissa y tiene 72 vezinos y una Capilla de San Ginés Obispo». Que Arrecife, dándole este nombre a un territorio litoral que contiene también a Naos, nace como aldea significante mucho más tarde, lo evidencia también el mapa del ingeniero militar Lope de Mendoza y Salazar, elaborado en 1669, formando parte de un documento-informe denominado «Discurso y Plantas de las Yslas de Canarias». En el dibujo de Arrecife, de Mendoza y Sala¬zar, se puede apreciar todo el frente litoral desde donde hoy se encuentran las balizas de Naos hasta el principio del Reducto. Apenas dibuja edificacio¬nes, tres casas al lado de la iglesia, una más en Naos, probablemente una edificación para marcar la entrada a la ensenada interior, el castillo de San Gabriel con los dos puentes levadizos que permiten el acceso a éste desde el firme de la aldea. En la leyenda figura el siguiente texto: «Planta de el puerto de el Arrecife cuyo castillo se reedificó el año 1666 por mandado del muy ilustre señor conde de Puertollano, gobernador, presidente y capitán general de las Canarias». En el discurso el ingeniero habla del origen del castillo y del incendio sufrido en 1586 y que desde esa fecha hasta 1666 había permanecido el puerto sin la defensa adecuada, pudiendo entrar un navío, matar y quemar a su capricho y salir tranquilamente. Evidentemente no podemos afirmar la cantidad de viviendas basándonos en que en el mapa sólo aparecen tres o cuatro, pero es bastante significativa la carencia de habitantes en el planteamiento desolador de los trazos del dibujo. Se conocen datos en 1772 que nos informan que Lanzarote tenía 7.825 habitantes, de los que 292 vivían en el Puerto del Arrecife o Puerto Caballos. Y el mencionado Compendio de 1776 traduce los 72 vecinos por 324 habitantes, los mismos que Los Valles y para que todos nos hagamos una idea de qué puesto ocupaba nuestra ciudad en el ranking insular les enumero los lugares y sus habitantes:
Teguise 1.386
Haría 796
San Bartolomé 648
Tinaja-Tajaste 531
Yaiza 468
Tías 445
Los Valles 324
Puerto del Arrecife 324
Máguez 320
Uga 292
Tiagua 279
Teseguite 265
Las poblaciones sueltas, cortijos, pequeños pagos y dispersos suman un total de 2.185 habitantes. Lo que da a Lanzarote una población total de 8.263 habitantes.
Así que Arrecife nacería, como posibilidad, muchos años más tarde, siempre planteando la hipótesis poblacional y no de uso del territorio, que todo el mundo sabe bien que como puerto y refugio este lugar fue usado desde siempre, recordemos a José Agustín Álvarez Rixo cuando, refiriéndose a Juan de Bethencourt, dice en su obra Historia del Puerto del Arrecife: «Vuelto a Sevilla remitió desde allí cierta fragata con víveres y gente de socorro, que llegó a Rubicón la víspera de Pentecostés de 1402; cuyo buque habiendo salido para España algunos meses después, lo efectuó del Puerto del Arrecife; siendo ésta la primera ocasión que se halla mencionado en la Historia».
Arrecife no es un núcleo poblacional importante sino a partir de los últimos 210 ó 220 años. Cierto es que desde ahí hasta la actualidad ha pasado por épocas bastante catastróficas, pero es bien cierto que esa fecha, especialmente la década de los noventa de 1700 marcó el inicio de posibilidades a aque¬lla primitiva aldea del mar.
Las ciudades de la antigüedad se fundaban por designios divinos, y el fundador tenía que sufrir un sinfín de pruebas o heroicidades, marcadas por los dioses, para ser digno de poseer el derecho a la fundación. Arrecife, cuyo origen sabemos marcado por su cualidad orográfica, tuvo que competir con otros puertos, playas y desembarcaderos de la isla, especialmente los cercanos al lugar de producción de las materias objeto de exportación. Lo que sí parece tener un carácter fundador, o cuanto menos de consolidación, es el comercio de la barrilla o, para ser más exacto: la exportación de las cenizas de esta planta a través del puerto del Arrecife. Se trata de la esperada oportunidad de Arrecife. Comienzan a proliferar por sus calles agentes comerciales extranjeros y gentes venidas desde las otras islas. Se gana mucho dinero y la actividad portuaria obliga a muchos propietarios de la isla a tomar residencia en el Puerto con el fin de estar cerca de sus intereses comerciales y, sobre todo, negociar con los comerciantes extranjeros. Es la época en la que la pesquería africana comienza a manifestarse positivamente, pues en 1801 ya los vecinos contaban con cuatro barcos costeros y dos destinados al cabotaje.
A partir de 1790 Arrecife cobra una dimensión y una velocidad de vértigo en lo que a cambios, progresos y consecuciones se refiere. En 1792, como ya dije, se inauguró, aprovechando la visita del obispo Tavira y Almazán, el Muelle Chico, exactamente el 29 de junio, en ese momento se establecería el reto de la lucha por la parroquia, independencia que obtiene en 1798, justo el año en que logra también la segregación administrativa de Teguise. El suelo de Arrecife comienza a tener valor, pues cada día se materializan nuevas edificaciones. Motivo por el que ocurrió, en 1805-1806, siendo alcalde D. Manuel José Álvarez, el enfrentamiento del ayuntamiento y los vecinos con el mayor Guerra, coronel gobernador de la isla, al pretender éste adueñarse de una buena parte del municipio. Son estas fechas claves para el desarrollo del pequeño puerto y cada consecución va concentrando los servicios de tal forma que, apoyado en la efervescencia y las reivindicaciones de sus pobladores, Arrecife, e126 de septiembre de 1847 se convirtió en capital de la isla. Y ya saben, cuando algo tiene valor le salen novios por todos lados, así que no me secuestro de la tentación de leerles una denominada por José Agustín Álvarez Rixo: Noticia territorial interesante, a sabiendas de que ustedes encontrarán curiosa similitud con algo sucedido recientemente en esta isla. Dice así este historiador:
«Sosegados los vecinos del Puerto del Arrecife y sus adyacentes del naciente y norte, yacían en la seguridad de ser suyos los solares y fondos de sus casas y predios: cuando en el año 1852, don Domingo Gil, uno de sus convecinos que había ido a Montevideo o Buenos Aires, se ha presentado equipado de ciertos documentos de los cuales se deduce: Que un D. Carrasco, natural de la villa de Lanzarote, a consecuencia de un atentado que cometió en algún baile, habrá 70 a 80 años, tuvo que fugarse de dicha isla: Que el tal era poseedor de un extenso territorio vinculado, en cuya cabida entraba la parte del naciente del terreno en que se ha fundado el Puerto del Arrecife. Y por su ausencia manejaba las fincas como cosa propia el capitán don Nicolás Carrasco, hermano o relativo del ausente fugado, al cual se creía muerto. Pero el descendiente de este prófugo, morador en aquella parte de América, le vendió al expresado Gil sus derechos de propiedad, con los requisitos y autorización de escribanos, firmas de cónsules usuales en aquella nueva República.
Presentado Gil en la isla de Lanzarote con semejantes credenciales, la justicia empezó a darle posesiones, que han sido contradichas por los vecinos comprometidos, algunos de ellos bastante ricos para sostenérsele. No sabemos cuál será el resultado, ni yo he visto documentos en pro ni contra, sino la mera relación que ahora escribo.»
El caso es que Rixo que, como ustedes saben, era hijo del alcalde que 47 años antes se había enfrentado al mayor Guerra, ofreció y regaló al ayuntamiento los decretos y ejecutorias que su progenitor había ganado. Como aportación al combate contra el pillaje y los sobresaltos que se efectúan contra los más débiles o peores defendidos.
Con estos ejemplos comprobamos la precariedad fundacional del Arrecife que hoy habitamos y que en los últimos años ha vuelto a tener una curva de bienestar o de bonanza económica, conjuntamente con el resto de los luga¬res de Lanzarote, similar a la obtenida en la mejor época del comercio de la barrilla. En aquella época un factor importante era el crecimiento, pues Arrecife apostaba fuertemente por ser un lugar principal en el orden insular, así que lo importante era sumar vecinos e incrementar la población. En estos años el mismo planteamiento no parece ser el más óptimo, pues se ha llegado a una situación de colmado que pone en peligro el futuro o la viabilidad de la isla. Así y todo, sin dejar de buscar mecanismos que resuelvan esta situación, no cabe duda que hemos arribado a una cultura singular donde lo propio sigue manifestándose y lo nuevo busca cauces de permanencia y de integración. Definiendo de esta manera cuáles son las tareas prioritarias. A mi juicio son dos las labores inmediatas: la primera, compete a los naturales, y se trata de la obligación de traducir a los nuevos habitantes cada una de las peculiaridades de nuestra sociedad: nuestras costumbres, nuestro pensamiento, nuestro acervo cultural y nuestros logros sociales. La segunda, compete a los recién llegados, y se trata de la obligación de atender a todas y cada una de las traducciones. Pues sólo así se evitarán fricciones innecesarias y malentendidos.
He hablado un poco de todo, a saltos por nuestra peculiar historia. De San Ginés poco tengo que decir, salvo lo que ya todos conocen: que forma parte de la memoria global de todos los lanzaroteños viejos, nómina en la que me incluyo. Y cuando digo memoria global es que me refiero, además de una batería de visiones del pasado, a la memoria de los olores, los sonidos y los ánimos. Dije al principio que hablaría de mi iconografía particular de las fiestas. Se trata de varias imágenes-sensaciones que para abreviar puedo reducir a cuatro cinco: Las turroneras, aquellas moyeras sentadas junto a su baúl ordenadito de turrones, monedas de almendra forradas de galleta o papelito blanco con un aro de cartoncillo. Los betuneros, agolpados en la Boca del Muelle, a la vera de los bares, ofertando con sus francas sonrisas el mejor saber para hacer brillar el cuero como si fuera cristal de azabache o charol. Sus cortos, aunque veloces, malabarismos y su especial cajita de dos tapas, una para cremas y otra para cepillos. ¿Alguien de ustedes alguna vez supo el precio exacto de uno de esos servicios?, ¿o se dejaba siempre a la voluntad? Las pequeñas ruletas, con los premios colocados entre las varillas por donde cantaba el señalador. ¿Es que nadie veía que donde estaban los objetos caros o los billetes altos la varilla estaba cambada hacia adentro impidiendo que se parara ahí el señalador? Lo que me atraía sobremanera era aquel pequeño carrusel con unos avioncitos girando y girando hasta que apretando un pulsador caían en picado como un obús. Y aquel hombre de sombrerito y delantal blanco que iba con una tabla, elevada sobre sus hombros, llena de pequeños cucuruchos con merengue. A aquel hombre yo lo seguía con la vista hasta perderlo. Me dejaban boquiabierto todos aquellos conos cargados de merengue de colores. Era un San Ginés primitivo, con cosas para sorprender nuestra ingenuidad: círculo donde se apostaba en qué hueco se metería el conejo que salía al levantar una caja; la Casa de la Risa; luego ya más reciente: la caseta de tiros en la que si acertabas una máquina te hacía una foto o se abría una compuertita y un artilugio mecánico te ofrecía una copa de licor.
Recordando de nuevo a Rixo, respecto a las fiestas de San Ginés, menciona:
«En la víspera del patrono S. Ginés usaban embanderar la plaza, y atormentar el lugar con pedrerazos. La propia noche hay fuegos artificiales; y como el lujo progresa se han traído ya estos del norte dicho año 1803, en que fueron proveedores el Sr. Álvarez y D. Lorenzo Cabrera. Entre las ruedas de fuego venían algunas designadas para rodarlas desde el puente sobre aquel tranquilo mar, y aunque no todas salieron bien, se ejecutó con admiración. Regularmente el 25 de agosto, hace sol que raja las piedras, no obstante, desde la una de la tarde hasta las cuatro, se embarcan en el muelle infinidad de camponeses (campesinos) de ambos sexos, para dar una vuelta por el puerto. Si casual o por malignidad de los barqueros, caen al mar algunas mujeres, es la mejor diversión para ellos al verlas aboyadas, merced a las muchas enaguas de seda que llevan. Por la noche se baila casa del proveedor, si tiene casa proporcionada, o en la de alguna otra persona que gusta que la gente se divierta, y los concurrentes comunes así que vuelven del embarque se retiran a sus lugares montados en camellos.
Las damas han adoptado las modas de Tenerife, se sale con gorra de paseo, se va a misa con basquiña y mantilla con blandas; estas empezaron a tener uso desde el año 1799, por las que de allí vinieron; otras van de manto y saya, y las pobres con mantilla blanca de bayeta. El traje de estas sigue el uso de la tierra, poniéndose la misma caperuza que los hombres pero de una manera inversa».
Nos da Rixo unas claves que indican cómo el Puerto del Arrecife se convierte durante San Ginés en el destino de la gente del interior y cómo las diversiones y los bailes tienen un carácter apropiado a los de una pequeña aldea que goza de una situación boyante, pues se refiere a 1805, fecha en que Arrecife tiene algo más de 1.400 habitantes, es decir en 27 años aumentó la población en 1.076 habitantes. Seguiría aumentando pues dos años más tarde, 1805, hasta 1815, se obtienen las mejores ganancias en el comercio barrillero y atrae a numerosas personas de las otras islas.
La situación actual, más globalizada en tanto que afecta también a los otros municipios de la isla, es muy semejante a la diseñada por las oportunidades que entregó a Arrecife el auge barrillero. Pero fue una actividad económica que cayó y que no encontró alternativa alguna para socorrer económicamente a la población acumulada. Así ocurrió también una caída demográfica, tengan en cuenta que en 1834 Arrecife contaba ya con 2.837 habitantes y, sin embargo, en 1845 se bajó la cifra a 1.571, valores que indican el declive económico de la barrilla y la forzada emigración.
Mantener una única opción económica trae consigo este riesgo: su caída afecta al mayor porcentaje de negocios y de actividad laboral y es como caer sin red, sin alternativas que ayuden a paliar la catástrofe. Hubo un tiempo en que teníamos la pesca, un campo cultivado o en siembra y América, ahora toda la actividad está vinculada vectorialmente con el turismo. Si, no lo quiera el destino, cayera este epígrafe del organigrama, Lanzarote pasaría a ser uno de los lugares oscuros para la vida. Es tiempo de emplear todas las frases admonitorias, desde aquella como «andar con pies de plomo» hasta las más útiles del refranero que sean relativas a la cordura, a la sensatez, a las previsiones, al ahorro y algunas tan jocosas pero tan significativas como la que nos invita a darnos cuenta de que un burro cargado de azúcar, hasta el culo lo tiene dulce, no vaya a ser que, cegados por el dinero, estemos lamiendo lo que no se debe. Es tiempo de advertir que el futuro es ahora, si somos capaces de controlar nuestra isla y se instituyen marcos y normas para impedir las salvajes apetencias especulativas, aunque nos vengan disfrazadas de promoción sin igual. El sonido del dinero, es un ritual que le procurará dinero a quien más tiene, es el silbato, el reclamo de los cazadores que reirán ufanos mientras se retratan con la pieza, rendida, ensangrentada y muerta al lado de sus duras botas.
Hubo un tiempo en el que Arrecife comenzaba en Puerto de Naos y terminaba en el llano del Reducto, los límites exteriores, sin contar las Arganas que había mucha tierra por medio, eran La Molina, La Vega, Tahíche Chico y el Lomo. Las zonas, pese al enfrentamiento guerrillero de los chiquillos y sus bandas tiradoras de piedras, estaban perfectamente armonizadas. Arrecife respondía a un patrón económico emanado de la pesca y sus derivados, contando entre estos derivados, además de las factorías conserveras y de salazón a la nómina numerosa de talleres mecánicos, de fundición, herrería, carpintería, tonelería, cordeleros, veleros, rederos y la rica y amplia industria salinera. Era una población reducida y las administraciones políticas, pese a detentar el poder, eran más bien discretas: se limitaban a administrar la ciudad, a mantener el orden y a garantizar que las decisiones estuvieran en manos de las mismas familias de siempre y de aquellas que se habían incorporado al reparto por razones políticas o ideológicas. Sin embargo, los tiempos han cambiado, para empezar: la industria salinera ya muestra amarillenta la esquela impresa en el momento en que la sal fue sustituida por el hielo. La industria pesquera es, salvo la flota sardinal y las unidades atuneras, pura presencia testimonial, pues no hay que olvidar que tuvimos la mayor flota artesanal de Canarias. Arrecife se ha convertido en una ciudad administrativa y comercial que vive de ser la capital de la isla y registrar en su suelo a la práctica totalidad de las empresas distribuidoras. Posee también la población de derecho más grande de la isla y su oferta de empleo, salvo en los grandes supermercados, parece ser la más estable de Lanzarote. Es decir: la población es uno de los potenciales más interesantes que posee Arrecife.
En el pasado reciente era tan evidente que no se tenía la posibilidad de participar en el destino de la sociedad que nadie, que no tuviera una mínima formación política o crítica, lo echaba de menos. Con la arribada de la democracia encontramos que Arrecife había tenido un crecimiento importante con los barrios de Tite Roy, Valterra, Altavista, San Francisco Javier, Tenorio y la ampliación de las dos Arganas y La Vega, Arrecife debe ahora aprender a mirarse globalmente, a observarse todas y cada una de las partes de su cuerpo, pues no le bastará ya insistir exclusivamente en su casco histórico, ya que de ser así cometería un doloroso agravio al resto de la ciudad, entonces los barrios de las afueras verán en el centro un lugar extraño del que hay que defenderse. La democracia supone la igualdad, el mismo tratamiento y también las mismas obligaciones. Los ciudadanos tendrán más y mejor disposición a cuidar una zona bien tratada, como las ajardinadas, empedradas y limpias del litoral, que un llano en el que las aulagas retienen papeles, hilachas y plásticos y en el que pocas veces se ha visto realizar, en periodos cortos, una limpieza por parte de los servicios públicos.
La participación de los ciudadanos en las tareas de la ciudad es primordial y nadie debe poner cortapisas para que esto no suceda. Nacer y vivir o acercarse a un sitio para habitarlo supone tener determinados derechos para decidir cuál debe ser su destino. También significa que su opinión es necesaria a la hora de las decisiones de las entidades públicas, especialmente en aquellas que afectan a la naturaleza, al medio y al paisaje.
Los muchachos y muchachas de los barrios bajan a la zona litoral de Arrecife, conscientes de que no deben pedir permiso para usarlo. Cada día los veo, en La Bufona, en el Reducto, en el Puente de las Bolas, en el Carbón y en la Pesquería. Y están allí haciendo lo que nosotros hicimos cuando niños, dándose botijas, margullando, tirándose de cabeza. Jugando en su pertenencia. Y los que se bañan en la Pesquería tal vez ignoren que ahí pegado estuvo la Pescadería. Ignorarán también que están jugando en una zona donde la vieja Basilisa tuvo una tienda, igual que Rafaela; que Mary «La Rubia», tuvo un barito de copas; también tuvo un bar Pedro González, conocido por todos como Perico «El Verano», que en paz descanse, pues ha fallecido recientemente. Que el viejo Arrecife terminaba poco menos por ahí, bueno por El Reducto, donde las Seis Casas. Y que por la línea frente al Parque de las Islas Canarias, cuando éste era mar, cerca de las viviendas de Luís Suárez y de seño Pablo «Patas vivas», había un solar con una línea de casitas al fondo y que en esa especie de placita que formaba el solar se hacían cada año espectáculos de títeres, cuyo personaje principal era Guillermito, que siempre estaba luchando contra el diablo; y que también Ditón, vestido elegantemente, tocaba un enorme acordeón acompañando las canciones de Estrellita, su sobrina.
Evidentemente todo ha de traducirse, acercar las historias a la gente, a la totalidad de Arrecife, a cada uno de los colegios. Para que se sepan los muchachos y las muchachas parte de una historia, habitantes de un lugar sujeto al tiempo y sus medidas. Especialmente, porque tendrán que aprender a saber cuáles son las mejores oportunidades para su ciudad. Tendrán que adiestrarse para su defensa, para que no despierten cada día en un pueblo nuevo, del que no se sienten parte.
Lo que sí saben estos chiquillos y chiquillas, tal vez de una manera inconsciente o automática, es que la zona litoral de su municipio tiene un atractivo sin igual, una calidad que los atrae. Y quizá sospechen todo el bagaje social y cultural que la zona o la actividad en ella contuvo. Igual han escuchado a los mayores hablar de Cabo Blanco, del Kiosco de la Música, del Muelle de las Cebollas o de la vieja flota velera. Los últimos arreglos en la parte antigua, tal vez, hayan oído que tienen que ver con la recuperación del espíritu porteño. En este sentido, aunque en mí no sea una nueva reivindicación, si quisiera aprovechar para plantear que una de las cosas que también deben arreglarse es la recuperación de la toponimia callejera, especialmente la que tiene un valor señalético incuestionable. Me gustaría referirme, en esta ocasión, a un solo caso, por considerarlo importante. La calle, en la que se encuentra este edificio, no puede no llamarse La Marina. De ninguna manera puede ostentar otro nombre, salvo que alguien haga desaparecer el mar y, por tanto, carezca de sentido definirlo, como lo define y lo nombra esta primera línea de casas que es la primera voz del océano en nuestros oídos.
Las gentes de Arrecife tenemos que dejar atrás esa creencia ingenua de que las cosas no van a suceder. Me refiero a que cuando alguien te viene y te dice «he oído que van a tirar el Puente de las Bolas para pasar una avenida», contestamos «¡Qué va, hombre! ¡Cómo va a ser eso!». Y nos quedamos tan tranquilos como antes, pues, realmente en ninguna cabeza cabe semejante cosa. Pero una mañana, nos levantamos y comprobamos que el que ha contratado a la pala mecánica que atenaza contra los pilares del puente, tiene una cabeza en la que caben muchas cosas. Así que será conveniente borrar de nuestros hábitos ese candor innecesario y con efectos tan terribles para nuestra ciudad. Participar activamente en el destino de la ciudad no sólo significa amada, significa también respetada.
San Ginés es San Ginés. Antes era un rito de iniciación y de presentación en sociedad y hoy, como somos otros, igual que el tiempo y todas las cosas que nos acompañan, pues seguirá siendo un rito de iniciación y de presentación en sociedad acorde a su tiempo y también a la singularidad cultural que hoy nos define.
San Ginés es también y sobre todo la fiesta de Arrecife. La que junto con el Carnaval sintetiza la diversión y la entrega a la amistad y al anfitrionaje de todos los que somos y nos sentimos hijos de este suelo que ha sido, a lo largo de la historia, bautizado con agua del Mar de Canarias y el amplio Atlántico.
Entremos por esta puerta que agosto, cada año, abre a nuestro paso, para que compartamos la palabra y los sueños, es decir: la felicidad.
Entremos por esta puerta que agosto, cada año, abre a nuestro paso, para que compartamos la palabra y los sueños, es decir: la felicidad.