Fuente: La Iglesia de San Ginés en el Puerto del Arrecife
Por José Manuel Clar Fernández
Tradiciones en las fiestas de San Ginés
El tiempo transcurre impasible. Sin embargo, en los «sangineles» hay algo que permanece tan arraigado en el pueblo que jamás desaparecerá, porque, de lo contrario, ya no serían las fiestas de San Ginés.
La fiesta siempre se ha caracterizado por ser una fiesta de encuentros y abierta a todos. Durante esos días Arrecife acoge a infinidad de personas que acuden de todos los pueblos de la isla para participar de la alegría, del ambiente, de los festejos, de la música, de los ventorrillos, de las tómbolas y de la amistad. Recuerdo cómo hasta hace no muchos años, en la boca del muelle se colocaba una gran pancarta en la que se podía leer: «ARRECIFE EN FIESTAS SALUDA A SUS VISITANTES». Era cuando los festejos traspasaron los límites de la isla y se extendieron por todo el Archipiélago. Son aquellos años en que las fiestas fueron declaradas de Interés Turístico Nacional. Tal vez, una iniciativa política necesaria en su momento para poder figurar en las agendas turísticas de entonces que recogían aquellos pueblos que poseían las fiestas dignas de verse y disfrutarse.
La fiesta del Santo Ginés coincidía siempre con el descanso semestral de la zafra de la corvina y la llegada a Puerto Naos de las embarcaciones y sus tripulantes. Eran días de alegría pues regresaba a casa el padre, el marido, el hermano o el hijo tras seis meses en la mar, portando un salario obtenido con gran sacrificio que siempre se aprovechaba para comprar ese vestido nuevo; esos zapatos relucientes que aunque produjeran ampollas o dolor no se quitaban; ese terno, o también ese sombrero negro, porque en San Ginés todo el mundo había de estrenar algo. Costumbres que no se pueden alterar, pues si no, ¡qué dirán los demás!
San Ginés ha sido, es y será también una fiesta para los chinijos, que bien solos o acompañados de los padres acuden raudos a los cochitos, a esa caseta de tiro donde hay que derribar una bola de madera, romper una cinta o un palillo con una escopeta desajustada con la que obtener un preciado caramelo que sabe mejor por ser el premio al mejor tirador. O bien para comprar el algodón de azúcar, las manzanas endulzadas de caramelo. Las almendras garrapiñadas o las palomitas de millo.
San Ginés ha sido y es motivo para que los hombres se reúnan en los ventorrillos, débilmente iluminados, para degustar esa carne de cochino, de cabra o de conejo adobada. Esas jareas y lapas regadas con el vinillo de malvasía, y cantar alegres canciones en improvisadas parrandas en torno a una guitarra o un timple, mientras que las mujeres acudían al quiosco, al Famara o al Teide, que eran lugares más finos a tomar un refresco, un helado o una granizada y divertirse con alguna atracción venida de Las Palmas de Gran Canaria o Santa Cruz de Tenerife y que amenizaba la velada.
Pero, al llegar la noche, la fiesta se concentraba en las Sociedades «La Democracia» y «El Casino», principalmente. Allí se bailaba hasta el amanecer al son de unas orquestas venidas de afuera e integradas por músicos profesionales quienes alternaban tocando varios instrumentos, porque, eran músicos de verdad, que lo mismo tocaban la trompeta, que el saxo o el violín.
San Ginés es ese brillar de luces, de música, de algarabía por las calles, de ventorrillos, de los puestos de venta de pota asada. Son las atracciones de la feria, las tómbolas donde se rifa la muñeca «chochona», el cuadro del Santísimo Corazón de Jesús, la cubertería o un lote de cacharros de cocina. Es el ir y venir de la gente, del no saber dónde poder aparcar el coche, del cansancio después de esperar horas y horas a que empiece el castillo de fuegos artificiales mientras se saborea una hamburguesa, un perrito caliente o un helado sentado en la boca del muelle o en la playa del Reducto.
San Ginés son también esos recuerdos entrañables, cuando no nostálgicos, de aquellas luchadas que se organizaban en el patio anexo al Casino (donde hoy se halla Correos) y en las que competían los «pollos» de todas las islas. Son los «papagüevos» que cada mañana y con la misma música eran bailados por los borrachínes trasnochadores y que despertaban a los durmientes para recordarles que la fiesta continuaba todavía a lo largo del día. Son las regatas de lanchones y de «jolateros» en el muelle chico o en el Charco de San Ginés. Es el Circo Toti, el paseo de la tarde con las isas, folias y malagueñas cantadas en los ven¬torrillos llenos de rofe, palmeras, carne y vino. Son los bailes en la verbena o en las sociedades. Son los que están de amanecida, con la camisa desabrochada y cantan canciones románticas pensando en los ojos de aquella morena… y así de regreso a casa hasta aguardar el próximo verano donde un nuevo San Ginés alegrará nuestros corazones.
San Ginés es el mar, porque Arrecife es el mar. Un pueblo que durante muchos siglos ha tenido como único recurso el beneficio del mar no puede tener otra forma de celebrar su fiesta patronal que rememorando su apogeo al océano. Aunque, bien es verdad, que con el paso del tiempo ese sentido marinero se ha ido aletargando un poco, tal vez, con el trasvase de la población a otros sectores más productivos y menos románticos.
Increible, su hstora me encantó