Tradiciones que no deben desaparecer de las fiestas de San Ginés

Fuente: La Iglesia de San Ginés en el Puerto del Arrecife
Por José Manuel Clar Fernández

Tradiciones que no deben desaparecer de las fiestas de San Ginésjosemariaclar

Tradicionalmente, en Arrecife se celebraban las fiestas del Santo Patrón con la inclusión en los programas de festejos de algunas actividades muy particulares, muy de Arrecife que con el paso del tiempo se han ido olvidando, o lo que es peor, han desaparecido y que no está de más recordemos porque forman parte de las costumbres y del acervo cultural de este pueblo.

En este trabajo queremos traer a la luz algunas de estas tradiciones con la finalidad de que no queden condenadas a la pena del olvido. Son éstas:

a) Cabalgata campesina y folclórica
San Ginés era, y al decir era no cabe la menor duda que nos embarga la nostalgia, aquellas decenas, o acaso un centenar de camellos, completamente equipados con sus útiles de labranza que desfilaban por las calles de la capital, realizando todas y cada una de las faenas del campo de manos de unos campesinos que, ajenos a las miradas de la gente, trabajaban como si se tratara de sus propias tierras. Así, imitaban los barbechos en las empedradas o asfaltadas calles de Arrecife, sembraban las tierras, recogían las cosechas, mientras que las mujeres tostaban el millo en tiestos de barro y otras molían el grano en los típicos molinos de mano para convertirlo en rico gofio. Un gofio que era amasado por los campesinos en grandes zurrones hechos de piel de cabrito, a la vez que lo mezclaban con aquel excelente queso fresco y lo repartían al público en forma de pellas modeladas en el propio zurrón.
Eran, también, aquellas bellas carrozas típicamente adornadas, tiradas igualmente por camellos representando escenas campesinas o domésticas de los campos de Lanzarote.
Eran aquellos rebaños de cabras que seguían el cortejo, hábilmente guiados por los perros que se encargaban de mantenerlo unido y conducidos por pastores que iban repartiendo a los curiosos espectadores leche recién ordeñada.
Eran, asimismo, aquellos grupos folclóricos, de canto y baile que recorrían las calles alegrando los corazones de un público procedente de toda la isla y que se apiñaba en las calles principales.
En fin, eran unas fiestas típicamente conejeras, entrañablemente nuestras, que merecieron ser declaradas de Interés Turístico, primero, y años después, de Interés Turístico Nacional, ya que Arrecife era el único lugar de España donde se utilizaba el camello en los festejos populares.

b) Los Hojalateros o «jolateros»
Desde hace muchos años, tal vez, desde que llegara a Arrecife el primer bidón metálico, algún sagaz marinero lo cortó, modeló y transformó hasta convertirlo en una improvisada em¬barcación de una plaza para el uso y disfrute de la chiquillería en las mansas aguas del Charco de San Ginés.
Se trata, pues, de un juguete que desde hace muchos años, dado su pequeño tamaño, lo usan los niños para diversión y para aprender las técnicas de la navegación, ya que lo más difícil es sentarse a bordo del mismo sin que se hunda o se vuelque con el tripulante, pues para su desplazamiento por las aguas, se utilizan los brazos como remos. Por tal motivo, son raros los que consiguen montarlo sin caerse o volcar a la primera vez, cosa que provoca la risa de los demás.
Las carreras de los «jolateros» se han celebrado desde hace muchos años en el Charco de San Ginés con motivo de las fiestas del santo patrón y suelen tener dos variantes. Una de ellas es una prueba de agilidad y equilibrio que se organiza con la finalidad de coger cintas anilladas. La prueba consiste en que los niños, a bordo de su embarcación, tienen que detenerse bajo un palo horizontal o similar, del que cuelgan unas cintas anilladas que tienen que recoger, pues cuantas más cintas atrapen, más puntos obtienen. La dificultad de esta prueba estriba en que al tener que alongarse bastante para alcanzar las cintas, la zambullida o el vuelco son habituales.
La otra prueba consiste en que los chinijos, a bordo de sus «jolateros» recorren varias travesías jalonadas por unas boyas hasta llegar a la meta. Es la regata de «jolateros».

c) El Baile del Candil
Dentro de los actos de tipo social, tal vez uno de los más destacados y que aún recuerdan nuestros abuelos fue «El Baile del Candil». Baile que tenía lugar en un amplio local o salón de una casa particular o en un almacén acondicionado y engalanado, cuyo contorno interior estaba provisto de bancos corridos en toda su extensión, adosados a las paredes, o a falta de ellos de sillas donde se sentaban las jóvenes y no tan jóvenes mujeres. Y, eso sí, a falta de luz eléctrica se iluminaba el recinto con los clásicos candiles de aceite, proporcionando un cierto aire romántico al ambiente.
Según cuentan las personas mayores a quienes hemos consultado, la ceremonia del «baile del candil» -llamémosla ceremonia porque encerraba todo un ritual que se seguía con rigor y exactitud- era una ocasión para que los hombres pudieran bailar con las mujeres, normalmente en los días de fiestas señaladas.
Pues bien, como ya hemos dicho, en el interior del salón permanecían sentadas las mozas, bien emperifolladas y perfumadas, alrededor del local. En uno de sus lados se había levantado una tarima o escenario a base de bidones y tablones, en la que se instalaban los músicos de la rondalla o, en el mejor de los casos, de la orquesta, sin vocalista porque estaba mal visto.
En la puerta del local o salón de baile y a modo de portero se situaba un fornido y alto hombre, conocido con el nombre de «mandador», provisto de un buen garrote que usaba presto si la ocasión lo requería.
Los hombres, por el contrario, permanecían fuera del local al que sólo podían acceder para bailar o pasear, como ya veremos, con la dama elegida.
La ceremonia o ritual de este baile consistía en que el hombre que deseaba bailar accedía al salón, previa autorización del mandador. Una vez dentro, recorría lentamente su perímetro a observando a las mujeres, más o menos nerviosas hasta elegir a la preferida, en cuyo momento, y con toda cortesía, la requería para bailar. Algo a lo que no se podía negar la moza, pero antes el joven debía colocar su sombrero sobre la silla o asiento donde se hallaba ésta. El hombre, sacaba un inmaculado pañuelo blanco de su bolsillo con el que se apresuraba a envolver su mano derecha, con el fin de no ensuciar el vestido de la chica por causa del sudor de su mano mientras la posaba sobre su delicado y ceñido talle. Pero, con el fin de dar oportunidad a que todos los hombres pudieran bailar con la moza preferida, o bien para que ésta no tuviera que soportar al mismo pelmazo toda la noche, el número de taifas permitido era sólo de dos. Concluidas, el hombre, con idéntico ritual, acompañaba a la mujer hasta su asiento, recogía su sombrero y se despedía de ella con unos modales envidiables.
Si el joven no sabía bailar, no importaba, le pedía a la dama pasear con ella, colocando también su sombrero sobre la silla de ésta e iniciaban el recorrido alrededor de la pista de baile durante el tiempo que duraban las dos taifas.
Como verán ustedes todo se desarrollaba con exquisita cortesía, pues si algún mozo se desmadraba se las tenía que ver con el mandador y su garrote, quien no se andaba con chiquitas para expulsarle a la calle.

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