POR PANCHO CORUJO PERDOMO
Es la primera vez en mi vida que me encuentro entre-cajas de un teatro y no siento ese nervio de la espera por subir a cantar. Esa necesidad de buscar la concentración musical antes de su ejecución. Es la primera vez que no tengo que vocalizar un poco, que no trato de visualizar lo que va a suceder en la complicada gestión de prevenir algún posible incidente en la frase más complicada y aguda de la partitura. Siempre he perseguido el compromiso de ser honesto con el público y con el arte, en la difícil tarea de poner mi voz al servicio de la música. Tras tantos años de experiencia, reconozco que hoy estoy mucho más nervioso que en esos días de conciertos o representaciones de ópera, y es por tratar de ser justo y estar a la altura de las expectativas y el cariño que me han demostrado los habitantes de este pequeño pueblo nuestro, ya ni tan pueblo, ni tan pequeño.
Dándole vueltas a qué les podría contar hoy aquí, se me venían innumerables recuerdos, memorias gamberras, «rockandroleras» y felices, que tenían su epicentro en un pequeño portal de la Plaza de la Constitución, a la que todos conocemos por La Plazuela. Recuerdos entre la adolescencia y la vida adulta que ahora me doy cuenta que marcaron definitivamente a este personaje que les habla aquí hoy, sin saber muy bien qué hace, ni porqué le ha tocado esta suerte y a la vez encerrona, de pregonar sus fiestas, nuestros queridos «Sangineles». He preferido para hoy, tratar de recuperar recuerdos anteriores, del niño que yo fui, de un niño y una ciudad que crecían conectados a sus tradiciones y a sus vanguardias.
Sin querer ponerme sentimental, quiero avisar que de nada sirve establecer comparaciones con aquellos años, simplemente son diferentes y su evolución y cambio ha sido el de la propia ciudad y el comportamiento y sentir de sus ciudadanos y ciudadanas.
Una de mis tantas anomalías es que no me gusta que me elogien, me incomoda, me deja sin palabras. Cuando respondo me suelo ningunear. Es como una pulsión, un resorte. Si alguien me llama «Maestro» reacciono respondiendo «maestropeado es lo que estoy», o cuando en una conversación coloquial alguien me presenta como «él es el tenor fulano de tal…» yo suelo interrumpir con «el temor fulano de tal…», y así, con humor, salgo de ese personal atolladero. Debo ser medio tolete, pues supongo que me debería encantar, y reconozco el regocijo de la gente cuando le dicen algo bonito o la felicitan por su trabajo. Yo lo agradezco, y entiendo que dentro del mundo artístico hay un condicionante fundamental que tiene que ver con el favor del público, también necesito escucharlo y sentirlo, sin embargo, me deja petrificado.
Por eso, cuando Alfredo Mendoza me dijo que la alcaldesa y él estaban de acuerdo en que yo fuera el pregonero de las fiestas de San Ginés, le respondí que se dejara de vacilones, y él, muy en su papel, continuaba ceremonioso ofreciéndome el encargo. Lo conozco hace más de treinta años y sé que le gusta bromear, así continuó nuestra, para mí, surrealista conversación durante unos segundos hasta que me di cuenta de que no me estaba pegando una caña como las del envite, no se me ocurría ninguna broma para responder así que me obligó a decir que sí. Y aquí estoy, tan abrumado como agradecido.
Les voy a relatar algunos recuerdos que tienen que ver con las fiestas de San Ginés. Memorias que, mirándolo cariñosamente en retrospectiva, se corresponden de uno u otro modo al niño grande que sigo siendo. El primer recuerdo al pensar en aquel Arrecife en San Ginés, es sobre un descampado que hay cerca del bar La Vidriera. Allí Rafael Arráez, ponía un ventorrillo con un buen reclamo, un artefacto que estaba causando furor: el Karaoke. Recuerdo pedirle a mi padre que me llevara, dábamos una vuelta por la feria y allí nos íbamos dejando a mi hermana y a mi hermano con mi madre en los cochitos. Háganse la imagen, un niño de siete u ocho años gordito, risueño y probablemente armado con una pistola de plástico y una estrella de Sheriff en la pechera, subido al escenario cantando «Granada» o «México lindo y querido». Aún no entendía el estímulo y la atracción que me producía la música y el escenario, pero sin duda ya era una necesidad. Además, a esas horas aún de día, como únicos espectadores tenía a mi Padre, a Rafael tras la barra, y un grupo de palomas que disfrutaban del espectáculo sobre el muro que da para la calle Luís Morote^. La música era evasión y trance, ya se había convertido, sin yo saberlo, en mi punto de fuga. Algo que me resultaba fácil, además ya era melómano pues recuerdo pedirle canciones de Venezuela o México que aquel aparato aún no tenía. Todavía, cuando paso por el bar la Recova, me encuentro con Rafael y recordamos aquellos tiempos.
Era yo un niño imaginativo y veía la feria de San Ginés como en las películas, enorme. En mis fantasías infantiles creaba ensoñaciones que tenían que ver con impresionar a alguna chica en los ventorrillos de tiro al blanco, vestido en esas fantasías con chaqueta y gorra de béisbol, y seguramente la chica me llamaría Bill o Jack, y yo era rubio…en agosto, en Arrecife.
Ahora imaginen un niño que, veraneando en Masdache, un día de agosto se viene con su abuela Lola y su tía Macusa a Arrecife con la excusa de pasar la noche con ellas en la casona de la Calle Porlier. Sepan ustedes que ese niño era consciente que las fiestas de San Ginés acababan de empezar y que, tal vez, por esas cosas del destino, tuviera la suerte de acabar allí. Había un problema y es que no tenía un duro. En el peor de los casos, en cuanto pudiera escaquearse de las dos señoras podría dar una vuelta por los cochitos sin montarse en nada.
Por aquel entonces, la libertad no vigilada para aquel niño se resumía en los quince metros que aproximadamente hay entre la puerta de aquella casa y la Plazuela, o como mucho hasta el arranque de la calle Canalejas donde vivía su primo Isidro. Tenía un plan perfectamente urdido. Le pidió a su abuela veinte duros para comprar una gloría en la dulcería de Lázaro, justo en la esquina de la misma calle. Cuál fue su suerte al ver que, no teniendo cambio, le extendían un precioso billete de quinientas pesetas.
Con la premisa de que trajera el cambio de vuelta, y tras decir que se quedaría jugando en la Plazuela, salió el niño raudo por la puerta mientras Lola y Macusa hacían crochet en el zaguán porque, según decían, era el único sitio de la casa en el que había un poco de relente para combatir el calor. Como podemos imaginar, el niño pasó de largo la dulcería. El éxito de su misión entrañaba tres escollos que tenía que salvar: pasar sin ser visto por delante de la barbería de su tío Antonio, pasar sin ser visto por delante de la escuela de música de su padre, y la última, pero no menos importante, no ser detectado por nadie conocido durante el camino. Tuvo la suerte que al embocar la antigua calle Luís Tresguerras, pasando justo ante la barbería, pudo ver a su tío Antonio leyendo el periódico sentado en su silla de barbero, y a Perico y a Rafael afanados con sendos clientes en sus respectivos pelados. Cruzó, y ya en el parque viejo se arrimó a la margen que da a la marea por la avenida de La Marina, alejándose todo lo posible de los edificios en donde se encontraba la escuela de música, pasó de largo a paso ligero, sin mirar, en ese extraño ejercicio de los niños de «si no lo veo, no existe». Total, que el chinijo ya está llegando a la explanada del Castillo de San Gabriel, cuando se percata de que no había sacado la mano del bolsillo del pantalón, había apurruñado tanto aquel billete durante el camino, que al sacar la mano comprobó que estaba partido por la mitad. Aparecen las lágrimas, después del riesgo, y ya en los cochitos, le pasaba eso. Llorando vaga desconsolado por entre la feria aún casi vacía. Todavía el sol quemaba en lo alto y la gente estaba trabajando o en la playa. En esta situación se encuentra por sorpresa con Biba, un señor saharaui que vivía en una casita en la Plazuela y trabajaba de aparcacoches en aquella misma explanada, durante las fiestas de San Ginés hacía las veces de vigilante de las atracciones. El niño le cuenta lo sucedido, Biba sonríe, se mete en su caseta y aparece con cinta celo, pega con cuidado el billete y se lo devuelve. El niño corre y se monta dos veces en el Máster y una en el Dragón. Cuando vuelve, pasadas hora y media fuera, encuentra a su abuela hablando por el teléfono de baquelita que colgaba en la pared del zaguán, y a su tía Macusa contando agujeros en la madeja como una letanía casi inaudible. El niño, haciéndose el despistado con el tema del cambio, daba por hecho que todo había salido bien. Llega la noche, al acostarse, su abuela se acerca y le dice:
«Ya sé que te gastaste las perras en los cochitos, Biba te estuvo vigilando desde que te vio cruzar la Plazuela, cuando llegaste estaba hablando con él por teléfono, me dijo que habías sido muy educado, que le dijiste «por favor» y «gracias», así que por esta vez te lo paso, pero a tu madre ni mu»…
Podría hablar también de parrandas, de muchas parrandas. En el ventorrillo en el muelle de la Pescadería, recuerdo por allí a Los Toledo de La Graciosa con su particular folclore, o Los Gurfines cantando en su ventorrillo, o en el Club Náutico, la voz y la guitarra de Paco Toledo a quien tanto admiré, o en la Democracia a Ramón Martínez junto a Chente y más de una vez a Ico Arrocha, o el Festival de Los Amigos de Porto Nao y el sonido de la inconfundible voz de «Taillo». A diferencia del karaoke de Rafael, en este caso yo era espectador, no cantaba, sentía y siento un respeto reverencial por la gente parrandera, familia a la que tengo el orgullo y la suerte de pertenecer. La parranda nos pone en comunión con lo que fuimos y lo que somos. Parrandear en cualquier ventorrillo en esa experiencia colectiva que nos proporciona la cultura popular con nuestro folclore musical por bandera, primera forma de acceso a la cultura, la creatividad y el conocimiento de las tradiciones. Contexto social y cultural al que tanto debemos cualquiera de los que nos dedicamos de un modo u otro a los caminos del arte. Cantar junto a mi padre, mi hermano Ciro y mi hermana Rosa, mis primos y primas, los hermanos Mendoza, Perico Orosa, o el viejo Pepe Suárez «Grafiña», el señor de la guerra, el último tocador de forito con sus heridas de bala en la pierna y su inspiradora forma de narrar.
De él aprendí la primera copla de isa marinera que recuerdo: (CANTANDO)
Yo no digo que mi barca sea la mejor del puerto, pero sí digo que tiene los mejores movimientos.
Me gustaría añadir, sobre la historia del billete roto, que ese niño era yo, que aquel teléfono de baquelita sigue colgando de la pared de aquel zaguán, que ya entonces sabía perfectamente que hay un atajo recorriendo toda la Plazuela hasta la calle Real, que me hubiera permitido llegar hasta la feria en el Castillo de San Gabriel sin necesidad de pasar por la barbería o la escuela de música, sin embargo, elegí lo difícil, nunca fui de atajos. Tal vez por eso me convertí en músico. La música es el camino difícil, lleno de sacrificios, pero también satisfacciones, por eso hoy estoy aquí orgulloso y feliz de ese pasado:
** Porque este paisaje sabe,
mucho más de mí que yo,
antes que yo nació y estará cuando me acabe
entre sus linderos cabe,
lo que tengo y lo que di,
lo que olvidé y aprendí,
lo que recibo y ofrezco,
lo que celebro y padezco,
lo que seré, soy, y fui.
¡Felices fiestas!
** Extracto de “Barraco Abajo” del verseador Yeray Rodríguez