Aunque parezca una perogrullada, el Diccionario dice que pregonero es el que pregona, pero, añade: Oficial público que en alta voz da los pregones, cuya publicación dispone la autoridad. Yo recuerdo a nuestros «celadores» y a nuestro entrañable Bartolo, en el chaplón de la vieja Democracia, después del redoble de tambor del muchacho que le acompañaba, iniciar el ritual: «De parte del señor Alcalde… «. Y yo, hoy, no oficial público como dice el texto, sino como invitado honrado por nuestro Ayuntamiento, deseo rememorar nuestras fiestas y hacer un llamamiento a la participación…
La diana floreada y los gigantes y cabezudos despertaron al pueblo ansioso de fiestas en aquel mundo sin discotecas ni diversiones, pocos actos culturales, algún teatro de aficionados, o muy de tarde en tarde de artistas consagrados; sin radios ni mucho menos televisión y solamente el cine de Don Paco, en aquellos días en que la rara puntualidad del «León y Castillo» o el «Viera y Clavijo; permitían la llegada de la saca cilíndrica continente de los rollos peliculeros. Los muchachos y los no tan niños corrían detrás de la banda o huían de los manotazos del guante relleno del gigantesco Groucho Marx o de los enormes reyes coronados de purpurina o de aquella señora de cartón que algunos identificaban con personajes de nuestro pueblo. Las cabezas de diablillos cabezudos corneaban incruentamente a los que la falta de agilidad o el tropezón con el que corría a su lado, le impedía eludirlo. Ruperto o alguno de sus antecesores prendían el volador que, tras una corta estela humosa explotaba haciendo que los más pequeños, en brazos de su madre asomada a la ventana, rompieran en un llanto terrorífico; y la pelea, los empujones y el lanzarse al espacio para coger en el aire el trozo de mimbre con su cilindro renegrido y con olor a pólvora quemada. El viejo Ford «de vigotes», con caja camionera, adornada con palmeras de Haría, transportaba a la «charanga» que, a indicación de guardia municipal de turno, se detenía unos momentos en la puerta del Alcalde y los Concejales, para obsequiarlos con el pasodoble de moda, a lo mejor «Rascayú» o «Yo te daré”; y conseguir, de los más generosos, el brindis de vino de la Geria y la copa de coñac que, limpiándole el borde con la manga, pasaba de mano en mano. A media mañana las señora estrenando el “traje de la Fiesta» se encaminaban, velo a la cabeza y zapatos de charol, a honrar al Santo Patrono, hasta que la incomprensión entre autoridades de diversa índole hizo imposible el homenaje. Los muchachos marchábamos al «Muelle Chico» donde, desde la víspera, las ruletas y ventorrillos, entre humos, luces y olores de carburo o de carnes fritas, habían «abierto sus puertas» a un mundo deseoso de diversión; y allí Ceferino, Manolo, Cazorla, Tomás y Juan, repartían carne estofada, gallos de escayola, estampas de artistas y huchas en forma de gato; el triste espectáculo de los fenómenos se exhibían entre moscas y sudores de los pobres muchachos víctimas de la ambición o de la necesidad de sus parentelas; y la caseta de Arturo con el tiro al blanco y «las atracciones» femeninas; y la cucaña en la proa de las «gabarras de hierro», mientras los «jolateros», el «Veneno» de Francisco o el de Andrés «El Dulcero», merodeaban; y desde Los Puentes se lanzaban los émulos de la olimpiada natatoria; y las lanchas costeras y los barquillos a remo esperaban la explosión del volador que determinaba el inicio de la pelea acuática; y por la tarde, cuando aquella incomprensión dictatorial no lo impedía, o cuando el truco legal de iniciar el baile a las doce y un minuto lo permitía, la procesión hasta «Las Cuatro Esquinas”, Hermanos Zerolo, Muelle Chico y Plaza de la Iglesia; y la traca de despedida del Santo sobre la azotea del viejo Hospital de Dolores, con los enfermos y asilados aterrorizados por tanto ruido. Como alguien decía, creo que con certeza la historia de estas cosas no se hace con legajos polvorientos, sino con el polvo de las calles; y ese polvo de las calles, de nuestras calles empedradas o embarradas, lo levantaban los zapatos nuevos, las alpargatas o los pies descalzos de todos los personajes y de los muchachos y de las chicas y de las parejas que, atendiendo a una llamada ancestral, desde el día antes, desembocaban, desde el Lomo por la calle Real; desde La Vega por el callejón del Casino o desde La Destila por el Callejón Liso o por la escuela del Pósito en el “Muelle Chico”, y éste se convertía en un hervidero de personas y un escaparate de atracciones y el Kiosco de Juan ”Prim” el Kiosco de los papelones de manises y las galletas de barco, se convertían en el corazón de Arrecife; y allí, después de años, se encontraban los amigos que atiborraban el «Viera y Clavija’; llegados para la fiesta; y los de las nuevas generaciones encontraban la novia o, con una copa de más, las fuerzas para decidirse; y la ruleta giraba; y el curiel corría y el vino corría más y más caminaban la lancha costera o el barquillo de remos; y los fuegos ruedas que giraban, casi se paraban y volvía a girar, para morir entre un lastimero chisporroteo, iluminaban un cielo falto de luces a pesar de la iluminación festera «extraordinaria» que anunciaba el programa; y, en el ventorrillo, amodorrados, después de una opípara comida veíamos a los grandes de la lucha, comentando las incidencias de la tarde anterior ante la admiración de quienes lo habíamos presenciado y la envidia de quienes no habían asistido; y el sol “rajaba las piedras” pero asistíamos al espectáculo, sobre el Kiosco, de la banda de música recién llegada para los bailes del Casino y la Democracia y Mejías, trompeta desgranando las notas del «Islas Canarias” convocaba a fiestas; y la parranda de Rafael rasgueaba timples y la púa punteaba notas y el “forito” del costero, entre fuelle y fuelle, soltaba lamentos casi de tango de la malagueña o las alegrías de la isa; y se mitigaba el color con una raja colorada y asoleada de una sandía de So, con una cerveza sin hielo o con un refresco contradictoriamente caliente; y, con el tiempo, se abrió «El Teide”, y Ceferino montó su ventorrillo y Manuel su “Famara” y se llenaba el «En la Esquina te Espero» o el “Universal” y el “Bar La Marina” y llegó un momento en que, por el milagro del hielo llegado en el correíllo, aquella cerveza era fresca y el refresco refrescante; y las grandezas de Manuel eran una delicia; y empezaron a llegar cosas extrañas a nuestras genuinas fiestas; y vimos «los cochitos chocones”, y el aparato para medir las fuerzas del más osado y las tómbolas con bullentos altavoces y los ventorrillos, no de lona de palos de barco, sino mecanizados y a bordo de gigantescos camiones; y llegaron las cocacolas y las hamburguesas y los perros calientes; pero nuestra verdadera fiesta, aquella de tiempos pasados, seguramente peores, pero añorados, solo un recuerdo en la mente de los que las vivimos. Pero el pregón no debe ser sólo un recuerdo casi lloroso de un tiempo pretérito, debe ser un llamamiento a la diversión sana, al intercambio de saludos, a adaptación a estos tiempos, a que todos disfrutemos por unos momentos de algo distinto y eso es lo que, al salir de aquí, todos vamos a hacer. Y como si se tratara de aquel oficial, este pregonero debería decir: “De parte de nuestro pueblo, todos quedan obligados a la alegría”. Felices Fiestas.