POR Dª HERMINIA FAJARDO FEO
ARRECIFE POR LOS CINCO SENTIDOS
con el mar de fondo
Quiero pensar que ha sido mi pertenencia a un grupo pionero en organizar a las mujeres para luchar por sus – por nuestros- derechos a principios de los años 70: la «Asociación de Mujeres Canarias» la razón del por qué, precisamente yo, esté en este salón. Quiero pensarlo así porque de ello deduzco que estoy aquí por mi condición de feminista militante, y eso, más que por otras actividades que una haya desarrollado en la vida, me satisface de manera especial.
Me gusta porque me da la oportunidad, además, de reivindicar el término, de mostrar mi reconocimiento, públicamente, aquí en este marco y en estas fechas tan señaladas, a las madres de mi generación, a nuestras madres, que sin saber lo que era el feminismo, es más, rechazando con energía el vocablo por ignorar su exacto significado, se empeñaron en echarnos fuera de nuestras casas para convertirnos en seres emancipados; nos empujaron sin tener noticia de los vientos de liberación que soplaban por Europa y por Estados Unidos – para que aprendiéramos a ser un poco más independientes de lo que ellas habían sido. Actuaban, sin ser conscientes de ello, con la divisa «niñas, con cultura y saber serán más libres».
Mi reconocimiento pues a nuestras madres, sí, pero también a tantas voces de mujeres de esta tierra, con muchas cosas que decir, que no tuvieron la ocasión de ser escuchadas porque nacieron en una época en que sólo les estaba permitido susurrar; y susurrar en el ámbito más próximo, en círculos familiares, en corros de amistades muy íntimas y poco más.
Cuántas vocaciones frustradas. Cuántas aptitudes desperdiciadas. Cuántas desatendidas. Cuántos poemas, o pinturas, o esculturas dedicadas a los santos porque dar protagonismo a asuntos más paganos estaba pésimamente visto.
Algunas vieron su nombre impreso. Pocas. De las más no queda ni su sombra. Fueron mujeres sombra. Entre las primeras recuerdo a María Morales Topham, la primera lanzaroteña que publicó un libro de poemas y cuyos versos, según José María Pemán, estaban «llenos de fervorosa inspiración». La fotógrafa María Lasso, valiente y moderna, hermana mayor de Pancho Lasso de quien fue mentora y al que apoyó en su aventura artística. Inocencia Aldana, llena de humor, firmaba como «Doña Clarines» en los periódicos «Pronósticos» y «Antena». Agustina Ayala, nuestra Doña Agustina, colaboradora de la revista «Mujeres en la Isla», editada en Gran Canaria por Esperanza Vernetta, María Teresa Prats y María Paz Verdugo….
Todas ellas, y muchísimas más de todas las Islas, están siendo rescatadas y estudiadas por Chicha Reina para mostrarlas en una publicación de la que disfrutaremos pronto. Estoy convencida de que a medida que Chicha y otras investigadoras sigan dándole a la moviola de la pequeña-gran historia de esta comunidad seguirán sorprendiéndonos con nuevos hallazgos. Mi reconocimiento y mi respeto a todas: a las rescatadas y a «las mujeres sombra”. Sobre todo a «las mujeres sombra», que nunca conoceremos porque nunca fueron oídas, porque nunca pudieron dejar rastro.
Vuelvo al principio. Ignoro los criterios que se siguen a la hora de decidir a quién se nombra pregonero, o pregonera de las fiestas patronales. Sean los que sean, gracias por llamarme. Gracias por darme la oportunidad de sentir hoy con ustedes a Arrecife.
Parece que no corren buenos tiempos para la lírica en esta ciudad de nuestros amores, pero como considero sano ir contracorriente, haré mixtura.
Contaré que tuve dificultades en hilvanar estos folios. No sabía cómo comenzar.
Primero intenté, como Manuel Padorno, tan ligado a esta isla, convertirme en nómada urbana atravesando mentalmente calles que ya apenas conozco. Luego me puse a releer lo que Pessoa, Kafka, Borges o Saro Alemán han escrito sobre su Lisboa, Praga, Buenos Aires o Las Palmas de Gran Canaria… digamos que buscaba inspiración; mas, al ser consciente de mi «pequeñez» ante tanto genio, cerré sus textos y me esforcé en enfrentarme imaginariamente a Arrecife como espectadora ante ¿una obra de arte? Se me dirá ¡pretenciosa! Pero yo les diré, y ustedes estarán conmigo, que hay obras de arte que pueden ser buenas, regulares y malas; y a veces hasta horrorosas. No es éste el caso.
Los sentidos son como ranuras en nuestro cuerpo por donde penetra la realidad. Cuando se aprecia una escultura, un cuadro o una obra musical reaccionamos emocionalmente a través de ellos.
Yo he intentado percibir
ARRECIFE POR LOS CINCO SENTIDOS
1.- Por el gusto:
Si a cualquiera de nosotros se nos pidiera que citáramos «pueblos con Sabor» jamás mencionaríamos Arrecife; no es éste ni mucho menos un núcleo urbano que haya mantenido viva su memoria o su espíritu, su historia o su solera –si es que algún día la tuvo- tal como se entiende una ciudad así. No es una ciudad con sabor, no, pero sí es y ha sido una ciudad sabrosa. Pobre sí, pero con sus gustillos peculiares: el del mar el primero.
Además del sabor del mar, siempre humedeciendo nuestros labios ¿Cuáles son los sabores de Arrecife? Toda la subjetividad de este sentido se vuelve objetividad y comunión si nombro a Juan con su triciclo sigiloso, pasando sin llamar en los zaguanes, dejando en la talega colgada de los picaportes, sin equivocarse nunca, la cantidad exacta de panes: tantos blancos y tantos batidos con su miga húmeda y esponjosa.
Todos catamos la «pota» del carro de Petra, y algunas nos colamos en el bar de «El manco» por pejines. ¿Quién no tiene idealizados los dulces de Rogelia? o los mimos que como un tesoro nos traía Crucita en su cesta de pírgano cubierta con impoluto paño blanco. ¿Y los «pirulines» de Lucía? Y luego: los bocadillos de chorizo de la tiendita frente al Instituto; la ensaladilla de Marcial en el Casino; los calamares del Janubio servidos por diligentes Artiles y Graciliano mientras Gerardo, Hernán y la vocalista de turno amenizaban la consumición.
Y después llegó don Ricardo y montó el «Costa Brava», donde tocaba Doña Luz con sus muchachas, con su cocina más sofisticada que enseñó a mi madre a preparar la lengua y estuvimos comiendo lengua una vez por semana.
Hoy nuestros sabores son bien distintos. Algunos dirán que nuestro paladar se ha refinado. ¡Tenemos hasta mencionados en la Guía Michelín! Tenemos otros gustos. Hemos cambiado para bien.
Aunque se nos haya alejado por barreras de hollín de nuestro aliento, el del mar será por siempre nuestro sabor más peculiar.
2.- Por el tacto:
Dice el arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa en su ensayo «Los ojos de la piel» que «todos los sentidos, incluida la vista, son prolongaciones del sentido del tacto; los sentidos son especializaciones del tejido cutáneo, y todas las experiencias sensoriales son modos de tocar. Nuestro contacto con el mundo tiene lugar en la línea limítrofe del yo a través de partes especializadas de nuestra membrana envolvente».
César Manrique era un maestro en el manejo de texturas que incitaban al tacto y en sus texturas, más que Arrecife, el Arrecife que apenas le hizo caso, estaba Lanzarote entera.
¿Quién, que haya apoyado la mano en cualquier piedra del Castillo o del Puente de Las Bolas, no se ha sentido conmovido por la cantidad de sensaciones que percibe? Reconozco que soy una maniática del contacto físico con las cosas, sobre todo con piedras arruinadas de otro tiempo, porque siento que transmiten palpitaciones de todos los que rozaron el objeto antes que yo.
¿Qué tocamos en Arrecife? Mejor tocábamos porque parece que cada vez hay menos elementos que tocar. Tocábamos las maderas en las puertas y al respondernos (recuerdan el «¿quién’?» y el «paz») olíamos intimidades de la casa y si el olor era a comida se activaban nuestras papilas gustativas; veíamos su doméstico interior; escuchábamos sus sonidos familiares. Sentíamos el alma de sus moradores.
Tocábamos y simultáneamente acariciábamos los aldabones de metal, tan grandes y tan relucientes, frotados con mangrina, y recibíamos afectos de mimos anteriores.
En los cristales opacos por el salitre tocábamos el jable que a ellos se adhería. Y con el salitre tocábamos el mar. Y el mar lo seguimos tocando.
Poco a poco, como tantas ciudades en el mundo que han pasado por procesos similares, «la modernidad» está convirtiendo a este Arrecife en intocable.
Pero nos queda el mar. El mar como nexo dando continuidad entre generaciones.
3.- Por el olfato
Si me pregunto ¿Qué aromas conservo de Arrecife? Tengo que responderme que no es aroma precisamente el primer recuerdo archivado en mi nariz.
Es un olor terrible, repugnante, horroroso que evoqué lo tengo muy presente- leyendo «El perfume» de Suskind envidiando retrospectivamente a su protagonista carente de pituitarias. Aquel olor era una pesadilla que duraba día y noche.
Entre mis primeros olores también está el del mar. Gracias al mar no perecimos durante todos los años en los que desde las fábricas de conservas de pescado y de la falta de draga del Charco de S. Ginés emanaban pestilencias que nos perseguían hasta nuestros rincones más íntimos, se colaban en las casas, se impregnaban en las ropas, se metían con nosotros en la cama. Nos envolvían.
Sobrevivimos gracias a la brisa marina. Al mar. El mar es, con toda seguridad, mi gran olor. En segundo lugar exhumo dos: el que procede tanto de los fritangos de calamares del bar de La Marina como el de la estela de colonias fortísimas que abandonaban tras sí por la Calle Real las mujeres «virtuosas» dejando de este modo constancia de su presencia.
¿A qué huele Arrecife hoy? A veces por las orillas huele a mar. Ciudad adentro huele a todo. A comida sazonada con especies nuevas, a basura, a gasolina quemada… huele a lo que huele un crisol de cinco continentes. Huele, sencillamente, a lo que queremos que huela porque los olores los hacemos, los hace, la ciudadanía. Tenemos lo que procuramos. Y nos gustan estos nuevos olores.
A lo mejor podría intentarse que también la brisa marina sobrepasara Los Cuarteles y alcanzara Argana Alta. Todo es ponerse.
4.-Por el oído
En Arrecife no existía el silencio. Nunca existió el silencio total. Aunque en las casas la música se escuchara bajito. Nadie se esmeraba mucho en subir el volumen a las radios porque la fuerza del sonido del mar podía con todo.
Llamaba el cartero y con su voz el mar encabritado rompiendo contra el muro del muelle. Clamaban al sereno y el mar les respondía haciendo coro al ¡va! Pitaba el guardia urbano y el mar lo suavizaba. Traqueteaban las ruedas de los muchos carros y de los pocos coches y el sonido del mar siempre detrás.
En Arrecife no existía el silencio. Pero sí los «silencios». Pero sí los secretos; secretos también envueltos por el mar. Y por el temor. Y por el miedo al horror. Secretos que descubrimos cuando sus portadores se habían marchado para siempre o estaban a puntito de irse.
(Conocí a Agueda Negrín casi desde el mismo momento en que vine a este mundo, la veía un día sí y otro también, y siempre, aunque cantara o riera, con un halo de tristeza en su mirada. Hasta el verano del 1977 no supe el por qué de la amargura en su semblante, no se fiaba. Esperó a la celebración de las primeras elecciones democráticas para desvelar su secreto: «tenía veinticuatro años, era militante de la UGT se lo llevaron a Fyffes y no lo volvimos a ver nunca más». Era su hermano, era uno de «los silencios» de cuarenta años.)
Era el mar el que lo envolvía todo haciendo confundir los ruidos con las voces.
Hoy el mar apenas se oye. Entre todos hemos conseguido enmudecerlo; sin darle tregua le hemos ganado la batalla imposible.
Tampoco hoy existe el silencio en Arrecife. Esta fórmula urbana que hemos puesto en práctica para vivir juntos, para convivir, ha «preferido» la música de las perforadoras, la de los cláxones, la de los motores de no se sabe qué, la de la bulla ciudadana diversa y compleja, y multicultural, la de las radios a todo volumen frente al rumor de la marea, frente a las sirenas mismas de los barcos.
Oímos lo que hemos querido oír. Y así nos gusta.
Nuestra música suena como nos ha dado la gana. Con isas y folias sí, con boleros y rock and roll y rap también, pero además con fados, con cumbias, y tangos, y sones, y sabar y nguel o wango. Enriquecidos. Con ruidos. Sin silencio.
5.- Por la vista
Después del mar, y con el mar, al principio era la armonía. Un ritmo propio. Una cadencia.
Mi padre , según su primo Luís Fajardo «perito en poesía», era también un ser muy especial, que amaba los colores y los sonidos de Arrecife, y nos enseñó a amarla y a apreciarla e incluso a ver belleza donde otros encontraban fealdad, se sorprendía de que el único monumento que nos adornara fuera, precisamente, la Cruz de los Caídos de la Plaza de la Iglesia y, antes de que se hiciera el Parque, tenía contabilizados los árboles del casco urbano; según él, no pasaban de una docena -y entre ellos contaba hasta los dos de la casa de D. Fermín, el médico.
«¿Cómo es posible que una ciudad sin verde, tan sobria, sin adornos, te conmueva?» le escuchaba decir. A veces paseando, a veces en conversación de sobremesa, señalaba la coherencia de las edificaciones desde La Puntilla a La Destila, desde la Boca del Muelle al Lomo, sin grandes diferencias entre clases sociales pues un pueblo de pescadores convertido en capital- salvo en la calles Real, Fajardo y alguna otra- apenas disponía de grandes casas. (¿Quién fue la mujer de Lot que situándose en el Puente de las Bolas miró hacia atrás e hizo que el Dios justiciero no dejara piedra sobre piedra?)
Cuando comenzamos a desbaratarnos, cuando esto tomó el rumbo de Sodoma no por los pecados, que también, sino por la destrucción de identidades (la historia y la identidad de un pueblo se construyen en sus calles y en plazas)- mi padre se lamentaba de que se estuviera perdiendo la armonía.
El Arrecife que conmovió a mi padre, el que, por supuesto de niños, conoció mi generación, no distaba mucho del descrito setenta años antes por Olivia Stone o por Antonio María Manrique «Fue decía mi padre- durante muchas décadas y parada en el tiempo, un rompecabezas perfecto donde todas las piezas encajaban, construcciones y calles guardaban equilibrio entre anchura y altura, con sus puertitos, con su pequeño centro urbano alrededor del cual latía el corazón de sus vecinos. Con su mar».
Leandro Fajardo, que este era su nombre, tenía muchos «hobbys», además de explicar al que trincara a mano la teoría de la relatividad de Einstein, dibujaba sin parar en unos cuadernos enormes – que no eran ni cuadernos ni nada, sino catálogos de papeles pintados- planos de ciudades que describía con entusiasmo. No sólo se atrevía a corregir lo que él consideraba errores urbanísticos de La Habana o Buenos Aires, sus dos pasiones, no, sino que antes que nadie se pusiera al empeño trazó los ensanches de su Arrecife – que le era más que una pasión– con parques, con grandes bulevares ¡con su circunvalación y todo!.
Lástima que desapareciera tan pronto sin tiempo de ver romperse los silencios ¡ni de convertirse en asesor del alcalde demócrata para enseñarle todos sus proyectos!
Arrecife ya no es armónica ni equilibrada. Casi de súbito se alteró la concordancia, se rompió la relación de dimensiones; en las mismas calles estrechas se disparatan las alturas. Ya el centro no es el centro y los viejos vecinos han huido en desbandada hacia otras nuevas periferias.
Sin embargo hemos plantado árboles y levantado monumentos, y hemos regado de esculturas flamantes avenidas. Hemos reconstruido ¿o construido? nuevos escenarios, nuevos espacios; nos han llegado nuevos usos que con el tiempo se convertirán en tradiciones. Y tenemos el mar. El mar de siempre. Y en el mar tres islotes, un charco, un puente y dos castillos que nos reconcilian con nosotros mismos, con nuestro pasado y con nuestro futuro porque, estoy segura, eso sí que permanecerá. Más allá del 2.020, mucho más allá, los ojos de los hijos de nuestros hijos verán una ciudad bella para eso estamos poniendo los cimientos- levantada entre todos a partir de una aldea y, además, disfrutarán de un parque en un Islote del Francés sin construcciones.
El mar hasta el horizonte inabarcable. El mar liberación o freno. El mar portón de entrada o puerta de salida. Siempre el mar que para eso somos arrecifes.
La síntesis de Arrecife por los cinco sentidos podía estar en el cine. En el Cine «Díaz Pérez», más tarde en el «Atlántida», veíamos y oíamos películas, olíamos la humanidad a nuestro alrededor y, como te descuidaras, te sorroballaban los soldados. ¿Quién da más?
Precisamos afinar percepciones para nuestros sentidos. Es fácil emprender proyectos en periodos de vacas gordas. Con presupuestos holgados, bien o mal, lo hace cualquiera. En vacas flacas, en tiempos de dificultades, el reto está en acometer empresas de convivencia para alcanzar la meta en que todas estaríamos de acuerdo, la que esperamos todos: lograr el bienestar. Y el bienestar no es más que disponer de una serie de condiciones que nos hacen agradable la vida. Paisaje, música, voces, y solidaridad, y flexibilidad, y afectos, y respeto… E IGUALDAD. Dotarnos de todos estos elementos es labor de todos y de todas, no sólo de una corporación. Ahora toca ¡la imaginación al poder! que no sabemos cuánto tardarán estas vacas en engordar.
¿Saben lo que sería deseable? Que a partir de estas fiestas aprovecháramos esta crisis para recapacitar sobre nosotros mismos, aquí y ahora, y proyectarnos con una identidad renovada igualitaria, local y multicultural y sostenible- en un mundo global que no da tregua. Plantearnos una personalidad que parta de la creatividad de sus vecinos y de sus vecinas para disfrutarla con todos los sentidos.
Las resacas son buenas para la reflexión.
¡Ay San Ginés! (que por eso estoy aquí)
Tardé años en conocer la historia de este francés, obispo, de Clermont Ferrant, que arribó a nuestras costas como tantas vírgenes y tantos santos que se anclaron para siempre por acá y bajo cuyas advocaciones quedaron nuestros pueblos: dicen que una tabla pintada con su imagen recaló en el Charco flotando; igual ¡qué cosas! a las gentes de otras tierras que arriban hoy a estas playas a la búsqueda de El Dorado: en cierta medida, al encuentro de lo mismo que perseguían los primeros conquistadores de los que seguramente, en parte, procedemos.
San Ginés llegó en silencio y así estuvo lo que me alcanza la memoria.
A San Ginés ni se le oía, ni se le veía, ni se le olía, ni se le tocaba.
En mi juventud San Ginés era una entelequia que daba nombre a las fiestas. Y, acaso por no dejarlo salir a la calle, su nombre degeneró y se multiplicó y ya no estuvo asociado a procesión sino a festejo pagano: «los sangineles».
En los «sangineles» al Santo lo tenían tan recluido que apuesto a que nadie hubiera sabido decir cómo era su cara. Lo encerraron durante no sé cuantos años para que no viera ni oliera el pecado carnal corporeizado al mediodía en Solita Ojeda cantando en «El Teide» y por la tarde-noche en los bailes del Casino, La Democracia o el Torrelavega donde, por cierto, las parejas danzaban «dejando circular el aire» por si las moscas. ¡Pobre San Ginés! cuán sano era todo y ¡cuánto se perdió con el encierro!
Menos mal que con los tiempos ha salido mejorado y hasta lo sacan en procesión haciendo perder, eso sí, la originalidad de nuestras fiestas de Santo pero sin Santo.
Con él o sin él hoy 13 de agosto toca comenzar la juerga. Empieza la diversión.
TODOS A LA FIESTA
que lo ordena el alcalde y la pregono yo. Gracias
Herminia Fajardo Feo