Pregón de San Ginés 1981

volverPOR   PEDRO PADRÓN QUEVEDO

 PedroPadrónQuevedo
El pregonero de las Fiestas Patronales de Arrecife, bajo la advocación de San Ginés en el año del Señor de 1981, expone en breve prólogo su razón de ser.

Alguien diría si lo oyera: 19 años, 2 meses y 20 días, grave pena es. ¿Qué habrá cometido para ella?

Yo podré contestar a ésto, que es exactamente el período de mi vida profesional, que se extinguió el día 22 de Mayo último por el cumplimiento de lo que, en término se refiere: Jubilación en ésta querida Ciudad de Arrecife y en toda la encantadora Isla de Lanzarote, período maravilloso, porque tanto sus habitantes, desde el más de elevado rango por circunstancias de la vida, hasta el más modesto, origen también de ésta, siempre me extendieron la mano, símbolo de amistad y afecto, y yo quise no solo a la Ciudad de Arrecife, sino a la Isla entera con emocionada, sincera y profunda pasión, como dijera Don Miguel de Unamuno de nuestra querida Isla hermana de Fuerteventura, al abandonarla después de cumplir el destierro que a la sazón le fuera impuesto.

Y por ello quiero en éste acto agradecer a mi gran amigo Antonio Cabrera Barrera, Alcalde de la Ciudad, -y antes del pueblo de San Bartolomé del que resurgió sus encantos, albeando con esa blancura tan derrochada en toda la Isla, la pobreza y el abandono en que el mismo se encontraba, cambiándole su faz y fisonomía, de la que todos los moradores le guardarán el más acendrado recuerdo -, el que se acordara de mí para pronunciar este Pregón, no para figurar, ni darme a conocer, han sido atributos en mi vida que pasaron desapercibidos y siempre con expresa renuncia para ellos, sino que me ha brindado el momento para poderles decir adiós públicamente a la Ciudad de Arrecife y a todos los pueblos de la Isla; esos rincones, tanto ribereños como de tierra adentro, en que mi ser ha vivido los mejores momentos al ofrecerme sus encantos, belleza y el afecto de sus habitantes, dejándoles como señal el legado de este Pregón.

Y como no podía faltar esa renovación anual pregonera al Patrono de la Ciudad de Arrecife, así como a la Isla entera, daremos comienzo al mismo.

Arrecife celebra un año más sus fiestas Patronales bajo la advocación de San Ginés, ese humilde Obispo de origen francés y nacido en la pequeña Aldea de Clermont Ferrant, dentro del Siglo VI de nuestra Era Cristiana.

Corría el año 1798 y un Obispo Canario de gran valía y piedad, Don Manuel Verdugo y Alviturría crea la Parroquia de Arrecife, bajo el Patronato de San Ginés y que por entonces se ampliaba la ya Ermita de su nombre; es que Arrecife ya crecía considerablemente y era preciso un Templo mayor para cobijar a sus fieles, al constituirse poco después en la Ciudad de su nombre.

En el año 1800, dos años más tarde, ejecutadas las obras de ampliación es entronizada una imagen del Santo, al llegar procedente de una renombrada escuela de arte de la Península, y desde entonces su gesto de bondad, con mirada perdida al infinito vela y custodia el culto que todos los arrecifeños sienten por él.

Era una mañana del día 2 de Marzo del año 1962, cuando los primeros rayos solares daban claridad al nuevo día, la nave hacía su entrada en la bocaina, ese estrecho mar que baña Lanzarote y Fuerteventura, era el correo tan conocido «Ciudad de Huesca». El mar se mostraba tranquilo y se podía contemplar el claro y transparente azul de sus aguas; dos horas navegó paralelo a la costa de la Isla hasta hacer su entrada en el puerto del Arrecife, nombre histórico del viejo puerto, que ha caído en el olvido y que sería preciso hacerle resurgir de nuevo.

La marcha de la nave permitía admirar lentamente los encantos de la costa, -entonces no había nada construido en el hoy Puerto del Carmen, lo que entonces se le conocía de siempre por «La Tiñosa» -, de sus medianías, de sus altas y majestuosas montañas.

Ya el Sol hacía brillar los salpicados caseríos en sus múltiples colores esparcidos por la Isla, el verdor de algunas mieses y el dorado de sus playas en claro contraste con el color de las montañas que muestran sus elegantes siluetas al producir sombras sus accidentes, en especial esos cráteres que hace cientos de años vomitaran el fuego interno de la tierra y su líquido andando muy lento por sus faldas, dio nuevos colores, diferentes estructuras para hacerlas aún más bellas, con esos ríos lávicos negros y muy brillantes que llegaron al mar donde se fundieron con sus aguas.

Desde lo alto de la cubierta se contemplaba Arrecife. Su viejo Castillo de San Gabriel es la primera visión con sus cañones a los lados de la puerta, parecen quererle darle aún vida; la bahía llena de barcos de pesca que se mecen con el pequeño oleaje y marcan su actividad a través de sus hombres que no cesan en preparar sus artes para hacerse a la mar.

En el dique, barcos de cabotaje cargan sus bodegas de productos insulares; las blancas montañas de sal a golpe de pala desaparecen del muelle.

La Villa de Teguise en lejana visión enclavada en una planicie al pié de un alto monte muestra su señorío de la antigüedad con el Castillo de Guanapay, cimentado en lo más alto del cerro, que es el perpetuo vigilante al infinito y evoca los recuerdos de sus legendarios moradores, de aquellos conquistadores asentados en sus tierras, los que derrocharon poder y dinero en la edificación de esas casas solariegas, de los Templos del más puro sabor colonial, de conventos erigidos por esos frailes que juntos llegaron para luchar por Cristo, cual valientes guerreros; tampoco olvidaron la casa de la Inquisición que aún guarda los vestigios de su existencia

Y atracado el correo, sujeto a los norays del muelle por sus cabos, desembarqué y al cruzar la pasarela y pisar tierra arrecifeña, mi ser experimentó una transformación ante la vista de la Ciudad de Arrecife en que el mar entonces jugaba con ella; hoy convertida en Ciudad cosmopolita.

Arrecife es el pórtico grande de entrada a la Isla, y para llegar a la Ciudad dos arterias le dan vida, que se comunican con cualquier lugar del mundo. Una, el Puerto de Los Mármoles, al que llegan barcos de todas las naciones a visitar a la Isla.

Esas naves con matrículas de muchas naciones en sus popas, flameando con la brisa de la noche el pabellón alegre y policro¬mado de sus países, engrandeciendo al joven puerto que crece diariamente en longitud y rango, le dan vida de una intensidad colosal.

Podríamos, parodiando la estrofa que nuestro gran Poeta Tomás Morales dedicara al Puerto de la Luz, también cuando surgía como el hoy Puerto de Los Mármoles, que dice:

Yo amo a mi puerto en donde cien varios pabellones
desdoblan en el año sus insignias navieras,
y se juntan las parlas de todas las naciones
con la policromía de todas las banderas.

Es la otra el Aeropuerto, donde el cosmopolismo de pasajeros y la variedad de aviones de todos los países que discurren por su amplia pista hacen posible un movimiento creciente cada día, y si antes se resolvía parcialmente en razón a lo que existía, hoy con ese nuevo y engrandecido, a la vez que modernísimo Edificio de alegre decoración, alberga todas las aspiraciones y hace posible esa afluencia turística creciente para conocer a Lanzarote.

Ya estamos dentro del corazón de la Ciudad de Arrecife, y cabe preguntar: ¿Cómo fue y es actualmente?

En una mañana de antaño podríamos describir su visión marina desde cualquier lugar con cara al mar, un poco lejano el Castillo de San Gabriel de hermosa estampa y con sus paredes marcando la pátina del tiempo de su existencia; para llegar a él un angosto camino que tiene dos columnas corroídas a su inicio, descanso de las gaviotas; aún conserva el palo atravesado que servía de sostén a la puerta elevadiza, y delante el paso del foso bañado por el mar, con piso de madera roídos sus barandales por la acción del tiempo.

Sobre el puente de tres ojos, es el comienzo de la arteria que nos lleva al dique viejo, al Comercial como se le designaba, donde en su arranque atracan las parejas luciendo sus vivos colores de los cascos.

Entre el camino viejo que conduce al Castillo y la nueva vía que va al Muelle, el agua del mar se estaciona tranquila con colores diferentes, según marca la sombra en la oquedad de los ojos del puente.

Alguna lancha pequeña en la que boga un modesto pescador rompe la quietud de las aguas al pasar bajo alguno de aquellos, y, a veces, cuando el silencio reina, llega a los oídos el chapoteo de las aguas de nuestro mar al hundirse en ellas el remo que salpica la misma.
Los arrecifes adelantados en el mar parecen barreras impuestas por la naturaleza para la defensa de la playa de Arrecife, y a la vez dan, hermosura a esta ensenada, rada de tantos barquitos de pesca, balandras y pailebots que parecen transportarnos a muchos años atrás, a aquella vida de nuestros antepasados en que la fuerza motriz era el viento al hinchar los velámenes de las naves y la destreza, el poder de los hombres del mar que las mismas gobernaban…

Las gaviotas viven en esos arrecifes, les dan vida y el mar apenas rompe la espuma de sus olas contra éstos, como si no quisieran consumirlos para que perennemente puedan deleitar nuestra vista. También se mecen en las aguas de la bahía; parecen brillantes en el mar como las estrellas en el firmamento de la noche.

Sobre estos arrecifes descansan barcos de diferentes tamaños, aquellos que rindieron ya su vida en el mar; han perdido casi su figura, el vivo colorido de sus cascos y pronto serán pastos de la miseria y desaparecerán; sus vidas fue el mar navegando en sus aguas, su muerte la tierra sepultura a lo eterno.

En otra mañana de la hoy actual Ciudad de Arrecife, ya hay en el puerto modernos navíos, en esa nueva vía que conduce a los muelles el hormigueo humano es constante y el paso de los coches frecuentísimo; camiones de frutas, de pescado, de sal, de mercancías varias también ruedan por ellas; el mar ya no baña la ribera de la playa, un moderno muro o dique recibe el golpe de las olas, la nueva vía de comunicación se ha ensanchado, ya no veremos más a los vigorosos hombres de mar con sus rostros tostados por el Sol y quemados por la salubridad de las aguas marinas.

Hoy algunos barcos han perdido su naturaleza, caminan a motor. Aquellas blancas velas que iluminaban el horizonte, que daban alegría cuando a tierra se aproximaban o dejaban tristeza en el corazón y lágrimas en los ojos cuando partían para tierras lejanas ya no se verán más; hasta el mar ha perdido sus encantos, su belleza y el vigor de los hombres ya no existe; la destreza también se fue, ahora es el motor quien hace todo y su ruido ha matado la vida espiritual de los pueblos. Hoy el viento, la fuerza natural creadora de las mayores aventuras, solo es un pasatiempo, es un deporte.

Es la tarde y sobre Arrecife el Sol ha declinado y sus últimos rayos hacen brillar el verdor de los mariscos. El mar se ha alejado mucho y su fondo es una estepa verde, muy verde; a los barcos surtos en la bahía les brillan sus figuras y resaltan sus matrículas y nombres, mientras las gaviotas revolotean junto a ellos en busca de alimentos e inician la retirada a los lejanos riscos.

Las nubes con sus figuras caprichosas, interrumpen la continuidad de lo azul del cielo y el horizonte de un platino intenso pronto se confundirá con el mar. La noche los abraza y les da cobijo en la oscuridad.

Los marinos reparan sus redes y las artes de pesca; al romper el día se harán a la mar, pero no como los de antaño luciendo sus velas. Solo una ligera estela dejará tras sus popas, sin belleza alguna, que se esfuma al momento.

Arrecife ha quedado cerrado al mar. Su más lejano marisco, cual arco muestra su cresta sobre las olas, y el mar tan sereno, ni siquiera hace espuma al chocar en él.

Y llega la noche. Las tres últimas gaviotas han levantado vuelo y lentamente se alejan de la playa, se mecen serenamente en el aire con su volar cadencioso, van a descansar a sus covachas de los riscos.

El faro del muelle lanza sus blancos destellos, para guiar a la noche que se acerca.

El resplandor del Sol se ha ido, el brillor de los barcos surtos en la bahía ha quedado opaco; la línea del horizonte y el mar se han fundido, la noche llega y la quietud le acompaña; surgen en tonalidad las luces de la Ciudad en la quietud de las aguas del Charco de San Ginés, ese lugar tan pintoresco de Arrecife, que cual espejo recibe las imágenes de sus casas ribereñas, de las barcas fondeadas y en líneas quebradas llegan a la orilla el resplandor de aquellas.

En esa tarde de la noche comentada del Charco de San Ginés, asomado al barandal del puente comunicativo con el mar, se contemplaba su fondo, era un jardín cuando la bajamar aleja sus aguas, el fondo barroso parece un perfecto cultivo del creado por el vigoroso brazo del hombre lanzaroteño y donde las garzas con su blanca figura y largo pico, escarban su suelo en busca de alimentos.

De pronto al mirar al mar aparece la figura de un viejo correíllo, el «León y Castillo», -aquellos correíllos interinsulares canarios, traídos a principios de Siglo-, que poco antes soltaban sus amarras del Muelle de Los Mármoles al son de su sirena y se hacía a la mar.

Su alta chimenea amarilla con franja roja, de clásica estructura, vomitaba grandes bocanadas de humo que perpendicularmente se elevaba al Cielo, tal era la quietud de una bella tarde de Arrecife, clara y policromada de los más bellos encantos que nos daba la naturaleza.

Su proa aparentemente parece acercarse al infinito, y se pierde su visión, para aparecer de nuevo, cuando pasa al Castillo de San Gabriel. Brillaban en su costado los últimos destellos de una clara tarde; el Sol al ocultarse lentamente se perdía en el infinito; daba la sensación de que al chocar con las aguas se enfurecía su naturaleza, enrojeciendo el horizonte con esa descomposición de colores tan bellos, a los que vulgarmente le llamamos «Puestas de Sol»; tan sugestivas desde cualquier lugar de Arrecife. Y mientras el correíllo avanza saturado de una rica policromía, la noche va ocultando la estela que a su paso dejaba en las aguas ribereñas de las inmensas playas de Lanzarote, hasta borrar su figura al extremo de la punta de Papagayo y con los destellos de los Faros de Tostón y Pechiguera, guardianes luminosos a su paso por la bocaina, en su brújula marcará destino a la Gran Canaria por las aguas del Atlántico que baña a todas las islas hermanas.

Ese Charco de San Ginés con los encantos naturales que el Creador le concediera, creo que sea hora ya de que una mano generosa del verdadero artífice lanzaroteño, cuyo nombre está en la mente de todos, sentándose en el muro del puente, pensara en el futuro del mismo. Su ingenio, su harto gusto y su cariño por la Isla, serán los mejores bastiones para su obra.

En un día cualquiera se transita hacia el Puerto de Los Mármoles, y un alto se hace preciso; la presencia del Castillo de San José, esa fantástica y vetusta fortaleza defensora de la Isla en sus años de asedio y asalto por piratas de todas las naciones que entonces vivían del pillaje, mandado a construir por el Rey Carlos III, Monarca que tanta belleza prodigó con monumentos, edificios y jardines por todo el suelo patrio, se acordara hasta de Lanzarote para crear tan magna fortaleza El Castillo ha dormido en el olvido del tiempo, abandonado por todos, ya perdida su acción bélica por la época en que vivimos, colgado en el acantilado frente al Puerto de Los Mármoles, fiel guardián suyo.

Mas la imaginación de un buscador de grandes encantos para su Isla, hizo que un día pusiera su mirada ante el mismo y pensar en la evolución y adaptación de ese Castillo de faz guerrera, para transformarlo en lugar de paz, de belleza y de reposo; y ese andante en pro de aventuras y creaciones artísticas, que es el mejor legado que se puede dar a la vida y consistencia de una Ciudad y a la Isla, es el monstruo creador, -permítase la expresión-, legionario avanzado para conquistar más aún a su tierra, superando a la propia naturaleza bella y grandiosa de fisonomía, y que no podía ser otro que el gran lanzaroteño, Cesar Manrique, que logra del Castillo nueva vida destinada al arte y al recreo.

El ha logrado del mismo dos facetas interesantísimas, no sin antes crear unos accesos y explanadas ante el mismo, frente a su foso de grises negros salpicados de la vegetación nativa del todo exótica, de puro origen volcánico traídas de la lejanía donde se produjo el cataclismo creador de materias en su evolución geológica para embellecer cualquier rincón dentro del contorno insular.

La primera: Creación de un monumental Museo con salas maravillosas desde la inmensa entrada, como las pequeñas esparci¬das por los que fueron locales bélicos, hoy lugar eterno de descanso para el arte, ya sean pinturas o esculturas encuadrados dentro de cualquier escuela o estilo, que nos pueda gustar o no, pero es Arte y como tal merece todos los respetos de conservación y valía.

Es la otra: un lugar de recreo para cuantos visiten el Castillo que es para todos donde se disfruta de la visión del Puerto, a través de su inmensa arcada cristalina existente en su gran salón ¬restaurante, con su larga barra cual dique donde las gentes se entretienen, beben y comentan como grandes naves atracadas al espigón que detiene el mar para tranquilidad de sus aguas en la rada porteña que crece, donde los barcos de todas las naciones arriban para visitamos y llevarse nuestros frutos isleños y que anhelan por conocer sus bellezas entre los ríos negros petrificados, la planicie de Las Gerias salpicada de esbeltas palmeras con las que juega la fuerte brisa, las montañas misteriosas coronadas por truncados cráteres desde la tonalidad negra hasta el rojo moribundo con su fuego en las entrañas llenos de una melancolía infinita, o de sus mares verdosos y cristalinos que bañan sus inmensas playas de arena para disfrutar de todos sus encantos.

Al recorrer las calles de la Ciudad siempre encontramos en ellas el ambiente de trabajo, serenidad y alegría, mas las actividades típicas isleñas son el campo y el mar o la pesca. Arrecife distribuye sus hombres en dos grupos principales: campesinos y marineros, pero no podemos olvidar esa pléyade de intelectuales, (escritores, matemáticos, abogados etc.) que siempre dieron gloria y honor a su Isla.

Al campesino no se le ve egoísta ni encerrado en el mutismo de los clásicos aferrados a la gleba; lo son orgullosos, tienen la dignidad y el señorío de la nobleza que les da un trabajo en medio de una naturaleza que han sabido tratar con reverencia en su compañía, hombro a hombro; son verdaderos artífices de la creación de una agricultura única en el mundo, de arte y sacrificio.

En cuanto a los marineros, se alejan de las costas de la Isla durante varios meses la mayoría de ellos, trabajando en las faenas de la pesca, captando peces en los bancos piscícolas en la bahía del Galgo y a lo largo de la costa occidental africana.

Mas es cosa curiosa, toda la flota pesquera lanzaroteña, tiene una cita anual en el Puerto de Naos, ese activo muelle pesquero de la Isla; sus barcos se apiñan en la bahía y en el muelle mostrando sus airosas siluetas, y tiene su razón de ser, porque el día del Patrón San Ginés, interrumpen en su honor el trabajo, y así los campos quedan desiertos y las cubiertas de los barcos libres de sus hombres, para fundirse en una sincera hermandad.

Entonces el ambiente es alegría, se desborda entre campesinos y marineros, se combina la fe religiosa y el arte de divertirse con la música popular y se exteriorizan las costumbres de un pueblo que sabe trabajar y divertirse con la sana conciencia de sus actos.

Al abandonar la Capital arrecifeña para adentrarnos en la Isla, que ello es como visitar un Museo donde el arte natural invade todo el ambiente, tres rutas principales nos llevan a los lugares más pintorescos.

Si tomamos la del Centro, motivo principal de la misma es «Las Gerias», esa volcánica zona donde el cultivo de la vid es lo principal, con la agricultura típica lanzaroteña.

Escribe el gran novelista Jhon Knitell, en su obra «Jean Michel», cuya acción se desarrolla sobre las fértiles vegas de Argelia donde vive el protagonista dedicado al cultivo de las tierras, lo siguiente:

«He vivido todo esto contigo 30 veces y cada vez que las uvas han sido recogidas, las viñas parecen tristes y vacías, y las hojas se vuelven rojas y doradas. ¡Un año más! Pronto vendrá el invierno y empezará el trabajo para el siguiente».

En una tarde de verano, de esas claras y despejadas con que el Creador ha dotado a la Isla de Lanzarote para enaltecer más aún sus bellezas extrañas, desoladoras a través de esos ríos de lava y de cónicas montañas y llanuras de cenizas, con un exacto motivo de paisaje lunar inigualable, se llega a Las Gerias en medio de sus maravillosos cultivos.

Los racimos cargados de uvas mostraban unos su dorado y otros su negrura, al sol en los viñedos que se resguardaban tras el muro arqueado de las inclemencias del tiempo dentro del hoyo formado en la tierra negra, reposando en el suelo a la espera de la mano briosa del campesino que lo separase de la vid, perdiendo así su belleza natural creada por aquél, héroe eterno asentado en la inhóspita tierra, en lucha constante con la fuerza invisible del viento.

Pronto aquellos bellos racimos abandonan la vid camino de su destino; el lagar, forjando la carga de un camello que con paso majestuoso atraviesa las ondulantes estepas hasta llegar al lagar donde se depositan y prestos son estrujados sin piedad. Ya se ha borrado esa rica visión del bello colorido y solo se puede contemplar al sol, rato después una pilada uniforme de orujo.

Las vides han quedado solas y tristes. Su fruto que era su vida se lo llevaron, la despojaron de su ser. El verdor de las hojas se pierde y, cerca ya el otoño, quedan los troncos y sarmientos casi confundidos con la tierra, tiritando de frío, en espera de la nueva estación que los haga reverdecer, reviviendo sus hojas y con ello la belleza del campo.

Y se llega a la finca; en un rincón de ella está el viejo lagar. A través de su techo casi desfondado se puede contemplar el cielo azul de la Isla. Por el hueco de la pared el largo madero de la prensa está carcomido; telas de araña por todos los rincones y la gran piedra cónica ya no existe.

Mas en esa finca, teniendo por fondo el Monte Damia, nos encontramos dos Templos, uno frente al otro, que simbolizan dos signos diferentes pero ambos con un factor común, la adoración a Dios; el uno, en el que a través de la advocación de Nuestra Señora de la Caridad, se ama a Jesucristo; donde la claridad que acababa en los picos de Timanfaya en las lejanas Montañas del Fuego, envían los rayos dorados marcadas sus siluetas misteriosas en las líneas y oquedades de su vieja fisonomía; y el otro la bodega, el rito al dios Baco, con la divinidad traducida en milagro, la obtención por medio del estrujamiento de la vid, al lograr el zumo de esta fruta: «el vino», ya sea dulce, tinto, malvasía o cualquier otra variedad, que gracias al tesón del lanzaroteño, que nunca me cansaré de alabar, ha sabido obtener la mejor calidad de este néctar, cuya fama es universal, que data de la antigüedad y que se podría simbolizar en la figura de ese hombre, en la persona de Don Severino Bethencourt Ramírez, ese gran lanzaroteño, cosechero de los mejores caldos y de gran recuerdo, que vivió y murió en el campo.

Por eso el Judío Don Sem Tob, de mitad del siglo XIV, en uno de sus famosos proverbios dice:

«La rosa no vale, ciertamente por nacer en un espino, ni el buen vino por venir del sarmiento».

Evocaba tal visión aquellas faenas rústicas llenas de encanto con medios primitivos donde los hombres de antaño se reunían un día en cada finca y así se ayudaban en el trabajo propio de aquellas para celebrar la gran fiesta de la Vendimia, en cada año. Mas esta vieja costumbre desapareció con el último de esos hombres, cuando rindió tributo a su vida.

Hoy, aisladamente se recoge la uva. No la llevan a cuesta los camellos, salvo raras veces porque el accidente del terreno no permite el uso del camión hasta el lagar. No se encontrará la gran piedra de la prensa, ni el ateado palo que la elevara para estrujar la vid en sus racimos. El mosto no llega a hombros de los hombres, envasados en los tercios y llevados a los bocoyes o pipas alineadas en la oscura bodega, cuando al traspasar su puerta, gritaban: «¡arráyalo!”.

Hoy, el mosto va oculto a través de una tubería que lo conduce a los recipientes subterráneos, sin que podamos admirar su color como cuando caía a la pequeña y baja tanqueta, ni sentirse ese olor embriagador tan agradable, El modernismo hizo desaparecer tod9 lo bello y evocador de la vendimia.

La tradición, esa fuente legendaria que marcaba la pauta del trabajo desde los tiempos más remotos, ha caído en el más absoluto olvido y con ello el campo y la tierra pierden sus encantos y la fiesta tradicional de la vendimia, motivo de reunión de todos los vecinos de una comarca, se ha esfumado con la era de la industrialización.

Sería mi deseo hacer una referencia, una cita a tantos de los rincones de la Isla, porque todos merecen un recuerdo, pero el tiempo y la longitud, hacen imposible éllo.

Por ésto desde Las Gerias, por cualquier carretera de las tantas que hoy tiene la Isla, llegaremos a Taro de Tahiche. Allí sobre ese río brillante muy negro, endormecido por el tiempo, se eleva la muestra casera más maravillosa, yo diría sin temor a equivocarme ni pecar de exagerado, del mundo, la casa de Cesar Manrique, labrada, cincelada y esculpida, valga la redundancia, con la visión más imaginativa, que conjuntada con una vegetación exótica de la mejor extrañeza, logra el «sumun del arte».

Es la estancia donde el gran pintor, a través de sus inmensos ventanales que miran al infinito por ese río, le hace crear y lanzar al espacio su ingenio como ondas una trás de otra.

Seguimos hacia el norte, nos acercamos al mar, y se llega a ese, pueblecito de Arrieta, caserío de pescadores, donde todos los estrechos callejones nos conducen al mismo lugar, a la visión del mar; fue puerto en su antigüedad y así vemos un viejo malecón en desuso, una grúa petrificada, una rada muy pequeña, donde los barquitos se mecen en unión de las gaviotas. Es una marina para el mejor pincel y enmarcarla dentro de un marco.

Cuando se contempla desde la terraza del Bar de Miguel o del de Fernando ese muelle, nos vienen al recuerdo aquellos versos de Tomás Morales cuando el mar juega con él.

«y el leve chapoteo del agua verdinosa
moviendo los umbrales del malecón dormido».

Y cuando se contempla esa grúa inerte, recia por el tiempo, con herrumbre por vestido, hay que recordar al escultor Martín Chirino, ese otro canario famoso que triunfa fuera de su Isla con sus obras.

En otra tarde, sentado frente al muelle, con dos entrañables amigos, Manolo Torres y Nicolás Martín, asiduos visitantes a tan grato trozo ribereño de Lanzarote, apartándome de ellos, compuse los siguientes versos:

El malecón yace dormido
en el colchón del mar
acariciado siempre
por su constante andar.
Llega la manta a la orilla
y en espuma se convierte,
entre las piedras grises
que en el ocaso aún brillan.
Su grúa petrificada
de fuerte herrumbre vestida
en constante soledad
al infinito del mar, le dirige su mirada.
Y en su rada transparente
ya no hay naves que fondeen,
ni carga que recibir,
por eso duerme la grúa, a la vista de la gente.

Se sigue la ruta del Norte y llegamos a los Jameos y a la Cueva de los Verdes; dos joyas de arte que la naturaleza brindó a Lanzarote, y que fueron engarzadas por las manos de un artista que lega a su Isla.

La Batería del Río, construida con la mayor visión y atrevimiento arquitectónico. No se puede silenciar su gesta maravillosa de visión hacia las menores islas hermanas, ese trozo de mar, el río, la arenosa Graciosa, con su puertito de la Caleta del Sebo y el abandonado pueblo de Pedro Barba, las desiertas Montaña Clara y Alegranza, y en la lejanía, el Roque del Este.

Retrocedamos y por otra ruta, entremos en el Palmeral de Haría y su fértil Vega, verde contraste con el negro y rojos de la Isla. Seguimos y atravesamos Los Valles, donde el campesino ha desbordado su derroche de arte y trabajo, para peinar y escalonar todas las inhóspitas montañas de su contorno en tierra fértil y productiva y con una inmaculada blancura, sus casas y gañanías.

En Tinajo, que entramos en él cuando la noche nos llega en el andar constante de encontrar rincones campesinos del mejor signo de belleza, se perciben en el silencioso vivir de su campo, murmullos lejanos de seres que conversan camino de sus hogares, o en la tienda modesta del pueblo donde hacen sus compras, el alejado ladrido de un perro desesperado quizás por aguardar la llegada de su amo, o por haber oído ruidos extraños en su cercanía donde está amarrado; a través de alguna puerta entreabierta o tras los cristales de una tenue luz amarillenta que da el viejo candil en la estancia que ilumina, se ve una estampa hogareña.

Dejamos atrás en lento andar, junto a la cuneta de la carretera dos camellos cargados y un pollino, los hombres los acompañan con aspecto muy cansado, cabizbajos, silenciosos y regresan a sus hogares después de un día de intensa faena en sus campos.

Sufrida vida la del pobre campesino, esclavos de sus tierras que abandonan sus humildes hogares antes de que el Sol luzca su rico colorido en la fachada de los mismos y haga brillar las hojas movedizas de la palmera de su patio, para regresar a ella cuando ya la noche ha cubierto de penumbra el sendero angosto y polvoriento, conduciendo su camello, con luz de una luna andariega que sin pedir permiso camina por el cielo entre la nubosidad del firmamento.

Y piensa en el trabajo realizado con la añoranza de que sus tierras agradecidas por su continuo bregar, un día no lejano le proporcionen, aunque solo sea para seguirlas trabajando, el bienestar modesto para su existencia.

Seguimos la ruta y en una mañana primaveral se llega a la Rotonda construida sobre el Islote de «Hilario» en pleno corazón de las Montañas del Fuego, donde la tierra arde, donde se siente intensamente la pasión interna de una vida misteriosa y nos adentramos en ese paseo a través de una ruta entre volcanes, depresiones, enarenados negros y calados lávicos, hoy llamado dicho lugar Parque de Timanfaya, y sin vegetación alguna, como parece indicar su nombre o condición de parque y que tiene los mayores encantos que la vista de cualquier ser, puede admirar de ese jardín endurecido por el cataclismo que nos ha legado su obra inmensa creada por él.

Con la realidad del paisaje y la fantasía del hombre, podría pensarse en ser un paseo en la propia luna con ese nuevo vehículo que los astronautas llevan en la misión de cualquier,» Apolo», para recorrer el satélite de la tierra.

Cuando se transita por esa nueva ruta, que nos devuelve o hace retornar a la encantadora Rotonda, real por el fuego de sus entrañas, parece haber vivido en ella, y no ser un sueño de aquellos que Julio Verne nos legara, para convertirse en realidad, años más tarde.

Y no podríamos dejar de circular por la ruta Sur porque sería un lapsus tremendo olvidar el encantador lugar de «Las Salinas del Janubio», esa inmensa cala de barra natural, donde el mar penetra en completa paz, deja tras ella, la impetuosidad de su poder en esa costa norteña, con el que juega en los acantilados de los hervideros en espectacular acción de un mar hirviente y blanca espuma.

Contemplar las Salinas es ver un inmenso tablero donde sus cuadrados, unos blancos y otros color bronce, se juegan la partida de la mejor belleza contemplativa de su fecunda industria salinera, viendo correr por sus acequias el agua del mar para petrificarse en su dados días más tarde, que es elevada por esos molinos de viento, verdaderas margaritas de un jardín sin vegetación, con los que la brisa intensa marinera de la costa hace girar sus aspas y jugar con ellos, como agradable pasatiempo a la soledad del paisaje.

Y antes de llegar a esas salinas pasamos por el limpísimo pueblo de Yaiza, donde el verde vive en su blanco caserío, con sus negras y fértiles llanuras en un fuerte contraste de colorido que conjunta una estampa en la que resaltan sus palmeras alejadas en las faldas de las montañas y en sus crestas, y los hermosísimos laureles de su atractiva plaza, en la que el Templo parroquial hace un bello rincón de la más grande atracción.

Y ya termino, porque la paciencia de vosotros quizás también se pudiera acabar, pero es que Lanzarote es una exposición permanente de sus encantos, que merece un amplio detalle de su obra natural; que si en cada lugar de visión formamos mental-mente el marco de un lienzo, lo que él comprende, será la belleza contemplativa de un trozo lanzaroteño. Desde sus lejanas montañas, pasando por sus medianías, hasta llegar a su verde mar que se divierte al correr por las arenas de sus largas playas o dentro de sus caletas donde los barquillos se mecen al son de su aire.

Lanzarote, es pues una sala inmensa de arte y belleza, donde podemos contemplar sus encantos dentro de un marco imaginativo.

Por ello y después de recorrerlo, entramos por el pórtico grande de nuevo, que es su capital Arrecife, y ya solo nos queda un lugar que visitar, la Iglesia de San Ginés donde su imagen espera veros con su mirada indulgente, para que con su ayuda misteriosa, como lo es la Isla, cosechéis en sus campos conservando siempre todos sus encantos donde su artífice, el campesino, hombre anónimo del arte de los cultivos, pueda desarrollar su voluntad inmensa en el trabajo de sus tierras, con su cuerpo encorvado, y en el que quizás la única agua que reciba, será la del sudor de su frente que caiga en ella.

Así como que preste su ayuda espiritual a esos abnegados hombres de mar que luchan bravamente en sus frágiles y pobres embarcaciones contra los elementos, para traer el sustento a sus modestos hogares.

Y nada más, muchas gracias por la designación con que me habéis honrado y oído en este acto.

Agosto de 1981 Arrecife de Lanzarote.

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Categorías: Pregones San Ginés | Etiquetas: | Deja un comentario

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