Los Sangineles
Memoria y encuentro
Según la mitología griega, a la diosa Mnemosina, hija de Urano y Gea, se le atribuye la capacidad de la memoria, poder gracias al cual podían ejercer sus quehaceres los pensadores y artistas. De su unión con el dios Zeus surgen las nueve musas de las artes y las ciencias.
Desde siempre hemos entendido que la memoria es fundamental para nuestra condición humana. Frágil, no fiable, necesaria, complicada e imprescindible. Tanto sea escrita como oral, somos básicamente memoria y no podríamos imaginar la cultura, la civilización o ninguna estructura social, si cada día nos levantáramos con una memoria reiniciada.
Las fiestas son una forma de subvertir el orden establecido, pero también un vehículo para marcar hitos en la vida de los pueblos, que se aferran a los ciclos y a los ritos para recordar quiénes son. Cada pregón es el inicio solemne de una fiesta. Y no puede obviarse que sea también un activo de la memoria en un sentido dual: la del propio pregonero y la del pueblo y fiesta que pregona. Es por eso que este pregón es un paseo por la memoria colectiva, por los recuerdos de quien suscribe y por la propuesta de la memoria que podríamos cultivar.
Según la tradición oral, en las costas del Puerto del Arrecife, apareció un cuadro de San Ginés y los vecinos lo convirtieron en su santo patrono. Un dato curioso, recogido en las Memorias del Capitán Mirón, apunta que desde 1716 se empezó a celebrar, el día de San Ginés, una pintoresca ceremonia denominada «los desposorios del mar», que consistía en lanzar una guirnalda de flores desde una barca, mientras se recitaban unos versos en latín. A continuación, tenía lugar la «danza de los renegados», en cuya ejecución se daban golpes en el suelo con grandes vejigas de pejes. Una imagen que, sin duda, nos trae ecos muy antiguos-sobre la actual tradición de Los Buches.
Desde la fundación de la parroquia, en 1798, tiene lugar su fiesta oficial, que dio en llamarse cariñosamente Los Sangineles y que ha sido siempre una de las celebraciones más populares de Canarias.
Si curioseamos en la hemeroteca, en busca de datos referidos a la fiesta que nos ocupa, encontramos algunos datos curiosos. En un diario de 1907 se habla de una gran luchada, en la que destacó el luchador Mandarrias, así como de la fiesta marítima, en cuyas embarcaciones iban «unas señoritas muy bien ataviadas y otras con comparsas de jóvenes con rondallas». En el siguiente año, encontramos crónicas que hablan de la cucaña marítima y del vistoso baile con ambigú que tuvo lugar en el Casino.
Algunos columnistas se quejaban de la poca variedad musical que existía en la fiesta de la capital, donde no había una banda de música en la década de 1950, aunque sobraban [a juicio del columnista] tocadores de timple «ese instrumento bárbaro y rudo, reclamo de ventorrillos». Parece que las parrandas nunca faltaron en San Ginés, ya que ‘El Puerto’ era un pueblo muy abocado a este tipo de reuniones folklóricas. Isaac Viera, en su libro Costumbres Canarias (1916), nos habla de las parrandas de Arrecife de principios del siglo XX, en las que los juerguistas, con sus vihuelas y violines, rompían las farolas para no ser reconocidos, y así poder juerguear y canturrear sus serenatas amparados en la cómplice oscuridad. Un alcalde, que quiso abolir dichos desmanes, fue arrojado por ello -con su levita y sombrero- en el Charco de San Ginés, donde casi perece ahogado, de no ser por el oportuno rescate de un vecino de El Lomo. En 1957 se recupera para la fiesta el famoso Circo Toti, que -años atrás- había sucumbido en Arrecife, pasto de las llamas.
Podríamos seguir entreteniéndonos en la lectura de documentos antiguos de Arrecife, que cabalgan entre la veracidad y la anécdota. La crónica del Puerto la han escrito historiadores y periodistas. Y es necesario conocer con rigor los episodios y datos que dan dimensión histórica a la capital de la isla. Pero, como defendemos muchos, ese conocimiento no debería sólo sustraerse a los papeles de los archivos y a las relaciones entre economía y política, en una suerte de sucesión de acontecimientos que acaban poblando los indolentes archivos institucionales. Tenemos que conocer nuestra historia escrita, porque la civilización se basa en dicho conocimiento. Pero no debemos olvidar los componentes emotivos y afectivos que conforman la personalidad de un pueblo, porque el respeto a esa faceta vital puede bien marcar la diferencia entre conocimiento y sabiduría. Esa «historia menuda», como la describió Antonio Lorenzo en su delicioso libro publicado en 1992, se basa en recuerdos, personajes inolvidables, sensaciones y andanzas de los que hemos caminado sus calles y olisqueado la salitre en sus esquinas.
Vivimos en una época de cambios que afectan a escala planetaria. Las bombas se disparan con drones a distancia. Los asesinos se inmolan al grito de “Dios es grande” y los héroes corren tras un balón. Nos venden sueños y pesadillas instantáneas a un clic de distancia y lanzamos nuestras vergüenzas a la luz pública. Cuando yo era niño, escribíamos nuestros anhelos inconfesables en una libreta que llamábamos «diario», guardada celosamente de la lectura ajena, incluso con un pequeño candado. Siempre nos dieron miedo los alcahuetes y correveidiles de los pequeños secretos de nuestra vida. Hoy, la Alcahueta Universal adopta nombres anglosajones, bajo el genérico eufemismo de «redes sociales», a las que nos abandonamos para contar nuestras pequeñas y grandes miserias cotidianas. El éxito social se mide por cuántos «me gusta» han suscitado nuestras peregrinas ocurrencias y a muy pocos parece interesarles el pensamiento reflexivo e intelectual. Hoy, el diario de nuestras soledades es público y notorio y así queremos que transcurran nuestras interioridades, que gozan de una intimidad incongruentemente compartida.
No sabemos qué ocurrirá con esta memoria digital, que se escribe con ceros y unos, que es masiva, efímera e insustancial; este reporte diario sometido al servicio de las grandes empresas, que usan esos devaneos narcisistas para hacer perfiles comerciales y saber más y más de cada uno de nosotros. Pero habrá siempre una memoria íntima, esencial e inconfesable que forma parte de nuestra personalidad más soterrada. Estoy seguro que la pasajera moda de contarlo todo a cada minuto acabará en el olvido. De igual manera, existió y seguirá existiendo otra memoria transferible, que podemos compartir, como la que compartían nuestras madres y abuelas en las tardes de merienda, cuando no existía la mensajería instantánea ni los móviles inteligentes. Y hoy me van a permitir que comparta algunas de esas vivencias con todos ustedes, a sabiendas de que serán las mismas que otros pregoneros ya nombraron, porque son las vivencias de mi generación; porque no está mal reescribirlas una y otra vez para que no mueran.
Mi vida está ligada a esta ciudad, a la que llegué con mis padres cuando tenía tres años. Y, desde entonces, aprendí a transitar los pequeños secretos que escondían cada una de sus calles. Desde el barrio de La Vega me dirigía cada día a los Grupos Escolares. Allí aprendí a perderme entre las aventuras literarias, de la mano de doña Remedios, mi profesora de lengua, que me prestaba libros de Selma Lagerlöf y Enid Blyton. También entre esos muros di mis pasos iniciales en las cuerdas, con don Baldomero Cancio, mi primer profesor de guitarra. Él me hizo enamorarme de ese mundo maravilloso de la música, amor que alimentaron luego Florián y Domingo Corujo. En esos años de aprendizaje, que luego continué en el Instituto Agustín Espinosa (el «instituto viejo»), tuve la oportunidad de vivir grandes momentos, con la guía de maestros a los que estoy profundamente agradecido. Y también fue la época de los primeros amoríos, y de fraguar esas amistades que se guardan por siempre en el corazón, algunas de las cuales conservo como un tesoro hasta el día de hoy.
Los polos del carrito de Acuña traían el color y el frescor a los veranos. Por unas pocas pesetas, podías comprar dos sabores: fresa o naranja. El hielo, en forma de cilindro coloreado, se tornaba blanco cuando chupábamos con denodada ansia su superficie helada. A los pocos segundos, como por arte de una magia arcana, recuperaban su color lentamente. Y volvíamos a empezar el ciclo de hielo y color desvaído, hasta que se terminaba el polo, para solaz de nuestra sed. En este ejercicio nos entreteníamos, mientras la arena de El Reducto nos cubría la piel renegrida por el sol y salpicada del agua del mar, al que pertenecíamos por entero.
En el mismo litoral, pero un poco más allá, entre el Parque Nuevo y el Parque Viejo, era otro carrito el que endulzaba las párvulas tardes de los niños de mi generación. Era el pequeño puesto ambulante de Contreras. Como una cornucopia de la abundancia, se desplegaba ante nuestros ojos el tesoro azucarado de sus existencias: palotes, caramelos masticables, Chupa Chups, pastillas de goma, pirulís con y sin galleta, chicles Niña (que eran para las chicas), pipas Churruca (que ofrecían premio en su interior) y los inconmensurables Bazooka, con los que se hacían grandes bombas, que explotaban llenándonos de pegajoso azúcar la nariz y la memoria.
En la galería de personajes imprescindibles de aquella época, guarda un papel fundamental don Heraclio Niz, el Pollo de Arrecife. Como actor formó parte del elenco de una veintena de películas, con figuras como Raquel Welch, con la que corrió tras una cohorte de dinosaurios imposibles. Yo le conocí de guardia municipal, siempre solícito y dispuesto a mostrar a parroquianos y turistas su amplia sonrisa.
Entre lociones de afeitar y tijeretazos, Antonio Corujo declamaba coplas de El Salinero en su barbería y, enfrente, la Dulcería Mina vendía dulces de gloria y Clipper de naranja por vasos. El Cine Díaz Pérez proyectaba películas en Tecnicolor y el Atlántida era el gran teatro que nunca tuvimos. Los domingos, en misa, me perdía entre las atormentadas figuras del enigmático cuadro de ánimas de la iglesia de San Ginés, y en la Biblioteca Pública Católica leía los libros que no me podía comprar. Domingo Rocío vendía claveles en la Plaza del Mercado y cantaba la Isa del Cinco con Los Campesinos. El Charco no olía bien cuando bajaba la marea, pero cuando estaba lleno, era nuestra Gran Laguna particular, con su puente y sus ‘jolateros’, evocación costera de venecianas imágenes que veíamos en la tele y en los libros.
Y llegó Manrique, con sus audaces ventoleras de modernidad. En el Almacén veíamos cine de Bergman y en el Castillo de San José disfrutamos de un arte que no llegábamos a entender, pero que nos sobrecogía el espíritu.
Cada agosto, con su rutina predecible y maravillosa, regresaban las Fiestas de San Ginés. Estrenábamos ropa: pantalón de campana (con la raya planchada) y camisa a juego; zapatos relucientes y el alma renacida para asistir a la feria. Chopito y Chaporro nos visitaban cada año, con su universo de guiñol y sus historias de buenos muy buenos y malos muy malos. Los «cochitos» eran el epicentro de toda diversión. En casetas desvencijadas (que nos parecían razonablemente glamurosas) disparábamos balines contra unos palillos, a ver si nos tocaba algún premio. O comprábamos números en la tómbola, con la esperanza de ganar alguna muñeca vestida de gitana, para que nuestra madre la pusiera encima del televisor, que entonces no era de pantalla plana. Las «piñas de manises» y las potas secas saturaban las papilas con sabor a fiesta. Íbamos al Parque Nuevo a ver a Nanino Díaz Cutillas presentando grupos de otras islas y asistíamos a los diversos festivales. En la Sociedad Democracia, Ildefonso Aguilar nos ofrecía sus audiovisuales, en los que la onírica visión del volcán y sus texturas, sonoras y visuales, nos hacían parecer un poco menos pueblerinos, un poco más del mundo.
Éstos son algunos de mis recuerdos juveniles. Mi patria chica, mi sombra del almendro, que reflejara don Nicolás Estévanez en sus sentidos versos. Porque en el solar de la infancia es donde radica la verdadera esencia de la pertenencia a un lugar, ese espacio del que nunca te pueden exiliar.
Pero la vida no es sólo un paseo por las nostalgias. Cualquiera tiempo pasado es, sencillamente, pasado. Nos dice lo que hemos sido, es nuestra memoria, el reporte de nuestros pasos andados. Pero no nos dice necesa¬riamente lo que queremos o podemos ser. Evoco esos momentos de «mi» Arrecife porque es lo que me trae a este lugar, porque me dicen lo que fui, lo que fuimos los chiquillos de mi generación. Pero la fiesta es mucho más que eso. Desde una óptica un poco más profunda, el hecho festivo apunta a dos claves fundamentales: el sentido cíclico del tiempo, que nos ayuda a ubicarnos en el marco temporal y el atavismo a un lugar concreto, que marca la dimensión espacial de nuestra existencia. En buena medida, en eso se basa el concepto de identidad: ser de un tiempo (que arrastra un ciclo de ritos y ceremonias) y ser de un lugar, que nos ubica en un paisaje, una luz, una forma de entender la existencia marcada por las condiciones del espacio circundante.
Además, la fiesta tiene un componente básico que no debemos olvidar: el valor del encuentro. Pregonando esta fiesta, me reencuentro con mis recuerdos, pero cada vez que vengo a Los Sangineles (lo hago prácticamente cada año) me encuentro con mis amigos, me siento de nuevo de aquí. En un sentido incluso más transcendente, me encuentro a mí mismo. Citando al filósofo Antonio López Quintas: «Toda fiesta lleva en sí la fecundidad, el gozo, la libertad interior, la felicidad, el amparo, la paz y la luminosidad del encuentro».
Y es que a la gente le gusta juntarse. Para ir a la feria, al festival, al festín, para manifestar la alegría… expresiones todas derivadas de la misma raíz que la palabra fiesta. Nos gusta sentirnos parte de algo, de una colectividad que comparte línea de tiempo y lugar común. Nos apegamos a las tradiciones, porque nos hacen encontrarnos con los que fuimos en otras generaciones, y nos gustan las novedades, porque nos permiten encontrarnos con el tiempo actual. Considero que la fiesta, cualquier fiesta, debería no perder de vista este importante vector que la anima y la dinamiza. Quizás si fuéramos menos espectadores y más actores de la propia actividad festiva podríamos entenderla y vivirla de un modo más profundo y positivo. Acaso deberíamos plantearnos unas fiestas con menos espectáculos y más participación.
Y para empezar el encuentro, toca sentir que la nuestra es una ciudad amable. Es decir, que se puede y que se debe amar. Y no es nada difícil. Son muchos los regalos que nos ofrece Arrecife. La luz que inunda estas calles es única. Los que nos hemos criado pero no vivimos aquí, necesitamos sentirla cada cierto tiempo, como un alimento del alma para seguir caminando en los momentos oscuros. Es esa luz que salpica la ondulada mansedumbre del Charco en las tardes de verano, cuando las falúas se mecen en una paz insondable y mineral. La misma que inunda amanecer en El Reducto y que trae evocaciones de un fuego que, robado a algún ocaso, pintó de negro y rojo el resto de la isla.
Arrecife no es una ciudad antigua, pero es una ciudad con solera. Adentrarse en el camino viejo del Puente de las Bolas y llegar al Castillo de San Gabriel es hacer un viaje en el tiempo y rendirse ante una belleza pétrea y secular. Las viejas salinas traen evocaciones de un tiempo en el que la palabra «salario» tenía todo el sentido. Los barcos aún presentes en nuestro litoral, nos siguen recordando la raíz marinera de estas calles. Pero lo más importante es que en Arrecife, en el viejo y el nuevo, en cada uno de sus rincones y barrios, palpita el esfuerzo constante de los que lo habitaron ayer y lo pueblan hoy. Los que nacieron y no nacieron aquí, pero se sienten de aquí. Los marineros, los albañiles, los abogados, los músicos, los estudiantes y los peluqueros. Los chinijos y los grandes. La buena gente arrecifeña. La que hace posible que en cada amanecer acontezca el encuentro.
Arrecife es más que El Puerto, es más que una capital administrativa y un lugar de paso en la isla. Esta ciudad debería aprender a construir su identidad desde los cimientos de la autoestima y el reconocimiento de una personalidad ajena a los estereotipos. Al igual que otras ciudades costeras de nuestro archipiélago, el sentimiento del mar abre puertas a la conciencia de una ventana al infinito, de un camino sin barreras, de una membrana comunicante que nos vincula al mundo sin renunciar a los valores locales. De revisitar la modernidad sin falsas ataduras a las nostalgias y a folklorismos trasnochados. De ser contemporáneos sin perder contacto con el origen.
Arrecife está en fiesta. Saquemos el alma nueva a pasear por la plaza vieja, llevemos a nuestros hijos a los «cochitos», disfrutemos de la parranda, de los actos, de la devoción al santo, de la risa abierta y el rito ancestral de la reunión. Vivamos la fiesta, con alegría, porque vuelve -como cada año- nuestro Santo Patrono; y nos convoca al encuentro.
¡Viva Arrecife!
Felices fiestas.