Pregón de San Ginés 2015

volver  POR  DOLORES  GONZÁLEZ  BORGES

Fotos del pregón

Sr. Alcalde, Sres. Concejales, Señoras y señores, queridos amigos. Primera2015 Dolores Glez.mente, quiero agradecer la invitación que se me hizo para ser la pregonera de la fiesta mayor de Arrecife, de las fiestas del santo patrono San Ginés. Vaya mi doble agradecimiento porque en la tradición de pregonar las fiestas de Arrecife muy pocas mujeres han tenido el honor de ello.

Cuando se me propuso esta idea, tras los primeros momentos de sorpresa, ya en la calma y sosiego del tiempo posterior, empecé a elaborar, casi sin darme cuenta, un pensamiento que me condujo hasta los recuerdos más remotos, que permanecían aletargados en mi memoria, sobre aquellos sangineles ya lejanos de mi infancia y mi juventud, y poco a poco, rato a rato, fui engranando y trabando lo que hoy quiero narrar aquí.

Comienzo con unas referencias históricas, sin pretender ahondar en un relato que ha sido suficientemente contado por tantos y tan valiosos pregoneros que me han precedido, evitando en la medida que me sea posible que la audiencia caiga en el desánimo y arrepentimiento de venir a oír el pregón.

¿Quién fue San Ginés y por qué adoptarlo como patrono de la ciudad? Como todos ustedes saben, San Ginés procedía de la localidad francesa de Clermont Ferrand, donde había ejercido de escribano público para la Iglesia con anterioridad a su nombramiento como obispo, hecho que acaeció en el s.VII (665). En el siglo XVI, Arrecife era un pequeñísimo enclave costero constituido simplemente por un pequeño caserío, el cual se situaba en la zona de la Puntilla, núcleo poblacional más antiguo. Desde esa fecha, hay ya constancia de la existencia de una ermita, construida junto al mar, de la que se tienen referencias desde 1574. Según reseñas del Beneficiado D. Pedro Correa, desde esa época estuvo dedicada a San Ginés. Ciertamente, esta primera edificación tenía unas dimensiones bastante reducidas, acorde con las necesidades de los moradores de la época, con muy poca iluminación por disponer de una sola puerta de acceso. El único altar se encontraba pintado de blanco y añil y estaba presidido por San Pedro, pero a su lado ya se encontraba una imagen de San Ginés en un cuadro, donado a la ermita por Francisco García de Santaella y que, según la leyenda, apareció flotando en las aguas de La Caldera, a partir de entonces denominada Charco de San Ginés.

La ubicación a la orilla del mar condujo a un deterioro irremediable de la primera edificación, porque las mareas grandes llegaban a inundarla por encima de un palmo; a ello se añade el sometimiento a sucesivos saqueos perpetrados por las hordas berberiscas. Estos avatares concluyeron con el derrumbe del techo y así, en tan mal estado, estuvo durante bastantes años. La reconstrucción se hizo a cargo del capitán D. Francisco García de Santaella, en un lugar más alejado del mar, poniéndola a salvo de nuevas inundaciones. Muchas fueron las donaciones que se recaudaron; entre ellas, constan las de los marinos de la nave Soledad, anclada en Arrecife en su paso hacia América, y las de la fragata Nuestra Señora del Coro, así como las hechas por la Cofradía de Mareantes de San Telmo.

Paulatinamente, el edificio -de una sola nave- se fue ampliando longitudinalmente, obteniendo así una mayor capacidad de espacio, decorándose la cubierta con su artesonado mudéjar, sobrio y sin recargamientos. En el siglo XVIII (1798), se convierte en Parroquia, y es en el S.XIX cuando se añade lateralmente una nave dedicada a la Virgen del Rosario. Es también en el S.XIX cuando se trae de Génova la pila bautismal. La ampliación concluyó con la construcción de la nave destinada al santo patrono, gracias a los 1000 pesos que dejó a tal efecto D. Ginés de Castro, el mismo que hizo traer la imagen del Santo desde Cuba. Quedó así configurado el templo con las tres naves que hoy posee.

Con anterioridad a 1669, se celebraba la fiesta en honor de San Ginés, datos que constan en la documentación del Archivo Parroquial, cuyos primeros párrocos anotaron con gran minuciosidad todo lo que contenía y acontecía en el templo, lo que ha permitido la recopilación de todos los datos fielmente.

San Ginés está presente en las representaciones pictórica y escultórica que figuran en el templo. La representación más antigua del Santo de la que se tienen referencias es la del cuadro. Se trata de una pintura al óleo sobre lienzo que, desde 1724, se constata en el Libro de Inventario. En ambas representaciones aparece con la misma iconografía.

La imagen escultórica de San Ginés la constituye una talla de las llamadas de candelera, cuyas partes más importantes están hechas en madera, y la vestimenta elaborada en tela encolada. Esta imagen fue traída de La Habana en el S.XIX. Mira a los fieles frontalmente con rostro severo. Sus vestiduras están bellamente decoradas con elementos vegetales en tonalidades grises y doradas. El vestido se completa con la capa pluvial con la que se cubre al Santo. Tanto la mitra en su cabeza, como el báculo en la mano derecha y el libro en la izquierda conforman los atributos del santo patrono que, según el historiador del Arte D. Domingo Martínez de la Peña, mantiene un planteamiento majestuoso y una decoración de gran pulcritud, convirtiéndola en una de las tallas más valiosas del templo.

La iglesia de San Ginés forma parte destacada del conjunto histórico-artístico integrado por La Puntilla, El Charco, Puente de las Bolas y Castillo de San Gabriel, paisaje que guardamos inalterable en la memoria del Arrecife de nuestra niñez. Era en estas inmediaciones donde se celebraban las fiestas que discurrían desde la boca del muelle y a ambos lados de la misma, en plena marina arrecifeña, esa marina que tantos avatares contempló a lo largo de su historia desde el rústico y exiguo poblamiento de apenas unas pocas casas y almacenes, hasta 1847, en que se transformó en capital de la isla gracias al desarrollo de una economía ejercida desde 1792, año de la construcción del Muelle de las Cebollas, desde donde partían las exportaciones de los productos agrícolas que generaron unos ingresos económicos nada despreciables. Sin embargo, en los primeros años del S.XX, la isla aún permanecía desconectada del mundo exterior. El 80% de la población dependía de la agricultura, y ésta de la lluvia. La incapacidad de sostenerse de aquélla se hizo patente tras largos años de sequía, que llevó a un gran número de habitantes a una emigración hacia Cuba, Venezuela y países centroamericanos.

La economía agraria se complementaba con la pesca, cuando las condiciones de Puerto de Naos fueron propicias para ello. Al abrigo del puerto se genera un creciente comercio, creándose lonjas y almacenes, con el consiguiente movimiento poblacional del campo a la ciudad.

Lanzarote fue una isla pobre, llena de carencias y atroces necesidades; tal vez la mayor de ellas, la sequía, que sometía a la isla a auténticas épocas de hambruna.

Por eso mismo, y porque su natural conformación costera se lo permitía, la ciudad se desarrolló, en torno a un puerto que llegó a ser de los más importantes de Canarias, y en cuyo alrededor se creó todo un entramado de industrias de salazón de pescado, llenando el contorno de la ciudad de factorías, que generaban trabajo para los propios isleños y para no pocas familias procedentes de la Península, que acudían a la llamada de una industria floreciente. Las salinas en el extrarradio de la ciudad formaban parte del paisaje de los años 40 al 60, en que se fueron abandonando por un proceso de reconversión económico. La fábrica del hielo construida en la Playa del Carbón se creó por la necesidad de aprovisionamiento de la flota pesquera, para la conservación y comercialización del producto. Su desaparición dejó libre un espacio que fue, en su momento, escenario de expansión de la fiesta, colocándose en su explanada parte del recinto ferial. Ese puerto, que fue testigo de las exportaciones de productos hacia otros puertos y naciones europeas, permitió mejorar la exigua economía isleña, pero también fue testigo de la emigración de tantos lanzaroteños hacia nuevos mundos en la búsqueda de nuevos horizontes para conseguir un modo de vida más digno. Pero como sucede siempre, la vuelta a casa del esposo, del hijo, en definitiva, la vuelta a la isla, cuando se podía retornar, se hacía coincidir con la celebración del santo patrono, Igual que lo hacen otros isleños, también emigrados, y vuelven a sus fiestas lústrales en La Palma, para ver a su Virgen de Las Nieves, o a las fiestas que cada cuatrienio se celebran en honor de la Virgen de los Reyes, en la hermana isla de El Hierro. Se vuelve a la isla. De la mar, el marinero que llegaba a Naos. De lejanos países, el isleño emigrante. Y se vuelve al terruño, a sus costumbres y festejos.

Con la llegada de las fiestas de San Ginés todo se volvía extraordinario, y la ciudad se hacía más bulliciosa. Se iniciaba para los niños un tiempo mágico de agitación y nerviosismo. Se producía el rompimiento de la monotonía de una vida sosegada, apacible y tranquila, apenas alterada por algún acontecimiento social o familiar, que se desarrollaba en la tranquilidad de una ciudad sin apenas coches, donde las calles eran el escenario natural de los juegos infantiles.

Las fiestas unidas a la estación veraniega, en la cual los días se dilatan en sus horas luminosas, haciéndonos partícipes, por más tiempo, del jolgorio callejero Época estival aprovechada para disfrutar en las playas de aquellos gozosos baños, y digo gozosos, porque existía la creencia popular de que tenían que limitarse solo a 9, pues de lo contrario se corría el riesgo de llenarse de ronchas.

Éste es un pensamiento prestado de mis antepasados, que me lleva a la reflexión de no saber si era eso lo que se creía o, por el contrario, era una manera de librarse de la vigilancia, bajo un sol de justicia, del baño de los menores que aprendían a nadar, sujetos a una tabla o a una cámaras aprovechada de las ruedas de los coches, muchas veces parcheadas, pero que ejercían de eficaz salvavidas…

El color moreno tampoco estaba de moda y las madres y abuelas se encargaban de recordar que esto era poco apropiado y elegante, dada la proximidad de las fiestas. Recuerdo al hilo de esto, la emoción que nos producía, una vez que salíamos de las escuelas de La Plaza, donde mi madre ejercía la docencia, cuando caminábamos de regreso a casa, observar si El Charco estaba lo suficientemente lleno como para darnos el refrescante y placentero baño. La marina y el Puente de las Bolas bullían con los gritos y piruetas de los niños y jóvenes. El Charco, Puerto Naos, La Pescadería, El Reducto… era el espacio costero de los baños veraniegos.

Ligada a la tradición marinera de la isla, comenzó a desarrollarse la Regata de San Ginés, cuyo primer recorrido entre Las Palmas y Lanzarote se inició en 1947. Famoso en la conquista de trofeos fue el velero Tirma, y no pocos de esos trofeos fueron a parar a manos de expertos navegantes de nuestra isla.

Ahora el mar y todos sus placeres forman parte importante de la vida de los arrecifeños y de los isleños. No está completo un verano sin la playa y el mar. Naturalmente, me estoy remontando a los recuerdos de mi niñez, compartidos posiblemente por los muchos que aquí se encuentran rememorando, con un halo de nostalgia, los lugares tranquilos por donde transcurrió nuestra infancia, que traspasando los muros del hogar, pasando por patios y traspatios en la caída de la tarde, se convertían en agradables tertulias donde familias y vecinas, apostados en los bancos traseros de las casas, compartían amistad, convivencia vecinal y la confidencia de algún que otro secreto.

Cuando leo u oigo hablar a mis compañeros y amigos rememorando los momentos divertidos de su infancia, cada uno relatando sus experiencias, me invade un sentimiento de envidia sana, por supuesto, por la libertad de la que disfrutaban los niños. Los juegos de los chicos eran completamente diferentes a los de las chicas. Los de ellos mucho más divertidos, porque las pocas restricciones con que se movían no tenían nada que ver con el espacio de juegos concedidos a las niñas. Los chiquillos hacían pandillas dando rienda suelta a sus habilidades guerrilleras; así, a pedrada limpia, luchaban entre las bandas de distintos barrios: La Vega contra el Lomo, o éste contra la Destila, y ésta a su vez contra los de La Plazuela, y su campo de acción no tenía más límite que los del propio Arrecife de las décadas de 50 y 60. Juegos del boliche, trompo, chapas, o el de huevo, caña, araña o guincho, el aro, o un recorrido en bicicleta a toda velocidad por las calles y barrios de aquel Arrecife tranquilo, llano y sin sobresaltos. Los juegos en la orilla de la marea conllevaban campeonatos de barquillos, hechos con corcho y cuyas quillas se hacían de los aros de las barricas, para con ellos combatir desde el parque -me refiero al único parque de aquella época, al llamado meritoriamente José Ramírez Cerda-, hasta rescatarlos en las inmediaciones de la Fábrica del hielo, otro referente en la memoria infantil. Esto constituye también un pensamiento prestado de mis amigos.

Las niñas jugábamos en lugares más cercanos a las casas. El teje, el quemado, la soga, el viejo, el escondite, la rueda, las casitas o los teatros que nos montábamos las amigas eran las distracciones más frecuentes, junto con los recortables y las colecciones de estampas con las que hacíamos nuestros álbumes sobre las películas de Sissi, Sissi Emperatriz o Un Rayo de luz de Marisol, la niña rubia que revolucionó nuestra infancia. No dudo que a los más jóvenes se les haga muy difícil entender con lo que nos divertíamos en aquella década del 50 al 60.

Rescatar aquellos juegos tradicionales, existentes ahora solo en la memoria de algunos de nosotros, sería misión aconsejable para todos aquellos que tengan responsabilidades culturales, institucionales y educadoras, pues con ello se rescataría el conocimiento de la tradición, que, por diversas circunstancias, se ha ido difuminando en el tiempo, adoptando costumbres y celebraciones que nunca han formado parte de nuestro acervo tradicional y cultural. Rescatar la historia no significa una vuelta atrás en el progreso y andadura de una sociedad; muy al contrario, significa un enriquecimiento en la formación de nuevas generaciones que, nacidas aquí, o instaladas en nuestra isla, desconocen su historia más cercana. Una apuesta por la educación y la cultura es una apuesta segura en la evolución positiva de los pueblos. El nombre de Ginés fue preferentemente el usado en las pilas bautismales en el pasado, con lo que, en anteriores generaciones, casi no había familia que no tuviera un pariente con ese nombre.

Mi abuelo, mi tío, mi primo se llamaban Ginés; en la actualidad eso ha cambiado, por muchas circunstancias y modismos nuevos y ahora es raro encontrar a alguien que se bautice o inscriba con ese nombre.

También queda presente el nombre del patrono en la toponimia; sin alejarnos apenas de este lugar tenemos el Charco de San Ginés.

Es a partir de la década de los 60 cuando Arrecife y Lanzarote sufren un cambio espectacular. El nuevo vuelco ocasionado por la emergente industria que generaba el turismo, se produjo gracias a la construcción de la potabilizadora, la primera de toda Europa, que convertía el agua de mar en apta para el consumo humano. Los artífices de esta construcción, en 1965, fueron los Hermanos Díaz Rijo. Este hecho supuso, a mi juicio, el mayor progreso de esa década. Sacaba a Lanzarote de la sed ancestral, de la angustia y restricciones sufridas en siglos, pues permitía disponer de agua corriente en las casas; ello supuso también la desaparición de un sistema primitivo de aprovisionamiento de agua. Me refiero a la transportada en un carro tirado por un sufrido burro, encima del cual se colocaban los bidones que, a través de una manguera, vertía agua en una lata, construida con un palo transversal a modo de asa y que, casa por casa, se vendía para abastecimiento de aljibes, permitiendo poder guindar algunos baldes para el consumo diario. ¡Qué valentía la de aquellos aguadores que recorrían Arrecife con este sistema! Más tarde serían las cubas las que llenarían esos aljibes, casi siempre sedientos, cuya agua procedía de Famara, muy salobre, o de los depósitos del muelle, que se surtían de la traída de otras islas por el buque de la armada, cuando no procedente de las gavias, que ocasionalmente se llenaban con furtivas lluvias.

A la sombra de este crecimiento turístico se desarrolló también todo un entramado constructivo. Este progreso, con grandes aciertos y con sonados desaciertos, cambió poco a poco la fisonomía de la capital. El Plan General de Ordenación Urbana, elaborado por los arquitectos Spínola y Trapero es el inicio del crecimiento urbano y profundos cambios en el aspecto de la ciudad. Arrecife amplía sus límites creándose el barrio de Titerroy y otros, en lo que era la periferia de la ciudad.
El afán especulativo que se generó por la acumulación de riqueza desembocó en la desaparición de edificaciones emblemáticas, que, si bien estaban dentro de unos esquemas arquitectónicos de volumetría sencilla, de perfiles cúbicos, con puertas y ventanas en la fachada de gran amplitud, obedeciendo a una estética sobria y discreta, no dejaban de formar parte de las señas de identidad de una ciudad porteña.

Era una arquitectura de altura limitada a dos plantas, emplazada por La Marina, Calle Real y La Plazuela. Sin grandes estridencias, pero que configuraba nuestro acervo patrimonial, siendo intérprete de nuestra idiosincrasia. Por ello, se tenían que haber observado unas mínimas normas de respeto a tal patrimonio, hacia la conservación de una parte de esa arquitectura como testimonio de un pasado, porque olvidarlo conduce a la intrascendencia histórica.

El Instituto es un referente en la historia de los recuerdos de mi generación. Era «El Instituto» porque no había más que uno. Allí acudía alumnado procedente de toda la isla, impartiéndose formación en el aprendizaje de los conocimientos reglados de ese entonces, pero también otro tipo de valores, y en él se desarrollaban actividades, de las que participábamos con entusiasmo. Recuerdo aquel equipo de baloncesto masculino llamado «El Casamatas», donde Contreras, todo un personaje vinculado al Arrecife popular, se constituía en el mayor animador del equipo, con su eterna mesilla de madera, que portaba bajo el brazo, y en laque se afanaba en colocar las pipas, caramelos, pirulines, pota, pastillas y los chicles Bazocas, que componían el escaparate de su puesto. Aún siento el sabor dulzón de los chicles, intensamente rosados, con los que las grandes bombas estaban garantizadas. Si Contreras no completaba el surtido de chucherías, acudíamos a la tienda de Dña. Agustinita, frente al instituto, haciendo esquina con la calle Canalejas; allí, además del material escolar, comprábamos unas riquísimas barras de regaliz, que nos dejaba la boca intensamente negra. El folklore también tuvo presencia en el instituto a través de los grupos de Coros y Danzas. Expertos cantadores de Lanzarote nos acompañaban en los bailes, como D. Manuel de Tao, y Francisco, cuya potente voz llamaba la atención allá donde fuéramos. Nuestros concienzudos ensayos se desarrollaban bajo la atenta y dictatorial mirada de Srta. Natalia. De esta manera ganamos el concurso provincial, lo que nos permitió salir a bailar a Madrid. ¡Qué experiencia aquella! Porque la mayoría de nosotros no había puesto nunca un pie en la Península. En esa década de los años 60, el Instituto no era solamente un centro de enseñanza, era además un lugar de encuentro que permitía la relación y convivencia entre la juventud de Arrecife. Las actividades programadas después del horario lectivo eran diversas. Se representaban obras de teatro, se formaban coros bajo la dirección de la inolvidable profesora del música, Dña. Antoñita Cabrera Matallana, configurándose un repertorio navideño, o las canciones populares, que hacían referencia a lugares lejanos de la Península, totalmente desconocidos para nosotros, pero que cantábamos con gran afán; luego, una vez perfeccionada la obra, se grababa el resultado en una cinta de cassete, y se mandaba afuera para concursar (nunca supimos dónde era ese afuera, ni tampoco en qué puesto habíamos quedado en el ránking provincial, regional o nacional, ni siquiera si nos habían seleccionado para algo, y creo que tampoco nos importaba mucho). El concurso de «Cesta y Puntos» fue otra gran gesta. Los componentes del equipo dejaron bien alto el pabellón y llegaron desde Madrid con el título de subcampeones nacionales. El concurso nos mantuvo pegados frente al televisor en blanco y negro, semana tras semana. ¡Bien de horas echadas en estos menesteres! Pero no recuerdo nada de esto con desagrado, y cuando nos reunimos los que vivimos aquellos momentos, los recordamos con alegría y cierta añoranza de aquellos buenos ratos. Se confraternizaba, brindando la oportunidad de cubrir un tiempo en actividades enriquecedoras.

El segundo centro al que quiero hacer referencia es la Escuela de Artes y Oficios, hoy denominada Escuela de Arte Pancho Lasso. Este centro, donde tan feliz fui compartiendo vivencias con alumnos y compañeros de trabajo, fue creado en 1913 a instancias de un grupo de personas que ejercían por aquel entonces cargos importantes en la sociedad e instituciones locales, ofertando posibilidades de formación a una clase obrera necesitada de adquirir conocimientos complementarios a los oficios. El principal impulsor de la idea fue el insigne médico D. José Molina Orosa, primer director de la escuela. Esa creación fue muy valiosa si tenemos en cuenta la casi inexistencia de escuelas de primera enseñanza y la ausencia de centros de segunda enseñanza. Por sus aulas pasaron componentes de casi todas las familias de Arrecife, y de sus aulas salieron los que posteriormente destacarían como artistas con proyección a niveles nacional e internacional. Pancho Lasso es el nombre con el que se denomina a la escuela en la actualidad, en honor a un artista que pasó por sus aulas como alumno y posteriormente como profesor, y que, tras su periodo de docencia, partió hacia Madrid, completando su formación artística, formando parte de las vanguardias nacionales de las primeras décadas del S.XX. y de la creación del movimiento artístico de la Escuela de Vallecas.

Y después de estas citas obligadas para mí, volvemos al Arrecife de mis recuerdos, al de las fiestas de San Ginés, al de la Boca del Muelle, donde todos los años se colocaba un gran arco con la inscripción: «Arrecife en fiestas saluda a sus visitantes».

A partir de ahí, comenzaba el espacio del ferial. Incluso tómbolas, que desde mi perspectiva infantil me parecían enormemente altas, con sus miles de objetos colocados escalonadamente. Sus dueños, micrófono en mano, no dejaban de ofertar los abigarrados productos objetos de la rifa, llevadas a cabo a través de la venta de tiras de papel que contenían los números y que, por unos días empapelaban el suelo del recinto ferial. Las casetas de tiro, ruletas, turronera, barquillas, el vaivén, ola marina y los caballitos eran otras atracciones que formaban el conjunto de las diversiones feriales de la época. Y cómo no, el personaje que permanece en la memoria de todos: Pepito Cañadulce, que iniciaba el recorrido en medio de la Calle Real, seguido por toda la chiquillería, anunciando el comienzo de las fiestas, recorrido que también hacían los Gigantes y Cabezudos, que representaban personajes populares y del cine: Cantinflas, con su característico bigotillo y sus pantalones casi en las rodillas, Popeye y su balanceante pipa, y una negra que nunca supe a quién representaba, con su pañuelo anudado en la parte trasera de la cabeza, completaban esta comparsa. Aún siento el miedo que me producía la presencia de aquellos descomunales personajes que, al girar sus enormes manos, pasaban zumbando cerca de las caras y cabeza. Los preparativos de las fiestas del patrono conllevaban la decoración de la ciudad. El zumbido del eterno viento de Lanzarote moviendo banderas de tela o de papel de colores, que colgaban de las calles principales, permanecía como música de fondo en nuestros oídos durante los días de celebración.

El mismo viento que hacía peligrar también el esqueleto de los ventorrillos, cuyas estructuras hechas con palmas, mantenían como podían la estabilidad.

Dicen que los olores permanecen en la memoria, despertándonos en ocasiones emociones pasadas. Los olores de los ventorrillos seguro que han permanecido en la memoria de todos nosotros

Pero los preparativos también se hacían desde las casas. Las niñas y jóvenes estrenaban sus flamantes trajes y sus torturadores zapatos, y digo torturadores porque se hacía patente el dicho de «si quieres presumir, tienes que sufrir». Se estrenaban por primera vez los tacones, haciendo verdaderos equilibrios para mantenerse derechas con toda dignidad, avanzando sin accidentes por medio de tanto gentío, soportando toda clase de apretujones. Las llagas en los pies nos duraban hasta bien entrado septiembre. Para los chicos, la llegada de la fiesta suponía un cambio en la vida y en el comportamiento futuro porque, a partir de ahí se tenía conciencia de haber entrado en otra dimensión. Era una novedad pasar de aquellos pantalones cortos, a estrenar, por fin, pantalones largos que comportaba el cambio hacia una ansiada madurez.

El día del Santo era de obligado cumplimiento la asistencia a la larga, interminable y calurosa función religiosa, que recuerdo siempre al borde del agobio y la fatiga. Se desarrollaba el sermón inacabable del incombustible D. Ramón, el cura que con tanto ardor se ocupaba de recordarnos la falta de decoro que suponía acudir a la iglesia sin el correspondiente velo, y que, en ocasiones, era capaz de cerrar la puerta de la iglesia para suprimir el trasiego de entradas y ni salidas.

No sé si por el calor o por la ansiedad, la gente caía redonda al suelo bajo los efectos del cansancio y la extenuación. Y cuántas veces, ya jovencitas, con algún confeti aún enredado en la cabeza a la salida del baile, aprovechábamos la hora temprana para asistir a la primera misa y D. Ramón, con una vista de águila nos divisaba bien al fondo de la iglesia, debajo del antiguo coro, encargándose de avergonzar nuestra conducta.

La festividad religiosa se limitó por mucho tiempo a la enorme función, así que, el pobre San Ginés estuvo a la sombra de su hornacina desde 1952 hasta 1970, por lo que mis recuerdos de la procesión son ya de mi juventud. La imposibilidad de sacar el Santo en tanto hubiese celebración de los bailes se debió a la férrea decisión del obispo Pildain, que declaró incompatible lo divino con lo humano. Y lo humano ganó la partida por largos años, pagando luego la feligresía en los confesionarios las penitencias por este mal proceder. Así, que el pobre San Ginés no vio la luz del sol en muchos años. La fiesta se cerraba con los fuegos y voladores, con lo que Arrecife retornaba a la calma y sosiego habituales. Evidentemente el recuerdo infantil que queda en mi retina del paisaje donde se ubicaba la feria, no es el mismo del Arrecife actual y, aunque siguen existiendo la Boca del Muelle, el Puente de las Bolas y la Marina, el centro neurálgico de la festividad ha cambiado. La visión anterior desaparece; tampoco el tiempo es el mismo. No podemos cuestionarnos si son mejores o peores, al menos yo no me atrevo a juzgarlo, porque considero que son las nuevas generaciones las que tendrán que hacerlo desde su perspectiva, desde su tiempo y circunstancias, en otra sociedad diferente a la nuestra, que ha ido evolucionando, bien o mal, como todo movimiento social cambiante en el tiempo y en el espacio, y tampoco será la misma visión la que yo les narro con respecto a la vivida por mis padres y abuelos.

Lo que sí nos queda es San Ginés y la conmemoración de su fiesta, pero la añoranza por esas cosas del pasado, igual que se añora juventud, por irrecuperable, crea en nosotros un sentimiento de «saudade», sereno y agridulce recordando personajes que se fueron, paisajes que han cambiado, ciudad con otras expectativas y costumbres, conformando una nueva realidad.

No quiero dejar de mencionara a tantos profesionales, que contribuyeron a mejorar la vida de los isleños, cooperando con su esfuerzo a transitar hacia el progreso de la sociedad lanzaroteña, a la transformación del entorno y la mejora de los intereses de la ciudad y de la vida. Maestros, cuyos escasos Instrumentos de enseñanza eran los raidos mapas, la pizarra y la tiza, desarrollando su labor en escuelas sin condiciones adecuadas, pero sobrados de entusiasmo, creatividad y sabiduría. La enseñanza en escuelas en las que los conceptos ratio y grado eran inexistentes, apiñándose alumnado de todas las edades en las aulas-almacenes, sin límite de admisión, llegando a convivir hasta 45 alumnos en cada escuela unitaria, comportaba un gran esfuerzo para los educadores.

Un recuerdo también a los celadores que velaban por el orden ciudadano, con una evocación especial hacia Heraclio Niz, el Pollo de Arrecife, que no solo dirigía espectacularmente el tráfico, sino que era capaz de hablar en inglés con los turistas, y ofrecerles toda clase de información y hospitalidad, amén de participar como extra en no pocas películas rodadas en nuestra isla y fuera de ella, tales fueron Tirma, Hace un millón de años -junto a la espectacular Raquel Welch- y Más bonita que ninguna, con Rocío Dúrcal. Por su campaña de promoción de la isla le fue concedida, en 1964, la Medalla al Mérito Turístico por el entonces ministro D. Manuel Fraga Iribarne. Un recuerdo también para los artistas que estuvieron guarecidos en la gaveta del olvido largo tiempo, pero que una revisión actual de su obra nos sitúa ante el reconocimiento y el justo aprecio de su creación. La búsqueda nostálgica de imágenes del pasado nos ha conducido al redescubrimiento de su trabajo, y cobra entonces importancia la ejecución del mismo. El escultor Pancho Lasso, su hermana María Lasso, la fotógrafa, y su esposo, Aquiles Heitz, el gran pionero de la Fotografía en la isla, que nos ha dejado bellísimas e históricas imágenes del Arrecife de principios del s. XX. Reconocimiento también a los artesanos, de todos los oficios, empresarios, personajes de la vida cotidiana, como Tuto y su venta de «los ciegos» o «para hoy», como él cantaba; Ramón Leva Leva con sus eternos andares; Acuña y Paco, los vendedores de helados que alegraban nuestros paladares en los días de fiestas, y especialmente en las celebraciones importantes.

Anunciaban su presencia haciendo sonar las trompetillas. Acuña, con sus giros musicales destacaba sobre Paco. Los carritos de los helados avanzaban empujados por sus dueños hasta los sitios estratégicos de mejor venta. Se apostaban habitualmente en el parque. Acuña frente a Paco. La rivalidad sana que existía entre ellos los llevaba a pregonar sus productos diciendo: «No le compren helado a Acuña, que saben a pezuña», a lo que Acuña contestaba: «No le compren helado a Paco, que saben a tabaco». Por supuesto, nunca llegó la sangre al río. Los cubículos que contenían los helados estaban cubiertos por unas relucientes tapas en forma de conos ondulados. Helados de vainilla, chocolate o fresa dispensados entre dos crujientes galletas eran sorbidos con gran fruición hasta el último resquicio. Tantos y tan variados personajes que permanecen aún en nuestra memoria, como destacados exponentes de un pasado que formó parte importante de nuestra vida. Animo a los que estamos aquí, a los que tienen responsabilidad en las áreas de gobierno, a todos los ciudadanos de Lanzarote, a contribuir al desarrollo y prosperidad de nuestra isla, a que propongamos eficaces programas educacionales y formativos, que hagan de Lanzarote una isla modélica, en el respeto a la naturaleza y al entorno, con un equilibrado aprovechamiento de la energía, poniendo empeño en la utilización de las energías renovables, esa energía que nos ha brindado a raudales la naturaleza bella, extraña y cargada de exotismo, procurando un turismo sostenible, como proclamaba nuestro artista más internacional, César Manrique, para contribuir a honrar en toda su amplitud el título de Reserva de la biosfera, legando a las generaciones futuras un mundo más habitable.

Disfrutemos de estas fiestas, como lo hemos hecho siempre, con alegría, jubilosos, con honestidad, para seguir viviendo, haciendo nuestra la frase de Séneca, vivir es combatir y combatir es luchar para que nuestra isla y los isleños, propios y acogidos como propios, sean por unos días felices, olvidando problemas y sinsabores que la vida diaria se encarga de depararnos. Que todo discurra por los cauces de una buena convivencia y que perviva largamente nuestra fiesta y…

¡Viva San Ginés!

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