Pregón de San Ginés 1960

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POR  LUIS BENÍTEZ INGLOTT

1960-Luis Benitez Inglot

Esta tierra de Lanzarote es tierra que nació como nace el hombre: con estremecimiento y dolor. Sintióse, primero, en el mar el empuje de la fuerza interna, el colosal esfuerzo del oculto poderío que anima las entrañas del planeta y, al fin, sobre las inquietas aguas, entre las llamaradas y el humor turbulento surgió la isla. Nació del mar, en un cataclismo y, ya agotadas las energías creadoras que la dieron a luz, tendióse mansamente sobre el Océano que era su cuna y así comenzó a desarrollarse su insólita belleza.

Cubrióla con todo su glorioso esplendor el magnífico cielo azul que derrochó en su honor el tesoro de alboradas y crepúsculos de oro, ópalo y rosa. Acaricióla largamente el sol, enamorado de su morena y gallarda juventud, y hasta el fuego que la trajo a la vida del mundo quiso quedar para siempre en contacto con ella, anunciándose sin descanso en la montaña donde su hálito todavía continúa diciendo: “aquí estoy yo”.

Lanzarote es tierra, tierra pura. Se presenta al viajero en toda la sobria desnudez de la tierra primitiva. En Timanfaya está su regazo: y allí, cuando la mano acaricia el áspero suelo, se siente el cálido latido, el hondo palpitar del cuerpo de la isla. No busquéis en Timanfaya lo que en sitio como ése no puede existir: el adorno del ramaje. La salvaje soledad y el libre y arrebatado viento reinan en aquella vasta extensión donde las tonalidades cárdenas, rojizas y amarillentas, con sombrías proyecciones, tienen un signo amenazador. El paisaje es siniestro y al mismo tiempo grandioso; pero, arriba, el cielo terso, de un azul purísimo, y lejos, hacia abajo, el mar, que resplandece como un zafiro, devolverá la calma y la serenidad al ánimo sobrecogido.

Sí. Allí está el corazón de Lanzarote: Un corazón ardiente. El rostro de la isla es la costa y, en la costa, Arrecife. La costa es el rostro porque la costa también sonríe, besada con dulzura o con impetuoso transporte por el mar. Largas playas doradas se tienden perezosamente para que el mar las acaricie. Otras veces es el alto risco que en Famara se yergue como una atalaya vigilando las rutas de Europa. Otras, es el espléndido consorcio de los vivos y admirables colores en el paradisíaco rincón de El Golfo donde, entre el mar de añil, festoneado de blanquísima espuma, y la laguna de transparente esmeralda, corre la playa de un negro brillante, flanqueadas por empinadas escorias que se visten con todos los matices del siena y del ocre. O las salinas resplandecientes de blancura. O los valles, como oasis, con palmeras que levantan el airoso penacho para contemplar desde isla adentro la marina ribera. O, en fin, ese coro de nereidas de las islas menores, dormidas sobre las aguas.

Eso, sin penetrar en el abigarrado mundo submarino, donde la fantástica flora de las profundidades se muestra en toda su pompa. Es un alarde de colores que se desarrolla en la verdosa penumbra y que se anima con el desfile de los peces plateados, dorados, listados, moteados. Allí la fula, con su azul librea; allí de vieja, hija de nuestros mares, con uniforme gris, rojo o gris, rojo; allí los sargos endosando su traje de presidiarios a rayas obscuras. Y para todas partes algo ondulantes, el abanico fantástico de las madréporas, las anémonas de mar abriendo sus pétalos, los malvas, azulados, rojos, amarillos; entre ellos se deslizan las feroces morenas, los robustos meros, los congrios agresivos, mientras jóvenes pececillos ataviados de verde y rosa, posan en bandadas, como si fueran los colibríes de las aguas.

Las pupilas de Lanzarote están en Arrecife. Asomada a su blanco balcón marino, la ciudad mira siempre al horizonte. Allí está, de cara al Oriente, recibiendo cada mañana el primer saludo del sol. Se complace en verse reflejada en los espejos de agua de sus puestos; ábrele al mar entrada franca por el Charco de San Ginés que surcan blancas velas entre el vuelo de las gaviotas; levanta la altura de su torre parroquial para curiosear sobre la “salada claridad” del caserío; extasíase en la perenne contemplación de las olas y las nubes y tiende, hacia Poniente, su mirada sobre el panorama de los montes que van de pardo-violáceo de los más cercanos al gris-celeste de las más distantes, en una sorprendente escala de matices. Por la noche, el Atlántico le dedica la armoniosa serenata de su rumor, y ella duerme sosegadamente bajo las brillantes estrellas.

Arrecife no es esquiva, como otras ciudades marineras en las que el aparato industrial oculta primero, y después roba, toda posible poesía; se abre total y entera, al viajero que al llegar a ella quiere abarcar, de una ojeada, su perspectiva. Entonces, todo, casas, iglesias, muelles, grita la bienvenida con una alegre cordialidad, que subyuga la verde y florida línea del Parque. No se encontrará en Arrecife la ostentosa opulencia urbana, siempre artificial y vana, sino la limpia sencillez, sin afeites; ni la febril agitación de las poblaciones donde todo es ambición y lucha, sino el acompasado, pero seguro, movimiento del buen trabajo, Cuando en mil sitios del mundo las preocupaciones, el miedo o la codician dominan y los semblantes se muestran recelosos y adustos, aquí, en Arrecife, parecen haberse refugiado la cortesía y la generosa hospitalidad, huidos de esos centros conturbados.

Sobre la ciudad vela San Ginés, desde lo alto de su tabernáculo. Como regidor mayor del pueblo que preside, se venera al santo mártir de Arlés. Cuando agosto va avanzando y el verano está en todo su esplendor, Arrecife festeja a su Patrón. Por él engalana sus calles, convoca a músicos y artistas, se llena de luminarias y hace centellar en la tibia noche la deslumbradora pedrería multicolor de los fuegos artificiales. Al borde del agua son más melodiosas y suenan mejor las coplas de la tierra, apoyadas en la aguda voz del timple y en la más grave de la guitarra. Para todos está allí, naturalmente el vino: el vino de la Geria, que brilla, primero, en los vasos, como un topacio y arde luego en el pecho y alegra el corazón.

Con todos esos elementos, el sol, el cielo, el mar, la tierra, la mujer y el hombre, y en una sorprendente combinación de colores, ayudada por la música y la alegría, Arrecife abre su hogar a cuantos tienen la fortuna de llegar a la ciudad en la época de las Fiestas de San Ginés. Todo, en esos días, es como si fuera nuevo; hasta la luz de los cielos, siempre aquí de una increíble brillantez, parece hacerse todavía más pura todavía más cegadora al bañar la blanca cal; hasta el Atlántico parece enriquecer su azul con el más intenso cobalto; hasta las playas parecen hacer de cada una de sus arenas un minúsculo granito de oro que relumbra en el espléndido mediodía; parecen todavía más finos los encajes de las espumas, más hermosas y perfumadas las flores, más atrayentes las lejanías de las montañas. Todo eso nos dice que aquí están y estarán siempre la paz y la serenidad, el refugio y el descanso. Y la fiesta de San Ginés no es sino el pórtico que Arrecife abre en mitad del cálido verano para que sirva de arco de ingreso a toda la larga teoría de gentes que vendrán después en el dulce invierno de Lanzarote, a admirar la terrible hermosura de los volcanes y las encantadoras delicias de la costa o, simplemente, a buscar el reposo que no puede dar otro país que no sea éste, Lanzarote, Lanzarote feliz, Lanzarote incomparable.

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