POR MANUEL TORRES STINGA
El cosmos, la naturaleza, nuestro mundo y todos sus habitantes viven sometidos a la ley temporal de la repetición, al eterno retorno de estaciones, de situaciones, de acontecimientos y celebraciones. Y, de igual modo que las aves migratorias, con sorprendente puntualidad, cada año por unas mismas fechas emprenden el vuelo en busca de parajes más cálidos donde pasar el invierno, así también las gentes de todos los rincones de la tierra, siguiendo los dictados de esa ley cíclica del tiempo, acuden puntuales a la cita con sus fiestas.
Toda fiesta es celebración, toda fiesta es un punto de alegría, una gota de júbilo que un pueblo se regala a sí mismo para sacudirse el tedio del trabajo y para conjurar mediante la santa protección los contratiempos de la vida. Pero la fiesta es también rememoración, encuentro del pasado y el presente; y, de una u otra forma, participamos siempre en ellas, porque el retorno al origen es el principal alimento espiritual del que nos nutrimos quienes deseamos vivir en paz con nuestro pasado y en armonía con la comunidad que nos vio nacer y crecer.
Me siento, por tanto, en la obligación de agradecer a la corporación de Arrecife, a su alcaldesa y a su concejala de Fiestas la oportunidad que me brindan para rendir un tributo mínimo de agradecimiento a la ciudad donde transcurrió mi adolescencia y donde anudé lazos indestructibles de amistad y, también, de complicidad.
En este momento y en este lugar me importa más expresar afectos que conceptos y, en consecuencia, mis palabras sobre Arrecife y San Ginés está impregnadas más de emoción que de reflexión, más de sentimiento que de pensamiento, y manifiesto de antemano que este recorrido por Arrecife y por sus fiestas patronales no pasa de ser una breve parada en la estación más íntima –más decisiva también- de mi particular itinerario vital. No pasan de ser una pura evocación personal estos pliegos de lectura y, como tal, pretenden activar en los aquí presentes los oscuros y ocultos mecanismos de su memoria.
Invito, pues, a los respetables oyentes a que me acompañen en este corto recorrido por el espacio y por el tiempo de este Arrecife tan nuestro, que dejen volar la imaginación, que tomen mis palabras como música de fondo –aunque música no sean- y que tracen el personal retablo que cada cual haya ido componiendo, con el paso de los años, de su Arrecife y de sus sangineles.
Memoria y olvido nacieron juntos en la cultura griega. Debo a mi admirado maestro, el profesor y académico Emilio Lledó, la idea de que la memoria colectiva constituye un inmenso espacio de experiencia, de ejemplo, de aprendizaje y, por supuesto, también de escarmiento. El olvido, por el contrario, significa algo parecido a la muerte. Un hombre sin memoria es un ser mutilado; y un pueblo sin historia es un pueblo condenado a su desaparición y disolución.
Hagamos, por amor a este pueblo, un ejercicio contra el olvido y escribamos cada cual nuestra particular crónica sentimental.
Doy comienzo a la mía, que no deja de estar compuesta por ese continuo trasiego entre lo que he vivido, lo que he aprendido, lo que he leído, lo que me han contado y lo que he soñado.
Me fui de Arrecife hace 37 años, pero nunca he terminado de irme del todo. Soy como aquellas aves migratorias en ese eterno e interminable ir y volver.
Bien es cierto que cada regreso a Arrecife empieza a ser distinto, porque siento que la ciudad se me aleja y me rehúye. Tengo la impresión de que esa relación de desapego no surge tanto del variado paisanaje que la habita como del paisaje urbano que la ahoga. Me dicen mis amigos, y parece que lo tengo que aceptar, no sin rebeldía, que son los efectos secundarios de la enfermedad del crecimiento y el peaje que habremos de pagar por el progreso.
Pero no nos adelantemos y digamos las cosas por su orden.
En alguna ocasión W. Shakespeare escribió que el hombre está hecho de la madera de sus sueños. Las primeras imágenes que me brotan espontáneamente de Arrecife tienen que ver con ese particular mundo de los sueños, y se alimentan de una mezcla de novelería y aturdimiento. Yo había nacido en un pueblo, en Haría, y mis primeras y periódicas venidas al Puerto de Arrecife estuvieron relacionadas con las fiestas de San Ginés.
Aquellas atracciones del forzudo que arrastraba un camión con los dientes; del hombre que desprendía electricidad de su cuerpo y que, a su contacto, se encendían las bombillas; de Katia, la mujer sin cuerpo y con su cabeza sobre una mesa; de aquel faquir que vomitaba fuego y era inmune a los efectos de los cristales que tragaba, y de otros tantos espectáculos y fantasías de las casetas de feria produjeron, en mi imaginación infantil, la creencia de que existía otra realidad muy alejada de mi mundo cotidiano rural y la certeza de que era posible otro mundo tan fantástico como excepcional al que sólo se podía acceder habitando en la ciudad y disfrutando de sus fiestas.
Mis imágenes primigenias de Arrecife están, por tanto, estrechamente vinculadas con San Ginés y con el mundo de lo mágico y de lo extraordinario. En tiempos, además, de tantas carencias, la alegre exhibición de ventorrillos, el estridente altavoz de las tómbolas ofreciendo gangas de todo género y la lujuriosa exposición en puestos callejeros de almendras garrapiñadas, de cuadraditos de crocante, de turrones de Guía, de piñas de almendra, de azúcar algodonado y de otras muchas golosinas, siempre apetecidas y pocas veces probadas, añadieron a mis sueños infantiles la clara certidumbre de que las fiestas de San Ginés estaban localizadas en un territorio paradisíaco donde reinaba la abundancia.
Pocos años después, residiendo ya en Arrecife, vuelvo a sentir durante San Ginés una extraña sensación, una confusa mezcla de jolgorio por la fiesta en la calle y de desconcierto y culpa por la reprimenda escuchada en la celebración religiosa. Era el 25 de agosto de 1959. Asistía yo, con mis diez años, a la misa mayor en la Iglesia de San Ginés. Oficiaba la función don Lorenzo, que, al tiempo que párroco, era también director del instituto de la calle Coronel Bens, donde a los dos meses iba yo a iniciar mis estudios de 1º de bachiller. Gobernaba en la diócesis el obispo Pildain, quien nunca aceptó que en la vida de un pueblo podía ser compatible el baile y la procesión, pero yo tampoco entendí, en mi religiosa simplicidad infantil, por qué no era posible concordar la diversión y la devoción. Así que lo que el ayuntamiento de Arrecife proclamaba orgullosamente como “tradicionales fiestas de San Ginés”, el tronante don Lorenzo, desde el púlpito, lo convertía en “traición a San Ginés”. Por suerte, era yo muy pequeño para ir a los bailes del Casino, de la Democracia o del Torrelavega y no tuve ocasión de incurrir en los pecados y castigos del alma con que el párroco amenazaba a la feligresía mayor. Pero todavía en mis juveniles años de relación con los ritos y la liturgia no recuerdo ninguna procesión en San Ginés, porque hubo de transcurrir largo tiempo para que fiesta callejera y celebración religiosa convivieran en paz y sin interferencias.
Aquella primera visión infantil, extraordinaria, edénica, que mi fantasía se construyó de Arrecife con las imágenes de la fiesta en la calle, en nada se correspondía con los orígenes humildes de este pueblecito marinero, porque nada paradisíaco, ni de aura mitológica ni de leyenda heroica adorna nuestro pasado fundacional. No tiene Arrecife el ilustre origen de las grandes ciudades de densa historia, pero nuestros más entusiastas visitantes siempre soñaron con convertirlo en una pequeña Venecia del Atlántico. Sueño imposible, porque la sucesión de arrecifes, islotes, bahías y ensenadas que conforman nuestro litoral fueron, desde los principios de su poblamiento en torno al Charco y La Puntilla, víctimas del desorden y la improvisación. El hecho es que nuestros más significados y relevantes paisanos y visitantes siguieron añorando aquella ocasión perdida y todavía en 1946 surge la voz del poeta local Leopoldo Díaz que, en un poema sobre Arrecife publicado en el periódico Pronósticos, lo describe del modo siguiente:
Un cielo azul, que a nuestro mar asoma
para dar a su fondo transparencia;
dos castillos en franca decadencia
y una cruz que se eleva en una loma.
Todo, un aire veneciano toma,
cuando el mar en su indómita afluencia
invade la ciudad con su presencia
y un ambiente nos yoda con su aroma.
Un sol alegre que calienta y brilla;
es damero de sal toda la orilla
de un atlántico mar que nos rodea.
Una iglesia de un solo campanario,
un honrado y discreto vecindario
y una brisa especial que nos airea.
Humilde es también el historial milagrero de nuestro patrón. Cuenta la tradición popular que el rescate de un cuadro con la efigie del santo, que apareció flotando en la orilla, es la razón última para que San Ginés, que procedía de la alta montaña de los Alpes franceses, acabara patrocinando los destinos de este pueblo de llanura y eminentemente marinero. Y cuenta también la tradición oral que nuestro santo era exigente y no renunciaba a lo que, por devoción de los lugareños, creía que era su derecho, como ocurrió cuando se enfadó con los pescadores porque no le entregaron toda la parte que le correspondía en la llamada apañada de toninas que tenía lugar en nuestra bahía. En castigo, nuestro San Ginés se enfadó y durante muchos años no se volvieron a ver toninas en el cercano litoral.
Estos son nuestros orígenes y en ellos radica nuestra humildad y nuestra grandeza. Somos hijos de humildes trabajadores, de militares, de artesanos y de comerciantes de origen peninsular llegados aquí desde los tiempos de la conquista, o de aquellos mercaderes emprendedores venidos de distintos puntos de Europa que, desde mediados del siglo XVIII, han ido reforzando el tejido comercial de nuestro Puerto.
Esa oleada de viajeros de diversa procedencia no ha cesado hasta hoy. Unos han llegado para trabajar, y aquí se han asentado y confundido con nuestro paisaje humano. Otros han venido como visitantes atraídos por la rareza y lejanía del lugar, y, de su estancia en ese Arrecife, algunos eximios viajeros como Olivia Stone, George Glas o el investigador René Vernau dejaron escritas sus impresiones, que representan una mirada a nuestra incipiente ciudad hecha desde una Europa culta y curiosa.
Todos ellos han venido en son de paz, y Arrecife los acogió generoso, hasta el punto de que, en los comienzos de su andadura municipal, allá por el año de 1805, llegó a tener un alcalde portugués, precisamente el padre del que luego sería uno de los mejores cronistas e intérpretes de nuestro siglo XIX, José Agustín Álvarez Rixo. Y muy alta consideración obtuvo este alcalde del vecindario, al que defendió de los afanes acaparadores y especulativos del mayor Guerra, en su injusta pretensión de hacerse con la propiedad de gran parte de los solares existentes en el viejo Arrecife.
Otros viajeros no han recalado por aquí con iguales propósitos pacíficos. Nuestra travesía histórica está repleta de episodios de arribada de corsarios berberiscos y piratas europeos. Ya en 1586 una armadilla argelina al mando de Amurat Arráez fue causa del miedo y desgracia de aquellos pobres vecinos indefensos, tras la destrucción de la pequeña ermita de San Ginés y el incendio del primitivo castillo de San Gabriel. En los siglos siguientes este apacible pueblo marinero siguió expuesto a los peligros de los saqueadores ingleses y franceses.
Arrecife resistió como pudo los ataques de sus agresores, pero acogió como a uno de los suyos, como a uno de los nuestros, a todo aquel que arribó con propósitos de paz.
Para bien y para mal, Arrecife ha sido, en la historia de Lanzarote, la mejor y mayor ventana de la isla hacia el exterior. En aquel germinal Puerto de Arrecife, el forastero era recibido con expectación y con ansiedad, porque era el portador de las novedades venidas de fuera.
Aún en mi adolescencia, cuando Arrecife era todavía una pequeña ciudad comercial, marinera y pescadora, sin alojamientos turísticos que no fueran el Parador y alguna que otra fonda o pensión, y Lanzarote no pasaba de ser una isla visitada por algún curioso ocasional que había oído hablar de espectaculares erupciones volcánicas, irrumpe en Arrecife el fascinante mundo de Hollywood para rodar la película Hace un millón de años. Queda retenida en mi memoria la expectación para contemplar la electrizante y turbadora belleza de Raquel Welch. Por unas semanas, Arrecife sufrió una extraña transformación y aún recuerdo a los extras, a los taxistas y al personal de servicio del Parador contar a la concurrencia, con esa expresión de superioridad y orgullo que da el privilegio de la cercanía a las estrellas, anécdotas reales o supuestas de aquellos actores y actrices que, para nosotros, eran la más excelsa representación de la modernidad. Aquella sacudida colectiva tuvo su final en una fiesta dada por las autoridades: en el Parador para los artistas y en el bar Janubio para el resto del personal secundario participante en el rodaje. Ni yo ni nadie de mi edad tuvo la suerte de asistir a la fiesta, sólo de mirar con desconsuelo tras las ventanas y excitar nuestra imaginación adolescente con todo aquel lujo deslumbrante que hasta ese momento sólo pertenecía al mundo de la ficción cinematográfica y de nuestros sueños.
El estreno de la película sirvió para que en las reseñas de la prensa nacional se divulgaran nuestros impresionantes escenarios naturales. Fue una inesperada campaña de promoción turística, cuando aún la isla sobrevivía gracias a la agricultura y a la pesca y Arrecife no pasaba de ser una pequeña, soñolienta ciudad, ávida de cualquier novedad que fuera capaz de romper el tedio de la rutina cotidiana.
Pero no faltaba mucho para que estos viajeros ocasionales dieran paso al arribo masivo de pasajeros, que dejaron de ser forasteros y se convirtieron en turistas.
Me detengo aquí, en los años 60, en esa década que se ha dado en llamar prodigiosa, y que lo es para una generación a la que pertenezco, pero lo es también para el Puerto de Arrecife, adonde llegan los primeros ferrys de bandera extranjera y se sientan las bases del incipiente turismo. Aún recuerdo la primera arribada a Los Mármoles el mediodía de un domingo de septiembre de 1966 del ferry Black Watch, y, con él, la primera avalancha de turistas por las calles de Arrecife, agasajados por autoridades y por grupos folklóricos en el Parque Municipal y contemplados con curiosidad por los paseantes.
Me detengo a esa altura –digo- del tiempo y me vuelvo a los orígenes: al estado carencial, a la vida al borde de la supervivencia. No es bueno regodearse en las páginas más negras del pasado, pero no está de más rescatarlas a veces del olvido, no vaya a ser que un presente de opulencia oculte nuestra secular fragilidad económica, y un mal viento nos devuelva al principio, a ese indeseado viaje a la semilla con que la historia sorprende a veces el destino de los pueblos.
No deja de ser un guiño irónico, una travesura de la historia con la isla, el nombre de Pluvialia, o sea, “isla de abundantes lluvias” con que la identificaban los latinos en sus tratados de geografía, porque la historia de Lanzarote ha estado sometida secularmente a los azotes de la sed y la sequía y a su principal e inmediata consecuencia: la emigración de emergencia.
Quedan grabados en algunos nombres del antiguo Arrecife las huellas de ese tiempo de penuria. Seguramente los más jóvenes no saben que el pueblo llamaba al castillo de San José la fortaleza del Hambre porque, aparte de exigencias defensivas, fue mandado a construir para dar de comer a un ejército de necesitados después de una de esas cíclicas y apocalípticas etapas de sequía y escasez. Y quizá tampoco sepan que la Plaza de la Iglesia, mucho antes de que fuera remodelada, siguiendo los gustos estéticos del neocanarismo, por un jovencísimo Manrique, ya había cambiado su nombre por el de Plaza de Las Palmas, en agradecimiento a la ciudad de Las Palmas por la ayuda prestada a este pueblo después de otro momento de dificultad. Tal era la desesperación por la falta de agua en la ciudad, que en el año 1902 se llegó a planear la desecación del Charco de San Ginés para convertirlo en una gran mareta y recoger en ella las aguas de lluvia. Y, pocos años después, la visita del rey Alfonso XIII a Arrecife estuvo animada con gritos y letreros que pedían alguna solución para la sed popular.
Y para quienes deambulamos por Arrecife antes de que la década de los sesenta llegara a su mitad, prevalece como estampa inevitable la figura del carrero que reparte agua a domicilio, o de las mujeres junto a la fuente de La Florida para arañar un garrafón de agua salobre de Famara, o los camiones cuba llenando los aljibes de las casas privilegiadas y previsoras, o del buque de la armada descargando agua en los depósitos del muelle. Pero también prevalece en mi memoria uno de esos contrastes tan frecuentes en nuestra vida cotidiana, y es el antiguo campo de fútbol de La Vega y sus calles aledañas completamente anegados más de un invierno y los chicos del barrio navegando en jolateros.
La llegada de Termolanza convirtió en realidad el sueño, ese casi bíblico milagro de conversión del agua marina en agua potable, y si hay algún oficio por el que, quienes vivimos aquella pesadilla sin agua, no sentimos nostalgia alguna tras su desaparición es por el oficio de carrero. Ellos se resistieron a desaparecer y se desvanece en mi memoria el recuerdo de una huelga de estos aguadores que vieron peligrar su trabajo cuando la puesta en funcionamiento de la potabilizadora dio paso a la instalación del agua corriente a domicilio.
Nos negó la naturaleza el agua, y nos concedió a cambio otros dones que son: viento, mar y sol; barco y sal.
“Arrecife viene del mar y vive del mar”, escribió una vez Rafael Medina, nuestro entrañable Fidel Roca. Es cierto que hubo un tiempo en que Arrecife fue un pueblo que vivía de la pesca, y que su Puerto de Naos y los mares del África cercana se llenaron de barcos de aquí; y que los marineros, con largas temporadas de ausencia y la constante presencia y amenaza del viento, el frío y la lluvia, esperaban que sus difíciles condiciones de trabajo fueran un mal sueño; y que los armadores esperaban también tiempos mejores, con la ilusión de que su flota fuera más rentable y la industria del sector abriera nuevos mercados. Y mientras unos y otros devanaban sus vanas ilusiones, las mujeres de los barrios marinos de Arrecife, del Lomo, de Valterra o la Destila, desde la cumbre del Lomo del Molino allá por la Pedrera, desplegaban a diario la vista hacia el horizonte para avizorar, ansiosas, a lo lejos las velas de los barcos que regresan de la Costa, sabedoras de que, en ese preciso instante, el marino a bordo está entonando, al menos mentalmente, una copla que ella le ha oído cantar en los días de parranda:
Navega, Joaquina hermosa,
que el aire te tiene envidia,
que, con las olas del mar,
te vas quedando dormida.
Ansia marinera del regreso, alegría del encuentro con la ciudad, con sus fiestas y con su gente. Para otros marineros, la ausencia de alta mar se prolonga a tierra firme, y ni siquiera la alegría del regreso y de las fiestas mitigan su dolor, pues no tiene quien lo espere, y así lo expresa amargamente en su tonada:
Triste es la noche sin luna
para el marino en la mar,
pero más triste es amar
sin esperanza ninguna.
La actividad pesquera dio origen a un rico folklore y a variadas expresiones de cultura popular, a una forma de sentir y de crear.
Durante un gran tramo del siglo que acabamos de despedir, casi todo Arrecife se orienta hacia la actividad pesquera y hacia la industria de salazón y conserva de pescado. Nace y, a su abrigo se desarrolla, la industria salinera en la capital, y el paisaje de Naos y de La Vega o de las cercanías de la playa del Reducto se pueblan de ese gran damero de sal coronado de molinos.
Y en Porto Nao, donde se construyen, reparan y carenan barcos en pequeños astilleros de litoral, se desarrolla la actividad artesanal de cordeleros, veleros, rederos, herreros, calafates y, sobre todo, de los carpinteros de ribera, aquellos ingenieros navales nuestros del pasado siglo, que se han incorporado a la pequeña gran historia local, como maestro Alberto Sánchez, que construyó en el mismo islote del Quebrado la balandra Fermina, o maestro Luis Trujillo, constructor de la balandra La Rosa, o maestro Pepe Tabares, afamado fabricante de lanchas corvineras para la “pesca grande”.
El desarrollo de la pesca fue además la solución para la actividad portuaria, porque Arrecife nunca ha querido, ni ha podido, vivir de espaldas a su puerto. Al comercio de la barrilla le sigue el de la cochinilla, y luego el de las batatas, los tomates, el tabaco y, sobre todo, las cebollas, que dio origen al muelle que tuvo este nombre. Y en esta sucesión, la actividad portuaria de la pesca fue el último eslabón hasta hace bien poco.
Arrecife, hoy, sigue siendo mar, pero hasta ayer fue pesca y fue salina; fue tradición marinera y leyenda de costa africana; fue entrada y salida de barcos; fue una forma de entender la vida y de vivir al día.
Retorno a los años 70 del pasado siglo: todo empieza a ser radicalmente trastocado por los vientos huracanados del turismo y por los torcidos renglones de la geopolítica que provocan la lenta agonía del sector pesquero.
En medio de esta gran metamorfosis urbana y social que nos está tocando vivir, no cabe la nostalgia por una ciudad definitivamente sustituida por otra; ni aferrarse a la ilusión de detener el tiempo para congelar imágenes del pasado. Arrecife no se recupera mirando hacia atrás, sino desplegando la mirada hacia el porvenir, con un empeño colectivo (de sus habitantes, de sus visitantes y de sus gobernantes; de los transeúntes y de los residentes) para convertir esta ciudad, entre todos, en un entorno humanamente habitable; para amarla un poco más; para recuperar la maravilla de su marina y de sus atardeceres; para descubrir el silencio de sus rincones más recogidos; para implantar lo que aquí resulta excepcional y en otras zonas de la isla es lo habitual, esto es, los modos arquitectónicos y constructivos capaces de conjugar técnica y arte; para desarrollar planes culturales y financiar programas sociales que propugnen una mayor integración de todos los integrables y una mayor atención hacia todos los marginales. Debemos, en definitiva, construir entre todos una ciudad que se tome en serio la modernidad, que no puede ser signo de inseguridad, de incomodidad y de hostilidad sino espacio de bienestar, de productividad, de justicia y de solidaridad.
Siento por esta ciudad de Arrecife, que tengo por mía más que a ninguna, la ternura que se siente hacia las víctimas. Indefensa en sus orígenes, acogedora en su época de desarrollo y expansión y víctima de sus propias limitaciones, en toda su historia ha tenido que dar más de lo que ha recibido. Su escaso territorio la privó de contar con un aeropuerto, y la construcción de su nuevo puerto en Los Mármoles costó serio y prolongado litigio con otro municipio que le disputaba terrenos fronterizos. Hoy es ciudad capital y soporta con escasos recursos la afluencia de toda la población insular que acude a ella en busca de servicios. Otros municipios de la isla, antaño pobres, cuentan hoy con atractivos ingresos por turismo que Arrecife casi no percibe.
Dicen los antiguos que las ciudades tienen alma, y dicen los modernos que cada ciudad tiene su signo de identidad. Si fuera así, yo sólo me atrevería a decir que el alma de Arrecife, su actual seña de identidad se debate hoy en un conflicto de contrastes, entre un entrañable pasado de pueblo tranquilo y apacible, cuya arqueología humana puede estar representada por esas tertulias ante la fachada de la casa amarilla del antiguo cabildo, en las paredes del antiguo cine Atlántida o en los alrededores de las Cuatro Esquinas; y la moderna cara de la ciudad, ruidosa, desordenada, alocada, incómoda, poblada de profesionales, de viandantes, de inmigrantes, de visitantes y de gentes de toda especie que dan a su centro urbano un aire de diversidad, exotismo y multiculturalidad no fácilmente digerible para la población tradicionalmente asentada en esta urbe. Aquel pueblo humilde ha devenido en ciudad desproporcionada y bulliciosa.
Pero Arrecife no sabe vivir sino abierta y confiadamente. No es, no ha sido nunca, una sociedad cerrada. Ha mirado siempre más allá de los mares y ha gastado sus energías en reducir las distancias y en salvar las dificultades de la doble insularidad y del aislamiento. No tenemos derecho a derrochar esa preciada herencia y sí tenemos el deber de devolver, mejorada, a nuestros hijos la ciudad que recibimos de nuestros mayores y que, en algún momento de nuestras vidas, tuvimos la suerte de disfrutar.
Esta ciudad ha cambiado, y sus fiestas lo han hecho también.
Pido permiso a Cervantes para apropiarme de una de tantas sentencias de don Quijote cuando le dice a Sancho que “cada momento tiene su propio afán” y afirmar que cada época cuenta con las fiestas que le son propias. Hoy las fiestas de San Ginés son lo que tienen que ser y antaño fueron lo que la sociedad del momento logró que fueran.
Bien está que el Arrecife actual incorpore a sus fiestas aquello que en su pasado conformó su más peculiar manera de expresión festiva, pero no nos debe vencer la nostalgia por aquellas fiestas de San Ginés de otro tiempo que, seguramente, en nuestro afán de salvar el pasado, hemos terminado incluso por mitificar. Debemos hoy celebrar unas fiestas acordes con los tiempos que corren y con la sociedad variada y plural que nos ha tocado vivir.
Y cumpliendo con la tradición medieval del pregonero y respetando su misión anunciadora, digo para terminar: “con el permiso de la autoridad, hago saber a los habitantes de la isla que las fiestas han comenzado, y que quedan todos convocados a las mismas; en particular, los nacidos y habidos en este lugar”.
Que la alegría de este San Ginés de 2003 inunde por unos días las calles y rincones de este Puerto de Arrecife.