SOLIDARISMO SOCIAL
Me encuentro en la obligación de agradecer a los jóvenes e inquietos directivos de nuestra ya centenaria sociedad «‘Democracia» (En cuestión de nombres señeros –vinculantes– y de expoliaciones furiosas – manu militari– hay suficiente argumentación previa que debatir y, en su turno, no poca historia inmediata que dilucidar) el haberme convocado aquí, queridos amigos, para exaltar una vez más los ideales de generosidad humana y de solidarismo social que dieron pábulo constante a la vida de tan acreditada y vigorosa institución.
Y sin otro mérito que el modestísimo privilegio de ser yo el más atolondrado evocador del espíritu en que se forja la Santa Casa, aquí estoy para hacerlo.
Sobran pruebas de que los lanzaroteños supieron apreciar: en todo tiempo y circunstancia, la aportación desinteresada y valiosa de nuestra sociedad «Democracia» a cuantas acciones comunes, culturales y humanas, se emprendieran en la Isla para proclamar y defender la soñada igualdad social –monda y lironda, en aras de seductoras mentiras y de gangrenados filisteísmos, y para divulgar en cada rincón del terruño las convicciones gustosamente aceptadas sobre el hombre, la naturaleza y la sociedad, e impulsarlos de modo progresivo hacia el nuevo tiempo regenerador donde, al cabo, los trabajadores del campo y del mar pudieran descubrir por sí mismos, y desde la propia dignidad personal, el secreto de la convivencia ciudadana bajo el signo enriquecedor –nunca mejor el apretón de manos– de la unidad y de la concordia. Es decir, la convivencia fraternal que anteriormente no habían podido encontrar en la incuriosa servidumbre o en la ciega algarabía –fuente de rencores y fanatismos, y que tendría que buscarse, en adelante, en la participación, la negociación y el diálogo, ésto sobre todo, supuesto que a todos habría de incitar a la generosidad más solidaria y a los propósitos más honestos.
Bien sé que todo solidarismo social, como toda verdad, lleva en sí multitud de enseñanzas y sentimientos capaces de modificar nuestra anterior manera de ser (compadrazgos mezquinos y rencillas pueblerinas, que, en general, promueven la desunión de la comunidad en provecho del pícaro), mas lo sorprendente fue la instintiva democracia que se manifiesta por entonces entre nuestros marineros, artesanos, comerciantes y pequeños propietarios, frente a una minúscula aunque prepotente «burguesía» –instalada aquí, en vaivén, a lo largo del siglo XIX– que basaba su orgullo y su prestigio nada más que en la superioridad de su dinero, pero que carecía de arraigo e influencias, a salvo, claro está, aquellos «títulos» y «patentes de corso» que el funesto caciquismo le otorgaba como fiel servidora de la causa… Como muy bien ha escrito don Antonio María Manrique (1882), «la nueva clase de los recientementes enriquecidos pretenden, no solamente atropellarnos con sus ochavos, sino también ignorar la aristocracia por excelencia: la aristocracia de la Inteligencia». Cierto, porque en tales fechas hay en nuestro Arrecife conductas y reacciones casi patológicas contra el talento, el éxito o simplemente ante la vida normal que pretenden hacer los fundadores de la sociedad «Democracia» –unión aglutinante de antiguos «Círculos de Amigos»–, cuyo propósito inicial no era otro que el de convivir unidos en sociedad, en un ambiente privado, familiar, con vistas al bien común y, por ende, al regeneracionismo individual– siempre válido como medio y como fin–, al que todos han de contribuir y del que todos deberán beneficiarse.
Pero, téngase en cuenta, los hombres actuantes que forjan el espíritu de nuestra sociedad «Democracia» obedecen también a su pura individualidad, o a su individualidad ya mutuamente aceptada por otros individuos con los que están conformes en convicciones, sentimientos y voluntades para despertar en cada cual las sendas dormidas en que yace la patria chica y que deben manifestarse y expresarse con y desde una conciencia insular. No podía ser de otro modo, claro está, en un terruño aislado, tan quemado y tan trabajado, árido y fecundo, donde nada hay absoluto ni extremoso: malpaíses y volcanes .., y el infinito mar que a nadie excluye y a todos sugiere el dolor de los hombres, las ideas legítimas de su razón y el trabajo humilde de sus manos. No necesito hiperbolarizar ahora para que se comprenda la importancia de la altruista colaboración social de la «Democracia» y en qué medida habría de favorecer en adelante a la frescura casi turbadora de las características de una ciudad capitalina todavía en cierne. A través del marcoluz de la Historia del Arrecife, qué duda cabe, la sociedad «Democracia» decanta autonomías individualistas y se convierte en actuación y cauce de una nueva vida ciudadana que repercute en toda la población «como unidad» muy superior al mero individuo –más bien de costumbres e inclinaciones conservadoras– que se equivoca y desconoce adrede el alcance redentor de la solidaridad social. El Arrecife de la segunda mitad del siglo pasado recibe de nuestra «Democracia» innumerables impresiones que le ayudan a formar su entusiasta y recia personalidad («Todos los hombres, hermano Galión –dice el Séneca—, quieren felizmente vivir»), de suerte que la pequeña ciudad asume inevitablemente el cauteloso e inteligente estoicismo ante sus por entonces insolubles y cotidianas dificultades, pero sintiéndose ya una comunidad socialmente regida por la concordia y la decencia civil, en la que cada ciudadano colabora y aprende a rechazar lo irracional, la consigna sumaria o la mediocridad mental y estática, enemigos espantosos del dinamismo social.
La influencia de nuestra Santa Casa sobre la incipiente sociedad mesocrática y artesana del Arrecife es incalculable, tan grande, altruista y heroica, que ni ella misma se ha podido dar exacta cuenta. Si yo tuviera que proclamar ahora una breve definición de esa influencia socio–histórica, sin vacilar diría: el haber reemplazado el egoísmo frustrante, individualista, por la bondad de los corazones abiertos frente a sus semejantes, y a continuación añadiría: el haber logrado, además, la presencia y la figura del hombre nuevo del Arrecife en una sociedad más solidaria, intensa y fecunda, ya en posesión del carné que lo prestigiará e identificará para siempre con el bien común, como miembro de una sociedad humanizada, tranquila y esperanzada, que considera a los demás amigos –dígase más bien, familiares– como un otro yo y como tal le estima, le respeta y le ama verdaderamente.
Más aun, el hombre nuevo del Arrecife vive y afirma su personalidad en la sociedad «Democracia», instalado va definitivamente en el plano humano que le corresponde – hay mucho que contar del mar y del trabajo duro a bordo de los barcos- como parte entrañable de este pequeño mundo geográfico, sentimental, social e histórico, donde ha nacido y vivido hasta la hora postrera… El hombre nuevo del Arrecife, junto a una clara entrega al trabajo y una abierta esperanza ante el porvenir incierto (1896-1923) recupera en buena parte el talante y el lenguaje peculiares de quienes, como hombres e isleños, quieren ser auténticamente lo que son, en todas sus formas, desde el hambre al amor, frente a ese espectáculo de lo infinito, inconmensurable del mar… El hombre nuevo del Arrecife convive en la «Democracia» fraternalmente, en igualdad, en familia, como pequeña sociedad que es y se conoce mutuamente desde la cuna a la sepultura, sintiéndose ineludiblemente hermanos, respirando bondad y espíritu de sacrificio por los demás (faena la más preciosa de la vida) y repugnando, por el contrario, de la intolerancia testaruda y de los manejos astutos e impunes. El hombre nuevo del Arrecife se siente en la «Democracia» menos degradado e inútil, más íntegro en todas las estancias y contradicciones de su intimidad, a sabiendas, claro, de que está superando las dramáticas humillaciones del pasado inmediato, año tras año, hombre tras hombre, supuesto que lo de antes había sido un achicarse sin límites, un mirar al suelo, un bajar la cabeza, como el paria desnudo y melancólico ante cualquier voluntad repulsiva y prepotente. Pues bien –me digo a estas alturas–, aquel hombre nuevo del Arrecife está superando, además. su aprendizaje de amor a la propia tierra, y sabe ya que tiene que convivir solidariamente con sus paisanos para poder ser y sentirse íntegramente lanzaroteño, virtudes éstas que él acepta sincera y operativamente con el fin de transmitir a los recién llegados, a quienes incluso hoy son los protagonistas de la herencia recibida y por lo mismo del perpetuo renacer de nuestra Santa Casa, contribuyendo a que tan hermosa y secular tarea jamás se termine definitivamente, de modo que todos sigamos renaciendo en ella y con ella reconociéndonos, siempre accesibles al mayor número de hermanos, sin exclusión ni discriminación alguna.
Quizás, entre los años de 1.860 y 1.896, el inveterado individualismo del Arrecife -un producto atávico que nos llega de muy lejos- comenzará a resecarse como la sangre en la propia herida, pero como toda hierba ruin vuelve y se nutre del negro aluvión de 1.936. Por aquel entonces, y con el mayor desparpajo, la ilustre sociedad «Democracia» sufre la acción conjunta de viejas y de nuevas atenazantes historias -Goethe llamaba a esto el torpe espíritu que siempre niega-, sin que ella pudiera oponer resistencia alguna al miedo y al acoso represores, y, por tanto, imposibilitada para evitar su expectante y melancólica decadencia, acatando dictados y obligaciones que no puede entender, muy dañada en su moral civil, en un abandono doloroso, sin actividad auténticamente social, incluso obligada a tirar al cuarto de los trastos el nombre glorioso en que se origina y se fundamenta toda su legitimidad y todo su prestigio -en suma, su Historia-, iniciándose así la triste y terminante abolición del gran tesoro espiritual acumulado durante más de un siglo: la herencia entregada por nuestros mayores a todos nosotros y que todos a una debiéramos defender y conservar para contemplarla retrospectiva-mente -como un himno total- o para repartirla orgullosa y voluntariamente entre los demás…, con todos aquellos que la convivencia ciudadana vaya poniendo junto a nosotros. A la vista está que aquel intento abolicionista, contra nuestros sentimientos y costumbres, estaba inevitablemente condenado al fracaso. La solución no podía ser el egoísmo del mediocre o la prédica ramplona del reaccionario, claro que no, porque el tiempo inopinado y justiciero acabaría demostrando, al fin, que la solución estaba donde solía, es decir, en el altruismo, en la solidaridad y en la tolerancia, puntos de hombría de bien ya resueltos en la Santa Casa, siempre aliada y abierta su alma a todo intento de renovación social y concordia ciudadana.
Ni en sí ni para nosotros puede ser anécdota efímera cuanto queda escrito, pues la existencia de nuestra «Democracia- -dígase lo que se quiera decir-ha constituido la más eminente y ejemplar aportación socio-cultural a la vida histórica del Arrecife. Entre sus paredes centenarias iniciamos una etapa importante de nuestro existir mediante la cual nuestra vida, ahíta de ansia y de insegura expectativa, aprende a resistir la incuria de los tiempos y se hace «invulnerable- a los latigazos de las circunstancias. Quizás por eso exorcizó su alma de todo fanatismo. Quizás por ello también juzga humano el no llevar nada al extremo: el rigor ni la comparación, la autoridad ni la libertad, lo individual ni lo colectivo, la cabeza ni el corazón, la sensatez ni la locura. La tolerancia ha caracterizado el renacimiento social y la moral civil del Arrecife eterno, que le llegan de una manera más integral por los caminos sin fronteras que no hubiera conocido sin la acción social de la «Democracia-. Tal es la última raíz de nuestra necesidad de recordar el pasado histórico, a nuestra sociedad entera, al unitario conjunto de todos los hombres que fueron y siguen siendo los artífices y los celadores de la herencia recibida: voluntad de decencia civil, sentimiento de generosidad y cultivo de la inteligencia. Una herencia riquísima que hay que mantener viva en todo tiempo para que renazca su espíritu en nosotros y en las generaciones del porvenir.